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Tribuna
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La necesidad del centro

Oí hablar por vez primera de la voladura del centro pocos meses antes del 23 de febrero. Se trataba, me dijo un misterioso interlocutor, de una operación política cuidadosamente planteada, programada y lubrificada que se desarrollaría en varios capítulos sucesivos. El objetivo era acabar con el centrismo. Se irían disgregando o segregando elementos homogéneos del gran mosaico heterogéneo. Poco a poco, el partido más numeroso de las Cortes iría mostrando, en forma abierta e indudable, los resquicios, las fisuras y las flaquezas intrínsecas por las que se habían de introducir cuñas y tacos que contribuyeran a ensanchar las brechas. Pero sí este proceso de erosión no llevaba ritmo de aceleración suficiente, podía llevarse a cabo la voladura controlada con el sistema moderno que utiliza el urbanismo avasallador para derribar edificios céntricos sin ruido y sin riesgo.Empeño decidido y firme

Era aquello un empeño decidido y firme. No era la constatación o la consecuencia de una trayectoria errónea o un simple propósito de rectificación. Era un proyecto de destrucción total. Un panorama de aniquilaciones. A mi gran sorpresa, al poco tiempo, leí en alguna parte que esa voladura del centro era también el sueño dorado del golpismo; casi podíamos decir su objetivo esencial. Lo que de veras se quería eliminar de la vida política española era el centrismo. Aquella coincidencia tan plenaria me hizo reflexionar más sobre la cuestión. Hoy, a través de los comentarios y análisis que han desencadenado el triunfo socialista en las elecciones andaluzas, me encuentro ya con el indisimulado júbilo de los que festejan anticipadamente los escombros redentores. Al parecer, había muchos más dinamiteros del centro que los que se pensaba. Leyendo sus expresiones de euforia y de entusiasmo, no puedo menos de conceder al asunto unas líneas de objetiva meditación.

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Yo contribuí con otros amigos políticos a crear en la España democrática la operación del centro. Fueron los meses de la reforma que se inició en la primera mitad de 1976 en los que se incubó definitivamente la idea de lanzar una agrupación operativa que tuviese contenido, propósito y configuración centrista, para que, sobre ella, como base, pudiera afrontar una gran parte de la sociedad española las difíciles pero pacíficas contiendas que traería consigo la implantación del sistema democrático en España. A ese fin se fundó el Partido Popular, que apareció en el ruedo político en el otoño de 1976 y, paralelamente a él, un primer proyecto de coalición electoral futura, en la que hasta siete grupos -en agraz muchos de ellos- pactaron una alianza para las elecciones, todavía no convocadas por el Gobierno Suárez, alianza que se llamó entonces Centro Democrático o CD, según la sigla abreviada que se adoptó.

El centro estaba creado. No voy a hacer aquí su historia pormenorizada, que es de todos conocida. Recuerdo que en cierta ocasión lo definí con una imagen sacada del lenguaje matemático: "El centro es un punto imaginario que ordena el espacio en su derredor". Otros argumentaron, en cambio, que era un simple disfraz de la derecha tradicional, obligada a revestir ese ropaje semántico para que se olvidara su verdadera fisonomía. Pero lo cierto es que el intento cuajó en una realidad política. Se añadió una letra más a CD, y la UCD ganó las elecciones de 1977. Desde su fuerza electoral y parlamentaria, convirtió a las Cortes en asamblea constituyente y logró aprobar la Constitución año y medio más tarde, estableciendo además las bases de un entendimiento económico-social que se llamó el Pacto de la Moncloa.

En 1979, en las primeras elecciones de la Monarquía constitucional, volvió a lograr la más fuerte proporción de escaños de ambas cámaras. El centrismo recogió en ambas ocasiones millones de sufragios en toda la geografía española. No es serio argumentar que esa masiva tendencia de una parte del electorado era poco menos que un deslizamiento frívolo e impensado de la opinión pública. Obedecía, a mi modo de ver, a profundas causas psicológicas y políticas.

Se dice y escribe ahora que el centro debe desaparecer. Que ya es hora de que se terminen las ambigüedades. Que la derecha está dispuesta a asumir con su idoneidad propia la alternativa constitucional con el socialismo. Y que, en último término, puede convertirse el centrismo en un pequeño residuo testimonial, vagamente trocado en bisagra, gozne, picaporte o cualquier otro utensilio menor de la carpintería parlamentaria.

