Un policía en un tren
Sólo hay dos trenes con vigilancia policial. La brigada móvil es un servicio muy disminuido y los trabajadores piden protección.
Un tren con destino a la frontera francesa. Entre bostezos, y algunos incidentes, se desarrolla un servicio policial que fue mitificado durante el franquismo por los muchos opositores que cruzaban la frontera, y que, en la actualidad, tiene más que ver con el sellado de pasaportes que con la investigación criminal.
-A mí, nada de fotos, colega, que soy muy feo.Uno de los dos policías que cubren el servicio del Puerta del Sol advierte al fotógrafo, que dispara su cámara como un poseso, buscando ya los indicios de la puesta del sol, ya las caras sorprendidas de los viajeros, que se remueven impacientes por los estrechos pasillos, esquivando barrigas prominentes, traseros no pensados para un tren o las maletas de una vieja señora que viene desde Galicia, "¿sabe usted?".
Los dos policías de servicio se ajustan las cazadoras cortas y se aseguran de que los pequeños revólveres Astra queden bien instalados en la cinturilla del pantalón. Se hacen un guiño rutinario y uno de ellos le pregunta al otro que si empiezan, y comienzan a moverse balanceados por el tren con un aire marinero, repitiendo en cada compartimiento la misma atosigante cantilena: "Policía... La documentación, por favor".
El fotógrafo no disimula su entusiasmo, pegado a la cola de los dos funcionarios. Se asoma por cualquier resquicio a los compartimientos y asalta la dudosa intimidad de la media docena de personas que ocupa cada uno de ellos. "Policía... La documentación, por favor", y suena otra vez el click repetido de la máquina. El gesto de la entrega de los pasaportes o el carné de identidad, siempre inocente, se acentúa con la sospecha de que el que dispara está haciendo una recopilación de caras para los archivos de vaya usted a saber dónde. Un viajero fornido demuestra su incomodidad:
-Yo no he hecho nada. ¿Por qué me fichan?- y exige la documentación a todos y cada uno de los componentes del extraño cortejo. Tranquilizado porque son fotos de Prensa, se atusa un poco el flequillo y larga con la otra mano su documentación a los funcionarios, que han respondido con amabilidad a sus requerimientos.
En el siguiente compartimiento, un iraní viaja resignado con la compañía de cinco bulliciosas monjas que sueltan ya las primeras cáscaras de naranja y abren madrugadoras botellas de agua mineral sin gas. El pasaporte del iraní es una chapuza monumental. Por debajo de un papel pegado con goma arábiga a la tapa del documento se adivina todavía la silueta del escudo imperial del sha. Las hermanas se sonrojan cuando una de ellas dice eso tan gracioso de "a ver si se van a creer ustedes que somos de ETA".
El aire de la inspección es de eficiencia con un toque de relajo. Sólo al llegar a los lavabos sugiere la actitud de los policías una imagen de precaución como la que se espera de ellos.
Como conejos
-¿Para qué vamos a ir tensos? -dice uno de los policías-. Si nos quieren cazar, nos pueden cazar como a conejos. Una cosa es que fuéramos avisados de que alguien en concreto es gente peligrosa. Pero, entre los viajeros normales, ya me dirás qué puedes hacer.
Se rememora entonces, con un deje de indignación en el acento del otro policía, que unos días antes se enteraron, cuando iban por Burgos, de que en el tren viajaba un tío de ETA al que seguían miembros de otra brigada policial, y que el etarra se había bajado en Vitoria; que menos mal que no les había provocado sospecha alguna, porque habría sido la de Troya.
El periplo concluye en el vagón restaurante. Hay un obligado paréntesis para ver quién se hace cargo de la cuenta de los refrescos, justo el tiempo que el mozo consume en sacar las chapas de las botellas. Cuando el centímetro de espuma desborda ya el vaso de cerveza, el mozo recoge al azar uno de los billetes que se ofertan desde todos los rincones, y la charla vuelve a sus cauces debidos entre un rumor de carteras que vuelven a sus bolsillos de origen.
-¿Miedo? No. ¿Por qué íbamos a tener miedo? Si los de ETA no han dado ya un zambombazo a algún compañero en el tren será porque les interesa mantener el tren tranquilo. De siempre ha sido un medio muy agradecido para pasar gentes y cosas. Además, es lo que te decía antes: que para qué te vas a poner nervioso, si sabes que no hay nada que hacer si un tío viene a por ti; nada más que confiar en la suerte y que te puedas dar cuenta a tiempo.
-Ya -dice el otro, mohíno-; pero se podían hacer las cosas de otra manera. Porque la única vez que nos han avisado de que iban a atentar contra alguno de la Brigada Móvil fue por la vía del rumor. De comunicaciones oficiales, nada.
Un tren apolítico
-Lo nuestro -sigue el primero-, es un trabajo burocrático, de control de fronteras. Lo normal es que no tengamos nada que ver con cuestiones más complicadas. Antes había más problemas, hasta el año 1977, porque de cuando en cuando había que controlar la entrada o la salida de algún núembro de la oposición. Sin terminales de informacion, ¿qué puedes hacer? Esta ha sido siempre una brigada muy poco politizada, y cada vez nos dan menos importancia. Ya sólo cubrimos dos trenes, éste y el Talgo que va también a París, y somos la mitad que hace unos pocos años.
El interventor. ha acabado su faena y acude a unirse a la tertulia que se desarrolla en el vagón restaurante. Está de buen humor y crea en seguida en torno a sí una expectación de la que es consciente.
