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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Los trenes de la muerte

UN DIA después de que el choque de dos trenes -en una línea explotada por la compañía estatal Ferrocarriles Españoles de Vía Estrecha- produjera cuatro muertos y veintidós heridos en las proximidades de Santander, dos nuevos accidentes ocurridos en Tarragona y Toledo incrementan la negra lista de las víctimas ferroviarias con otros dos fallecidos. Recordemosque durante 1981 fueron 41 los muertos y casi 200 los heridos en colisiones ferroviarias, mientras que 1980 arrojó el dramático saldo de 44 fallecidos. Resulta así que los usuarios de las comunicaciones ferroviarias españolas no sólo han de afrontar las incomodidades, los retrasos y la cochambre de nuestros trenes, sino que además se juegan la vida en una absurda ruleta rusa al acercarse a la ventanilla para emprender uno de los azarosos viajes organizados por las compañías ferroviarias estatales, sea la Renfe o la FEVE.Probablemente no se harán esperar los torpes consuelos estadísticos que los altos responsables del Ministerio de Transportes suelen reservar para estas ocasiones. La necrofílica comparación entre los fallecidos en accidentes de tren y las víctimas producidas por las catástrofes aéreas y por el automóvil puede resultar lúgubremente favorable a los ferrocarriles en sus porcentajes generales, pero es una, inadmisible falacia manipular ese dato para presentar como irremediables, bajo el manto protector del cálculo de probabilidades, las colisiones y las muertes, que hubieran podido evitarse con mayor celo o mejores instalaciones. Tampoco faltarán seguramente esas habituales explicaciones basadas en un fallo humano, que, lejos de servir de coartada exculpatoria a los administradores de nuestros ferrocarriles, no hacen sino poner de manifiesto las deficiencias de la organización ferroviaria, achacables a quienes la diseñan y dirigen. Sin embargo, los viajeros que se ven obligados a frecuentar nuestros sucios, impuntuales e incómodos trenes, difícilmente podrán encontrar un miligramo de sentido en esas justificaciones oficiales, cuyo carácter queda puesto,de relieve por estar más orientadas a salvar la cara y eludir las responsabilidades de los más elevados directivos que a estudiar y buscar remedio a los fallos de la seguridad de nuestros ferrocarriles.

La Renfe ha sido, en las dos últimas décadas, una especie de escuela do cuadros para la formación de políticos, algunos de los cuales ocupan hoy importantes parcelas de gobierno. Sin embargo, parecería que esos profesionales del poder deberían ocultar ese episodio de su currículo ya que la Renfe, que cuesta a los contribuyentes un déficit anual cercano a los 100.000 millones de pesetas, es un exponente de la incapacidad de nuestra Administración pública, durante el franquismo y después del franquismo, para ofrecer a los ciudadanos un servicio público digno de tal nombre. Por otra parte, el auténtico problema del déficit de la Renfe no es su magnitud, sino el acierto en la aplicación de los fondos públicos a las necesidades de infraestructura. Porque sería absurdo que el Gobierno recurriera al condenable recurso de expandir sus gastos corrientes y de transferencias al tiempo que practicara la cicatería en inversiones relacionadas con la mejora de la seguridad y el funcionamiento, con grave riesgo para la vida de los viajeros.

Es de todo punto evidente que un país industrial no puede funcionar con una red de comunicaciones propia de una nación subdesarrollada. El tributo anual de muertos y heridos que nuestros trenes cobran a sus usuarios, a cambio de unas prestaciones caracterizadas por su mediocridad, hace indispensable un replanteamiento de la política ferroviaria. Ha llegado la hora de que las Cortes Generales, a través de comisiones de encuesta, investiguen esas zonas de sombra, habitadas por una segura obsolescencia tecnológica y material y por una probable incompetencia organizativa, que la Renfe recorre desde hace más de cuarenta años.

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