Pienso que el centro es necesario, porque responde a una exigencia del sistema democrático español. En el extenso embalse del voto no socialista de nuestra geografía electoral hay varias tendencias perfectamente diferenciadas. Y dentro de ese conjunto, pueden destacarse unos aspectos que caracterizan al centrismo de un modo inequívoco. En primer lugar, está el respeto al orden constitucional establecido, por entender que el texto aprobado en 1978 tiene perfecta coherencia y adecuación a las circunstancias actuales. La Constitución es el resultado de un compromiso político que fue pactado entre los grupos políticos más importantes del Parlamento. Ese compromiso hay que continuarlo si se quiere que el sistema siga funcionando sin sobresaltos.

Las alternativas de poder que existen en el pluralismo real de la sociedad son una de las esenciales reglas del juego. No puede entrar en el código de la conducta civil el lenguaje del miedo y las perspectivas amenazantes de imaginarios males. La lucha cívica por el poder no debe ser un enfrentamiento de violencias verbales, sino una pugna por ganarse el voto. No ha de haber enemigos, sino adversarios, en las campañas partidistas. No se puede olvidar que el suelo moral sobre el que se establece la contienda es el de la legalidad común. El nuevo reparto territorial de poder que suponen las autonomías no es un capricho impuesto por unos ideólogos, sino una filosofía que brota de la necesidad de profundizar la democracia en España. También ese importante consenso se logró al establecer las bases constitucionales, y no ha de ser modificado a hurtadillas, como si fuera un tributo sacrificado en el altar del aplacamiento de ciertos sectores extremistas. El primer centrista que hubo en la política española se llamó Francisco Cambó. Se adelantó a su tiempo, pero vio más lejos que ningún otro. Su amor a Cataluña y a la España grande ilustra bien este punto, con la doble fidelidad de sus lealtades.

Progreso y modernidad

El centro es, a la vez, progreso y modernidad. Avance social, cultural y educativo. Reforma de los hábitos arcaicos y feudales de la colectividad. Perspectiva de entrada de la sociedad española en la era industrial revolucionaría que ha comenzado en el mundo desarrollado. Asunción plena de las implicaciones de la sociedad informatizada. Respeto implacable de las libertades de expresión.

El centrismo está pensado no como un arma arrojadiza con la que se defiende una trinchera acorralada, sino, como la mejor oferta que se puede hacer al pueblo español. Superando divisiones, ofreciento metas colectivas, pidiendo esfuerzos unánimes, intentando, en definitiva, un rumbo político convergente. Los verdaderos enemigos de esa tendencia popular son el despilfarro, la ineficacia y la corrupción.

El centrismo no pactará con la violencia política, sea del signo que fuera. Nunca estará dispuesto a aceptar excusas para justificar un secuestro de la soberanía nacional invocando supuestos valores en riesgo. El valor supremo que defiende el centrismo es el de una nación que se gobierna a sí misma en un Estado de derecho. En el fondo sociológico de las tendencias de voto de nuestra comunidad hay, a mi entender, un inmenso sector que acepta ese mensaje y que subrayaron con sus votos, en 1977 y 1979, los electores y electoras españoles. Y lo volverían a apoyar si se clarifica bien su oferta. Lo singular del centrismo es que trata de integrar el voto de muchas clases de la sociedad, y no de una sola. Necesita de un amplio espectro de propósitos y opciones que lo hagan atractivo a una gran diversidad de grupos sociales. Es esa su cualidad intrínseca frente a la imagen de los conservatismos reaccionarios de antaño, monocordes en su adscripción clasista.

¿Puede haber interés en que desaparezca del panorama de la política española actual una fuerza política así definida? Ello supondría una evidente involución hacia la radicalización de los bloques antagónicos, lo cual, en la década de los años ochenta, significaría un anacronismo evidente.

La sociedad española está suficientemente desarrollada para no tener que sufrir retrasos, frenos o vueltas hacia el punto de partida en el progreso de la democracia en este país. Que la derecha propiamente dicha pueda llegar a un acuerdo electoral o poselectoral con las fuerzas del centro es un propósito razonable y conveniente. Pero el centrismo, con sus características propias, debe continuar siendo un eje de nuestra política.

¿Voladura del centro? ¿No se estará en realidad intentando bajo esa consigna, desde distintos ángulos y con intenciones diversas, acabar con el sistema democrático presente? ¿Derecha? Sí. Pero civilizada, convivencial, abierta al progreso y al cambio, segura de su oferta, superadora de discordias, enterrada para siempre el hacha de la guerra civil al pie del árbol de la modernidad, pionera de la cultura, campeona de las libertades concretas; más sensible que nadie a las carencias de muchos, a los angustiosos problemas del desempleo, a los abismos de la desigualdad de oportunidades, a la escasa y desanimada inversión de nuestra economía; confiada en obtener en limpia contienda el apoyo de los más. A eso llamo centro.

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