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Sobre máquinas (y hombres) supuestamente inteligentes

"-¿Por qué llegaste tan tarde a casa anoche? -pregunta secamente Magpie.-Fui a jugar a los bolos -responde Scott Robertson, en el tono de un marido indiferente.

-Yo creía que tenías horror a los bolos -apostilla Magpie.

-No cuando encuentro compalía.

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-¿Es que en casa, conmigo, no tienes compañía?

-No es lo mismo -se defiende Scott.

-Claro -remata sarcásticamente Magpie-, lo que no encuentras en casa es cierta clase de mujeres".

Esa escena típicamente matrimonial, que transcribe Dominique Símonnet en un artículo de L'Express, sólo tiene una particularidad: Magpíe es una máquina. Magpíe es un programa de ordenador que es capaz de atenerse al juego de una esposa suspicaz empeñada en mantener la homeostasis familiar y el papel preponderante de ella misma. Magpie no es un mero almacén electróníco de frases estereotipadas. Magpie elabora ella misma las respuestas; a su manera, argumenta, piensa. La cuestión ahora es: ¿Hasta qué punto cabe fabricar inteligencias artificiales, y hasta qué punto el comportamiento de dichas máquinas es inteligente?

Jean Piaget decía que la inteligencia era la capacidad de adaptación a situaciones nuevas. Marvin Minsky, matemático del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), dice que la "inteligencia artificial es la ciencia que hace hacer a las máquinas aquellas cosas que los hombres juzgan inteligentes cuando las hacen ellos". He aquí, a mi juicio, el trasfondo de la cuestión. He aquí la gran utilidad de este fascinante campo de investigación: las máquinas pueden improvisar comportamientos, respuestas como las del diálogo antes transcrito, que corresponden a comportamientos humanos supuestamente inteligentes, pero que en el fondo son esencialmente automáticos y tautológicos. Dadas unas reglas de juego, los actores se mantienen dentro de las mismas. Corolario: todo aquelle que sea transportable a la máquina sirve para deslindar lo que parece inteligente de lo que realmente lo es.

Porque el caso es que la conversación antes transcrita tiene muy poco de inteligente en el sentido de Piaget. No hay novedad. Hay mero reparto de papeles dentro de un marco muy estricto. Así que el porvenir de las máquinas inteligentes es grande en la medida en que el comportarniento inteligente de los humanos es escaso. Tal es la moraleja del gran tema de la llamada inteligencia artificial: que casi nunca nos comportamos inteligentemente; que casi nunca nos adaptamos a situaciones nuevas. Lo normales darle la espalda a lo nuevo y mantener el sisterra establecido. A nivel individual y a nivel social.

Casi nunca nos comportamos creativamente. En un artículo anterior me referí a una metáfora a la cual llamaba margen, la célula de indeterminación que procede, paradójicamente, del cruce entre determinismos heterogéneos. El margen es, ante todo, capacidad de respuesta creativa, apertura a lo nuevo, inteligencia en el sentido de Piaget. Pues bien, ¿qué podemos entender por comportamiento creativo? ¿Qué es un cambio real?

Paul Watzlawick y sus colaboradores de Palo Alto han dado indicaciones preciosas siguiendo la teoría de los tipos lógicos de Russell. Lo que ocurre es que una teoría de la creatividad, una teoría del autocambio y del cambio meta, por el momento, no es posible. La creatividad no es formalizable en la medida en que no hay (todavía) una ciencia de lo singular, de lo eventual y del azar. A lo sumo cabe referirse al famoso principio del "orden a partir del ruido". Un comportamiento creativo implica una respuesta no programada frente a estímulos y perturbaciones no previstas. Un comportamiento creativo implica que cabe escapar al determinismo de los códigos en virtud de ciertas estructuras cerebrales no determinadas y que se determinan por un encuentro eventual con el ambiente. Ahora bien; si una teoría de la creatividad parece, casi por definición, imposible, algo se puede decir sobre la personalidad creativa y sobre las condiciones generales del comportamiento innovador. Ante todo, cabe afirmar que, latentemente, todos los hombres son creativos. Pero es un hecho que hay poca creatividad.

La falta de creatividad procede de bloqueos, de inhibiciones, de mecanismos de defensa, de culturas que no estimulan a los individuos. No hay creatividad sin un nivel alto de autoestimación. No hay creatividad sin la acción del azar. El hombre es un animal y un ser vivo, y ya se sabe que la vida tiene un programa inscrito en su sustancia genética. Este programa garantiza la estabilidad de la especie. Ahora bien, esete programa deja abierta una variedad indefinida de pautas individuales. Existe una tensión, un margen, entre lo innato y lo adquirido. El cerebro humano es el epicentro orgartizativo de todo este complejci bioantropo sociológico. Liberados de nuestros bloqueos y de nuestras ansiedades, podemos cambiar de marco de referencia. En el interior y en el exterior.

Se podrá objetar que existe creatividad en el arte, en la investigación científica y tecnológica: biología, informática, exploración espacial, etcétera. Es cierto. Pero aquí hablo de creatividad a nivel de clima cultural, a nivel de ciudadano medio, a nivel de ambiente cotidiano.

Aquí se denuncia que no existe la ambivalencia entre la seguridad y la aventura, ambivalencia que hace posible una cultura creativa. Padecemos un síndrome de impotencia que, a veces, se transforma en síndrome utópico, y, a veces, en síndrome simplificador.

Un hombre creativo le toma gusto a la incertidumbre y a la sobreabundancia de signos. Un hombre creativo trasciende la disociación entre los medios y los fines. Un hombre creativo actúa no persiguiendo un objetivo, sino precisamente para averiguar cuál es el objetivo que se persigue. Esta fue la definición que propuse del acto de explorar en mi ensayo Teoría del hombre secular, y que he vuelto a retomar en mi último libro (Aproximación al origen).

Dije entonces, y he recordado ahora, que explorar es una acción que trasciende el viejo principio de finalidad: quid-quid agit, agit propter finem. Explorar es otra cosa: no se trata de perseguir un objetivo, sino precisamente de averiguar cuál es el objetivo que se persigue. Explorar es una desvelación, una aletheia y una terapia sin dogma. Ningún objetivo profundo está fijado a priori. Por esto, un hombre creativo, en el fondo, nunca sabe lo que quiere.

He aquí una característica común a las máquinas inteligentes y a la mayoría de los humanos: saben demasiado lo que quieren. Y he aquí por qué la fabricación de robots inteligentes tiene un indiscutible porvenir. No hace falta escudriñar la ecuación del cerebro para construir tales artilugios. Basta con programar a los ordenadores con las diversas reglas de juego a que mayormente nos sometemos todos.

La conversación al principio transcrita es ya un ejemplo real. Bajo su aparente dinamismo polémico, todo está previsto. Hombres y máquinas saben lo que quieren y se atienen rigurosamente a su propio sistema. No importan las apariencias de cambio o las sutilidades de lenguaje. Plus ça change, plus c?est la même chose.

Así pues, la fabricación de robots inteligentes servirá, al menos, para poner de manifiesto nuestro terror al cambio, nuestra visceral falta de inteligencia. Ya es algo.

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