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Perder y ganar

Entender algún hecho común, cotidiano, a la luz de un precepto sublime -máxima evangélica, por ejemplo- no es trivializar el precepto, sino avalorar el hecho elevando su profundidad. "Quien intente guardar su vida, la perderá..." (Lucas) es uno de los preceptos más conocidos, aunque su sentido no esté claro más que en estricta relación con la fe en la otra vida. Cuando se trata de fe en esta simple vida que no queremos perder aunque tanto la arriesgamos -aparte los accidentes del tránsito por aire, mar y tierra, la arriesgamos en todas nuestras decisiones, en nuestras predilecciones, que, para salvar esto, hunden lo otro-, cuando la fe es en esta vida la alternativa, tan terrenal, de ganar o perder, nos lleva al precepto agrario por excelencia: "Si el grano no muere...", y de él derivamos al criterio económico; esto es, ¿cuánto grano vivo dará cada grano muerto...? Pero en esta vida de que hablamos no sólo se trata de granos, cosa clara y concreta: nuestras decisiones ponen a flote entidades sutilísimas que, con su aura, modifican el clima de los pueblos por tiempo incalculable, y en ese terreno -que ya no es el terruño- se usan múltiples sistemas de escapatoria para no perder: quiebros elegantes, agilidad, destreza."De la idea a la palabra, de la palabra a la idea". El quiebro elegante del diestro en la arena puede llevarnos a la reflexión económica, agraria. Quiero decir a calcular el rendimiento ético-estético que su imagen aportará al terreno vital de los que van a ganar o perder sus vidas.

Se intentó hace unos meses -en mi ámbito visual del mundo- poner en claro el lugar que ocupa el toreo en nuestra cultura. Sumamente oportuno me pareció el planteamiento, pero el coloquio fue desolador. Prevaleció, en total, el espíritu de la Sociedad Protectora de Animales, y ni por un momento abordaron el meollo del tema. Yo esperaba que Sánchez Dragó, promotor, lo impusiera, pero no le dejaron, le agobiaron con puerilidades incalificables, y el tema de la cultura actual, que es lo que importa, no fue aludido. Claro que un tema tan arduo no es a propósito para gentes no preparadas. Por miedo a exponer opiniones abruptas, consulté con preferencia a los que le son afectos, porque más vale tomar en peso lo que vale, y resultó abrumador comprobar el arraigo que la fiesta nacional conserva en las mentes jóvenes. Comprobé, de entrada, lo que en el más alto sentido de la palabra se puede llamar simpatía -palabra de peso y valor infinitos-. Luego busqué la orientación erudita, y ahí apareció el toro como mito desde la época micénica, etcétera. Mi empeño en ir sobre seguro era grande cuando, de pronto, apareció mi queridísimo Jaime del Valle-Inclán, que me llevó hasta el horizonte de su increíble memoria y me dejó convencida del apego que siempre tuvieron a nuestra fiesta los mejores de nuestros maestros. Si trato aquí de continuar aquel inepto coloquio de hace meses, llego a una conclusión: la importancia del toreo en nuestra cultura es inmensa, es, más que una pieza valiosa, una esencia medular, radical. La cuestión histórica -sello, marchamo ético-estético impreso en el folklore, que no podremos borrar de nuestros dichos y gestos coloquiales- queda, con esto zanjada. Sólo nos falta meditar en el residuo, o más bien humus, que pueda servir -positivismo agrario- para nutrir a las futuras mieses.

Olvidemos lo discutible: en la fiesta de toros hay una sola cosa singular entre todo lo que hoy día la gente ejecuta para su solaz, esto es, el espectáculo de la muerte. Por tanto, en la actualidad cultural, lo más grave y necesario es conocer la idea de la muerte que informa nuestro presente. Ante todo, para poner los puntos sobre las íes, recalquemos que no se trata de la muerte del toro, sino de la muerte. El torero es el matador; todos sus quiebros, sus exquisitos mohines tan diestros, no conducen más que a llevar al toro a morir. Se podría decir que le persuade -o le conquista- hasta que, cuando ya le encuentra en una especie de dejación, se precipita en el esguince de la estocada. Todo el juego tiene ese único fin, en eso está la gracia... Cediendo al imperio del folklore, cité una vez la copla incalificable: "Ande usté, Curro Guillén, mátelo con salero, / que es usté un mozo muy crúo y por usté me muero...". Esta confesión clara del deseo que inspira el hombre capaz de ejecutar con salero el acto de dar muerto y -se supone- el de dar vida, cuenta soberanamente en el ars amandi nacional. El pueblo en total, machos y hembras, van a la plaza esperando llegar a la contemplación de ese éxtasis que la muerte les ofrece, y se sacrifica el toro con la misma razón -o motivo- que le hace servir de alimento -¡imprecación de Walt Whitman!- delicioso y nutritivo... Pero no tengo espacio para hablar de esas dos formas de muerte, cosa que exigiría hablar de lo que se llama la lucha del hombre con el toro. Lo cierto es que tal lucha no existe porque el toro no lucha con el torero: llamémosle lidia, término en el que cabe la ambigüedad de astucia contra fuerza. Pero no hablemos más de la muerte del toro, puesto que no repudiamos la consumición del bife: hablernos de la idea de la muerte en el presente de nuestra cultura.

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Lo primero, si hablamos del presente, es poner en su lugar la singularidad que venimos constatando. Hoy día, nuestra cultura no quiere decir la de nuestra casa, sino la que llamamos occidental, que ya da la vuelta al mundo y se muerde la cola. Para abarcarla toda, no nos perdamos en detalles que deriven a estadísticas, busquemos el eje inicial. Si toda cultura empezó tratando de entender la -vida y la muerte, no releguemos ese empeño al principio de los tiempos, como algo ya resuelto: el esfuerzo de intelección, la cuestión -lo cuestionable- sigue en pie sin reposo. Debería hablar de esto alguien capacitado para exponer el panorama de la ciencia actual, llamando así al estado apreciable para el profano: estado que, de hecho, se relaciona fatalmente -matemática o armónicamente- con las artes, costumbres, modas y placeres de la vida. Yo me reduzco a las cuatro cosas que saltan a la vista desde el televisor y constato que existe una delectación obscena del espectáculo de la muerte, más grave -yo diría sacrílega- por simular interés piadoso..., cuando su efecto es el embotamiento o la inversión del horror en deleite. Basta señalar la presencia de Sade en la estética actual... También constatamos la aspiración a un mayor entendimiento entre los hombres. Conste que no hablo de las conversaciones de unos y otros para arreglarlo, sino de la unanimidad de aficiones, ¡poder mágico y certero de la moda! Frecuente es execrar tal unanimidad anuladora de lo individual. Acusación falsa si alude a la moda, cierta si a la imposición armada- de fusiles o de cheques bancarios-. Lo último que quiero señalar respecto a nuestra fiesta -ya que no tengo más espacio- es lo intransferible de su afición a otros pueblos. De los consanguíneos nuestros, sólo México participa de ella: México, el amante de la muerte... ¿Por qué, México, por qué, quieres decírmelo...? ¿Qué es lo que pensamos, sentimos, vemos hoy, unos y otros en la muerte?

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