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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El catolicismo de masas

Opportune, como ahora, inoportunamente también, siempre estoy dispuesto a hablar del Instituto Fe y Secularidad, el centro más importante de que disponemos hoy en España para la comunicación interdisciplinar e interpersonal de quienes, a partir de diferentes actitudes en cuanto a las cuestiones últimas, y con las más varias profesionalidades, se reúnen allí para intercambiar sus puntos de vista. Creyentes, no creyentes y hombres secularizados, postcristianos, en el más radical sentido de la palabra, dialogan allí en muy diversos seminarios, de tal modo que en aquel recinto serían inimaginables impertinencias como la que el cardenal Tarancón, político y burócrata de la Iglesia -la inventora, no lo olvidemos, de la burocracia-, me ha dedicado recientemente en este mismo diario, a través del colaborador Reyes Mate.Hoy me gustaría hablar del seminario que, coordinado por el sociólogo Narciso Pizarro, se ha celebrado allí hace unas semanas para dialogar sobre La función de la Iglesia en el desarrollo de los Estados modernos, y al que, de la mano de aquél, acudieron Nicole Laurin-Frenette y Louis Rousseau, canadienses francófonos, representantes universitarios de la que podemos llamar Escuela de Quebec, Jean Schlick (su colega Merie Zimmerman a última hora no pudo venir), de la que podríamos llamar Escuela Alsaciana, pues dirige el Centre de Recherches et de Documentation des Institutions Chrétiennes (CERDIC) de la Universidad de Ciencias Humanas de Estrasburgo.

Participaron también en el seminario el profesor de Relaciones entre Estado e Iglesia de la Universidad de Florencia Francesco Margiotta Broglio y los españoles Carlos Corral, profesor de Derecho Público Eclesiástico, y Mariano Baena del Alcázar, de Derecho Administrativo, así como miembros y amigos del Instituto patrocinador.

A mí, por desgracia, no me fue posible asistir más que a las sesiones del primer día y a la amical cena de clausura del seminario, por lo que no puedo dar una visión global del mismo y, por tanto, me voy a limitar a meditar acerca de la Reflexión sociológica sobre la Iglesia y el Estado, de Nicole Laurin-Frenette, quien -dicho sea casi entre paréntesis y para información de las feministas que me lean- pocos días después del seminario tuvo la gentileza de enviarme fotocopia de un belo artículo suyo que, en nombre de Heloísa, amante (de Abelardo) y abadesa, respondía a reciente literatura filosófica sobre aquella gran figura medieval.

Sostenía la profesora Laurin-Frenette, en su ponencia, que asistimos hoy a la crisis paralela de la centralidad del Estado y a la de la centralidad -católica- de la Iglesia. La soberanía real de los Estados se desplaza a las repúblicas imperiales -USA y URSS-, en torno a las cuales aquéllos giran como sus satélites. Por lo que se refiere al otro poder, el económico, que, junto al político, decide los destinos del mundo, del proteccionismo más o menos autárquico se ha pasado a una estructuración transnacional. Y, en tercer lugar, en lo que atañe a la residual soberanía intranacional, ésta de despieza en las diferentes autonomías. (Se observará que aquí, dentro de este nunca seriamente pensado Estado de Autonomías, fuimos anfitriones de ciudadanos de sendas entidades más o menos autónomas, la franco-canadiense y la alsaciana.)

Centralidad católica

Y, ¿qué pasa entretanto con la centralidad eclesiástica? Tras la desaparición de la Roma papal como Estado y la fórmula meramente simbólica de la extraterritorialidad del Estado Vaticano, se asiste hoy, bajo el pontificado de Juan Pablo II, a un paradójico neocentralismo descentralizador. La burocracia romana es hoy tan centralista como cuando más -y, si no, que se lo pregunten a los jesuitas- y, por tanto, sería totalmente erróneo pensar, de acuerdo con el título literario famoso hace unos diez años, que Roma ya no está en Roma.

Lo sigue estando, sí, pero, a la vez, Roma se mueve de acá para allá, viene a nosotros, sobre todo a los países menos desarrollados -o a los núcleos menos desarrollados de los países desarrollados-, se desplaza por el mundo entero y lo hace con un nuevo estilo. ¿Cuál es?

Es evidente que la salida de Roma de Pablo VI y de Juan Pablo II nada tienen que ver con el cautiverio de Avignon. Pero, ¿tienen que ver entre sí? Pablo VI, asistido de su autoridad tradicional (para emplear el lenguaje de Max Weber) y, a la vez, despojándose místicamente de ella, inició unas peregrinaciones desencarnadas, espirituales, de testimonio y misión cristianos, en definitiva, según el antiguo estilo misionero y paleokerigmático.

El estilo de Juan Pablo Il es totalmente otro. El modesto concepto religioso de carisma, magnificadamente transferido al orden mundano por los caudillos totalitarios (otra vez Max Weber), es reconvertido para mayor honra y provecho de Juan Pablo II y de su causa.

Las concentraciones papales nos devuelven a los tiempos de la preguerra mundial, a la pura aclamación pasiva de un protagonista.

La utilización masiva de los mass media, las excepcionales dotes del Papa como showman y su genio para la representación teatral y la publicidad, convierten sus apariciones en actos de masas, de ninguna manera en actos comunitarios. En sus proclamaciones "el medio es el mensaje", su estilo profético-militante está vaciado de kerigma (es la mera reiteración de lo consabido y ya anacrónico): anticomunismo y neo-cristiandad, catolicismo populista, mariología, rechazo de las libertades modernas, modernidad, como la del Opus Dei, reducida a la utilización de la tecnología actual, etcétera. (Un punto teóricamente interesante queda por estudiar, que es el de la relación filosófica de Wojtila con Max Scheler, y yo, que di hace pocos meses un curso sobre el pensador alemán en el Centro Pignatelli, de Zaragoza, en ciertos aspectos, aunque no en todos, emparentado con el Instituto Fe y Secularidad, estaría, quizás, calificado para hacerlo, pero no es este el lugar.) La visita pontifical es ya en sí misma auto-utilización, es decir, acto religioso-político y políticamente reaccionario. ¿Cómo, pues, no va a ser heteroutilizado por ciertos sectores políticos y eclesiásticos? Es verdad que cabe una alternativa: que España viva el viaje del Papa como una prolongación de los Mundiales 1982.

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