El Puerta del Sol es un trabajo codiciado. No da problemas casi nunca. No es como en los trenes que cubren la ruta del Norte, que los interventores tienen que ir en ellos escondidos para que no les abran la cabeza o les tiren del tren:
-No te creas que exagero. Van en bandas de ocho, o diez, o doce, y se pasan el rato en el tren a falta de mejor diversión. Cada viaje le sale a la compañía por 40.000 o 50.000 duros. Se ponen a tirar por la ventanilla los asientos, a romper todo lo que les viene a mano. Y luego esperan el plato fuerte, que es cuando uno de nosotros tiene que pasar el trago de pedirles, el billete. Ahí ya se lo pasan pipa: se dan de codazos unos a otros, se ríen de a ti y te amenazan. Así que lo mejor es desaparecer cuanto antes. Yo, si va uno solo, o si van dos, no tengo ningún miedo, que a mí no me achantan; pero es que suelen ir en grupos de muchos, dispuestos a pasárselo bien con el muñeco. Un día me tuve que estar tirado en el suelo al lado del maquinista, porque tuve una bronca con ellos y se pusieron a esperar al lado del tren con piedras para tirármelas cuando pasara.
Flota por un momento en el ambiente la sospecha del mitin sobre el libertinaje y la democracia, pero se diluye pronto con las aclaraciones. Los sindicatos fueron los primeros en pedir que se quitara a la Guardia Civil de los servicios ferroviarios. Ahora los sindicatos siguen pensando lo mismo, pero quieren una protección para poder trabajar.
-Lo mejor -dice un literista- es que fuera la Policía Nacional.
-Sí -retorna la palabra el interventor-, porque bastaría con que les vieran para que dejaran de pasar cosas tan desagradables.
"Acompáñeme"
Y deja que su sentido del humor corra por encima de las mesas, contando cómo habría que aplicar el reglamento para cobrar las multas previstas a los que no llevan billete:
-Imagínate. Hay que decirles que te acompañen y conducirles a la estación, por supuesto sin tocarles ni un pelo. Yo es que no pongo ni una multa. A los que son buena gente, porque siempre tienen un motivo justificado para no llevar billete, y no les voy a fastidiar, y a los otros, porque a ver quién es el guapo que dice algo cuando te responden que no quieren ir contigo.
Deja que el suspense se cierna sobre sus palabras y espera, paciente, a que alguien reclame la prosecución del relato. Entonces ya se deja llevar por su natural elocuencia y suelta lo de aquella pareja que se encontró haciendo el amor en un compartimiento de primera con billetes de segunda, y cómo el tío quería seguir y se lió a tortazos con el policía y con él, y cómo él tampoco se quedó corto, y acabó la historia con una denuncia por malos tratos interpuesta por el viajero.
Y vuelta a mirar en los vagones, pero esta vez sin pedir la documentación a nadie, sólo la ronda de trámite. El iraní mira al techo intentando olvidar que está rodeado por cinco monjas incansables devoradoras de mortadela, cabeza de jabalí, jamón de York y abundante unte de sobrasada sobre las rebanadas de pan.
-El trabajo se suele hacer bastante pesado: ya ves que no hay muchas cosas que hacer. De cuando en cuando cae un chorizo. Hace poco yo agarré a un francés que se dedicaba a desvalijar equipajes. Actuaba por la noche, cuando la gente ya se habia dormido; pero se pasó de listo y se pensó que podía seguir toda la vida robando así. Si se ve que hay muchos robos de carteras en un tren, lo que se hace es enviar a un grupo que vigila ese tren durante unos días hasta que se les pilla. Pero los carteristas son una gente muy tratable. No intentan huir. Cuando les has agarrado confiesan lo que han hecho sin necesidad de que les preguntes.
Cambiar de enfoque
El tren hace una larga parada en Vitoria. Tiene que ceder el paso al Talgo, que va más rápido. Un empleado se acerca, la silueta recortada por los focos del andén. Sabe ya que se está haciendo un reportaje sobre trenes. Después de hacer una educada autopresentación, que incluye su militancia en Herri Batasuna, se decide a dar su opinión:
-¿Es sobre la seguridad en los trenes? Yo creo que ese es un tema que no deberíais tocar, ¿no?
Y se marcha, dejando en el misterio el porqué de no hablar sobre la seguridad en los trenes.
Las noticias corren como la pólvora en el tren. El servicio de los funcionarios llega a su fin en Irún. Y hay que cambiar al Talgo que vuelve a Madrid. La tarea es gemela de la anterior, pero más antipática, porque es preciso enfrentarse a viajeros somnolientos. Uno de los policías cambia tren con un compañero que ya conoce las nuevas:
-A ver cómo nos ponéis; no sea que nos vayamos a llevar mal.
Brota, irónico, el comentario que no exige respuesta, y la charla se reinicia con facilidad. Recuerda el funcionario que lleva once años montando en trenes y dice que es bastante aburrido; pero, acosado por el morbo, rebusca en su memoria algún evento notable. Le chispean los ojillos atacados por el sueño y narra aquello del tío que se había quitado los zapatos y no había quién parara en el compartimiento.
Y de cómo dos argentinos que iban con él le tiraron los zapatos por la ventanilla, y se culminó brillantemente el servicio por el simple procedimiento de convencer a los argentinos de que le compraran un par nuevo en Segarra.
-Esto nuestro es muy poco movido y -remacha, coincidiendo con un anterior diagnóstico- no creo que a ETA le interese hacer una barbaridad en los trenes. Les hacen falta.
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