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La estética del tedio

En varias ocasiones y contextos he apuntado al fenómeno literario actual -y no he sido yo, por cierto, el único en observarlo de que, mientras por una parte prolifera la literatura barata (es decir, desprovista de toda pretensión artística), sobre todo en los géneros narrativos, por otra parte se están escribiendo y publicando novelas cuya intención manifiesta es constituirse en obras de arte, pero que por su índole misma sólo alcanzan a interesar a los especialistas, esto es, al gremio de los escritores mismos, y a los profesores y críticos profesionales, quienes, a su vez, emplean en el ejercicio de su misión técnicas tan cerradas, construcciones tan abstrusas, que los productos de su actividad exegética resultan ininteligibles para cualquier lector que no comparta la teoría del caso y esté familiarizado con la correspondiente jerga. Una literatura, pues, dirigida a los críticos, y una crítica solipsista que no busca esclarecer al público lector, sino ocupar a la coterie de los colegas.Fácil sería hablar aquí de esnobismo, y no difícil hacer la caricatura de este rasgo de época: el cultivo deliberado de la futilidad.

Tampoco ha faltado quien se burle de esos jóvenes docentes o doctores en ciernes que (cual los campesinos hindúes aguardan para abonar su parcela a que la vaca sagrada emita su bosta) se lanzan con avidez sobre el último libro ofrecido a sus meticulosos análisis y lo someten a un tratamiento tan esotérico y exhaustivo como inconcluyente, para extraer corno quintaesencia la nada de allí donde nada había.

No es mi propósito incidir aquí en sátira tal. Creo que el esnobismo cumple función muy positiva en el reconocimiento de los valores sociales y, concretamente, en la apreciación del valor estético. Recuerdo que un amigo mío, muchacho ingenuo y de muy buena fe, preguntó a otro, versado en música, cómo distinguir en ese campo la calidad excelente de lo mediocre, y obtuvo esta respuesta, que suena a broma o sarcasmo y no lo es: "Siguiendo la opinión de quienes lo entienden".

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Y puesto a recordar anécdotas más o menos significativas, recuerdo, asimismo, la ocasión en que el cura de un pueblo castellano nos mostraba, muy orgulloso, a un grupo de visitantes el atrozmente torturado Cristo de un crucifijo del siglo XIII, y uno de los circunstantes, abrumado sin duda por el entusiasmo de nuestro guía, corroboró: "Sí que el Cristo es majo", adjudicándole un adjetivo que lo mismo hubiera podido convenir a un confiado Corazón de Jesús, pero con el que rendía acatamiento a las autorizadas ponderaciones del sacerdote.

Más allá del plano primario de estas dos anécdotas, donde la conmovedora inocencia del sujeto inspira simpatía, puede ser ridícula, prestándose al escarnio, la actitud del esnob que finge aprecio por aquello que escapa a su comprensión y que quizá su gusto rechaza, para adornarse con el prestigio de la autoridad a cuya opinión se adhiere. Frente a las escuelas de pintura abstracta, por ejemplo, o en general no representativa, simula los gestos del aprecio lo mismo si se trata de auténticas obras maestras que si se trata de torpes engendros, pues, al no tener educada la sensibilidad para distinguir unas de otras, nada le dicen sino que, por un acto de fe, debe admirarlas.

Ahora bien, habrá de seguro quienes jamás puedan afinar su sensibilidad estética para convertirse, desde meros esnobs, en verdaderos connaisseurs; pero es claro que el camino para llegar, a una apreciación directa es el del aprendizaje. La cultura hay que aprenderla, y por eso repito que el esnobismo cumple una función social importante en el mantenimiento de las jerarquías valorativas en la sociedad. De ahí que incluso el fenómeno -concomitante- de la moda, tan frecuentemente desdeñado como manifestación de frivolidad, haya dado materia de serio estudio a los sociólogos -entre los cuales me incluyo al efecto.

