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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Jomeini vence a Saddam Hussein

SADDAM HUSSEIN partió en guerra contra Jomeini y anunció que iba a derrotarle en seis días; año y medio después ha perdido la guerra. Como en las batallas antiguas de rey contra rey, la de Irak contra Irán se centraba también en los nombres propios. Irak esgrimía la razón de rectificaciones fronterizas, de sus derechos históricos de soberanía sobre la vía de agua de Chat el Arab, ocupado por Irán: el caso de guerra siempre disfraza otras razones, y la razón última era la caída de Jomeini y la conversión de Irán en algo que no fuera esta tea incendiaria de la revolución islámica: pensaba Saddam Hussein -y con él otros cerebros más lejanos, otros centros de decisión más importantes- que bastaría con una buena derrota para que fuerzas interiores -la oposición fusilada, las víctimas de la rigidez coránica, el ejército diezmado por su lealtad al sha, la población que ha cambiado un terror por otro y un hambre por otra- buscaran un nuevo Gobierno interior: quizá una república tranquila, quizá un socialismo cómodo. Muchos actos de los que comienzan una guerra proceden de un error de cálculo -véase la de las Malvinas- sobre la capacidad de respuesta del enemigo, del agredido. El Ejército iraní, que ha vencido al de Irak, representaba ese caos que hace temblar de horror a los buenos militares y les da falsa seguridad de que lo van a barrer -como en la revolución rusa, en la mexicana o, más atrás, en la francesa-, viejos oficiales tratando de poner orden en lo que se suele llamar hordas populares, con mezcla de ancianos, mujeres y niños armados. Esa chusma ha ganado, si se puede considerar como ganar la guerra el haber recuperado todos los territorios perdidos, haberse asentado en Chat el Arab, haber hecho miles de bajas y de prisioneros. Siempre estamos ante situaciones arcaicas que se repiten inexorablemente: si Galtieri ha conseguido una especie de unidad nacional con su diezmada y torturada oposición ante el asombro de un mundo más racionalista, Jomeini la consiguió con su proclama de guerra santa, con la exhibición real de su propio territorio ultrajado y de sus riquezas -Abadán- bombardeadas y paralizadas.No consiguió lo mismo Saddam Hussein con la frialdad de su guerra calculada, con su ejército profesional bien pertrechado. Saddam Hussein partió en guerra sin intentar movilizar a sus poblaciones. Por el contrario, le interesaba hacer ver que no era necesario un esfuerzo excesivo, que la retaguardia no tenía nada que temer ni nada que sufrir. Cuestión de un cierto estilo militar quizás, pero, más allá de él, muy poca seguridad también en su propia población civil. En sus chiitas, en sus revolucionarios musulmanes -tantas veces reprimidos-, en sus comunistas diezmados, en la generalidad de unos ciudadanos sometidos a una dictadura. Contaba con algo que le parecía mejor: una santa alianza contra la revolución. Detrás, Estados Unidos, apostando por ahí su deseo de venganza contra Jomeini. Más cerca, los emiratos del golfo Pérsico, con su gigantesco dinero que no le han regateado, los países árabes conservadores o girados de bando. Egipto le ha mandado armas y consejeros militares; Turquía, víveres y objetos de consumo (hasta que Irán cortó la línea férrea); Francia, el Reino Unido, Alemania Federal, Italia le han vendido armas (se ha gastado en ellas, dicen, hasta 30.000 millones de dólares, pagados por el petróleo de Arabia Saudí y otros aliados, de donde resulta que ahí iba a parar parte de nuestros precios de la gasolina). Y, sin embargo, ha perdido la guerra. La han perdido todos estos países, al menos por ahora.

Como corresponde al sistema antiguo practicado en esta guerra, Jomeini pide la cabeza de su enemigo, Saddam Hussein. No tiene intención de ocupar Irak: se conformaría con la recuperación de sus territorios, el desastre del Ejército adversario y el cambio de régimen en Bagdad. Tampoco, quizá, esté en condiciones de ocupar el territorio enemigo: una operación cara y comprometida y que quizá cambiara la situación de una manera inversa (una reacción de los iraquíes). Quizá, si tarda en obtener su precio, haga alguna incursión, ocupe alguna ciudad, para acelerar lo que considera inevitable, que es la caída de Saddam. Ya hay síntomas importantes de que le están pidiendo cuentas sus propios militares, los estudiantes, las minorías raciales y de que los chiitas deI Sur se disponen a la revolución. Un país que ha sufrido 50.000 muertos en la guerra (la tercera parte de su Ejército, uno de cada 240 habitantes) no puede ya ser cómodo para el dictador que le llevó a la guerra contra un hermano musulmán sin unos motivos demasiado claros.

Termine o no aquí esta guerra, sufra o no sufra un recrudecimiento de última hora, lo que parece claro es que el grupo de países interesados va a continuar buscando la forma de quitarse de encima a Jomeini. Se juegan demasiadas cosas y demasiado importantes. El mundo, a cuya cabeza está Estados Unidos, tiene intereses estratégicos -las fronteras-, económicos -el petróleo- y globales -la contención de la revuelta islámica- en Irán, y los países próximos con regímenes conservadores temen, sobre todo, las revoluciones internas, el arrebato de sus dinastías y de sus sistemas. Si está cegada esta vía de Irak y no se la puede volver a abrir, otras se abrirán.

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