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Tribuna
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El funeral de la escritura

Desde el punto de vista de cualquier profesión intelectual, en el estricto presente y en el interior de un ámbito histórico ya casi universal, en el que no sólo la mayor parte de la expresión y comunicación culturales, sino la casi totalidad de la verbalidad del mundo, se manifiestan en forma tipográfica, resulta muy difícil imaginar un futuro en el que otras formas de comunicación verbal -o más bien de transmisión de las palabras- hubieran suplantado la escritura y su impresión. Las imaginaciones simplistas y, en el fondo, pueriles, que implican esa suplantación en el fabuloso crecimiento de formas de comunicación no verbal, la de los profetas de la civilización de la imagen y la de los exégetas de las fantasías de McLuhan, me parecen confusionarias: prevén la defunción de la tipografía porque sueñan un mundo en el que las palabras serán en gran parte sustituidas, y eso es totalmente otra cosa, y, a mi juicio, un sueño estúpido.Es sumamente difícil imaginar qué zonas de la comunicación necesariamente verbal habrán dejado de ser tipográficas dentro de cien años; habrán dejado de ser escritura multirreproducida, cualquiera que sea el soporte material de esa reproducción, que ahora imaginamos por fuerza del hábito, en forzosa sinonimia, en forma de libro, pero que sin duda podría tener otras que comportasen las cualidades prácticas de la hoja impresa y mayores facilidades de comunicación. Es en cambio fácil señalar sectores de la industria tipográfica, menos vinculados a los rigores de la comunicación verbal, invadidos o sustituidos por otras formas de emisión. Por ejemplo, formas hoy tipográficas de la comunicación entre semialfabetos, que en el pasado fueron vergonzantes y en el presente gozan de vergonzosa indulgencia, como los comics o formas principalmente gráficas, más gráficas que tipográficas, de divulgación impresa, serán absorbidas, en considerable medida, por medios más idóneos para la transmisión de imágenes que la imprenta.

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Los efectos previsibles de tales deserciones en el conjunto de la cultura escrita son más bien halagüeños; no parece que puedan tener más que consecuencias industriales y, en definitiva, económicas.

Da vértigo, en cambio, ponerse a imaginar qué puede ocurrir en el futuro de un género, o más bien de una forma principalísima de la comunicación literaria, como es la poesía. La poesía, ejercicio fundamentalmente fonético, es pretipográfica en la mayor parte de su historia, pero, en lo que entendemos por poesía moderna se ha hecho esencial la mediación de la escritura. Una poesía despojada de encarnación literal habría sufrido, probablemente, algo parecido a un cambio de naturaleza, lo que implicaría, en un lejanísimo futuro, que la poesía escrita para ser leída hubiera sido un extravagante episodio. Y sin embargo ese episodio constituye una función tan necesaria de la cultura que heredamos y de la que dejaremos en herencia que sin él ninguna cultura futura sería imaginable.

Esas abstracciones vertiginosas son, desde hace unos años, un tópico que actúa de caja de resonancia de las observaciones más inmediatas y razonables sobre el progreso, a expensas de la comunicación impresa, de los medios audiovisuales y electrónicos -de contenido verbal o no- de comunicación social.

Parece consecuencia precisa que ese incremento de medios de comunicación perjudicará la verbalidad, hoy principal elemento de la comunicación humana: A mí me parece que no. Puede parecer también que la progresiva mecanización de la comunicación social implica insoslayablemente un proceso de degradación, lo que ya no es tan inverosímil, si la observación se limita a los suburbios de la cultura escrita y de la cultura en general. Yo creo, más bien, que ese proceso, el de la progresiva. mecanización, tendrá efectos catárticos respecto a la comunicación escrita de la cultura; alejará de la imprenta, o de sus cercanas equivalencias de transmisión del mensaje escrito, dilatados arrabales de la expresión y de la comunicación humanística; traspasará a los circuitos electrónicos, o a otros inventos por venir, la mayor parte del caudal de las basuras de la imaginación colectiva. Convertirá al libro, o a sus cercanos parientes entre las futuras formas de comunicación, en un medio distinguido y exigente de trasmitir la cultura y la creación verbales. Y ese horizonte de futuro, al ritmo de progreso de las civilizaciones avanzadas, es campo más que suficiente para la expansión bibliográfica. A mí me parece que en el futuro no habrá menos libros, y probablemente, en cambio, habrá menos impresos lamentables o innecesarios, cuyas funciones habrán pasado a ser cantadas, vistas y oídas. Lo que seguramente ocurrirá es que la industria bibliográfica, y simplemente tipográfica, habrá perdido poder social en beneficio de otras industrias, más jóvenes y menos condicionadas por una honorabilidad adquirida a lo largo de siglos. El impreso será probablemente un medio aristocrático y privilegiado de comunicación. Quizá sea de prever que se convierta en un medio más bien reaccionario en el conjunto de los medios, pero eso será, probablemente, mal menor y transitorio.

Entre tanto, la industria del libro, precisamente porque el libro está ya ejerciendo una suplencia póstuma de lo que han de ser campos de otras formas de comunicación, está en crisis en casi todas partes.

En variadas geografías, se trata de una crisis de superproducción, de desbordamiento industrial del mercado y de la capacidad de sus intermediarios. Esto está relacionado con la confrontación del poder editorial, con la mercantilización a ultranza, con la utilización abusiva y a veces indignante de los medios de publicidad, y con la persecución feroz y despiadada, no ya por afán de lucro, sino por necesidad de supervivencia, del culpable lector.

La agonía del libro, en campos que no afectan a su previsible y deseable futuro y en los que sobrevive a costa de terrorismo mercantil y de mentira cultural, lo convierte en un medio de comunicación forzosa, frecuentemente defendido por papanatismo. El libro es un medio de comunicación de presencia equívoca, en el que confluyen la cultura exquisita y las subculturas de fabricación alevosía, sin nunguna clase de distingos, la comunicación verbal necesaria y las más inmundas propuestas al empleo del ocio, sin discriminación, todo envuelto en una supuesta agonía que hace llorar a la historia. Una agonía en la que yo creo que ni morirán ni sufrirán inmutaciones graves las funciones bibliográficas que todos estimamos nobles y deseamos ver perdurar.

Carlos Barral es escritor y editor.

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