Arte y utilidad

Si me he valido del ejemplo de la pintura, no fue sin propósito. La pintura ha servido durante el transcurso de la historia universal para dos fines principales: para la expresión del sentimiento religioso y para designios de carácter decorativo. El valor estético estuvo siempre, en ella, ligado a tales fines utilitarios. Todavía en el Renacimiento y el Barroco, a pesar de todo, los grandes creadores seguían siendo geniales artesanos que trabajaban por encargo, y luego, en el siglo XIX , no obstante haber adquirido ya el artista una posición social independiente y aun eminente,; los cuadros que se pintaban estaban destinados a adornar las paredes de los palacios o de los interiores burgueses. Sólo ahora, por último, cuando el arte se justifica en sí mismo y con criterios estéticos exclusivos, hemos llegado a una etapa en que no se sabe para qué se pinta, ni qué hacer con los cuadros. Muchos aspiran desde el taller al museo, y al museo van a parar.

Y esta situación, ¿no es comparable con la de esa literatura que se escribe para servir de pasto a la crítica académica y ser objeto de estudios, tesis doctorales y tesinas? Ciertos poemas, ciertas novelas, ¿no son acaso la cabal analogía de los cuadros no figurativos o no representativos, y no dan como ellos lugar en el lector esnob, que finge entendimiento, a igual confusión entre los escritos de alta calidad estética y simulaciones a veces muy deleznables?

Esas simulaciones son demasiado hacederas; están al alcance de todos y cualquiera. Entre los rasgos de una literatura, en particular, literatura narrativa, que se esfuerza por superar las técnicas del realismo decimonónico y producir obras libres de preocupaciones ajenas al arte, obras cuyo valor sea primordialmente estético (una tendencia que, para la lengua española, se inicia con el modernismo y la generación de 1898), figura la renuncia a los signos de puntuación y demás ayudas tipográficas destinadas a procurarle al lector una clara ordenación lógica del texto. Es probable que con ello quiera crearse, y así se consigue a veces, una nebulosa que, sumiendo al lector en un magma de palabras, lo coloque en estado de ánimo semejante al de quien está escuchando música, para que surjan en él sensaciones de calidad poética -aquellas sensaciones que el autor desea suscitar-.

Confieso que, en la práctica, encuentro mejor logrado el recurso cuando se aplica a la poesía lírica; pero reconozco en todo caso su legitimidad; el auténtico artista de las letras puede emplearlo con éxito; aunque en general exige del lector una concentración excesiva, una tensión emocional capaz de sostenerse -aso durante los catorce versos e un soneto, pero que, inevitalemente, tiene que aburrir a lo irgo de trescientas o quinientas áginas.

De cualquier modo, este recurso mecánico -que, sin necesidad, coloca al lector frente a las dificultades e inconvenientes de quien debe interpretar un manuscrito de hace siglos, cuando ni la ortografía ni la puntuación habían sido aún fijadas- está a la disposición de escritores que, no teniendo nada que expresar, quieren dar, sin embargo, a sus libros la apariencia de exquisitez Iiteraria, y hasta se permiten pedir que el sufrido lector aporte a sus páginas aquello que el autor mismo no supo llevar a ellas -que colabore en la construcción de la novela.

Pero, ¿a qué ocuparse de simuladores tales? La única importancia que pudieran tener consiste en que, como el revés de un tejido, ponen más en evidencia, con lo grueso de su torpeza y su futilidad, el entramado -que ellos remedan- de esos admirables monumentos al tedio que la literatura legítima suele brindarnos. Pues lo interesante sería averiguar el cómo y el por qué -mientras siguen vendiéndose en cantidades enormes las novelas carentes, no sólo de calidad, sino de intención artística- las auténticas obras de arte literario, cuyo refinamiento, resulta muchas veces maravilloso, se han hecho extrañas al gran público, tanto a causa de aquellas dificultades -mecánicas en gran medida, según hemos visto, e innecesarias- como también a causa de la oquedad de su contenido, ya que su edificio verbal procura eliminar cualquier referencia que no sea a él mismo en cuanto escritura, como suele decirse; en cuanto -si así queremos decirlo- mero ejercicio caligráfico.

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