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Del 'rag' al 'rock'

El rag era el ritmo trapero venido de la oscuridad del inframundo norteamericano cuando la gran República, a comienzos del siglo XX, empezaba a crecer, a desperezarse y a terminar la repoblación del Oeste bravío y del Sur caliente. Los cantos populares del antiguo esclavismo de color que animaban las fiestas segregadas fueron invadiendo gradualmente las capas sociales de la población blanca con sus pasos de baile de bizcocho, de camello o de zorro. Así nacieron el cake, el camel y el fox, y, más tarde, después de los trots, los steps. El rag era eso: un esquemático tiempo melódico que la orquesta negra de trompetas y tambores, con otros viejos instrumentos resucitados, desarrollaba y repetía. El ragtime fue el nombre de una época que duró hasta la primera posguerra mundial. La novela de Doctorow que lleva ese título y que ahora realizó en la pantalla el talento de Milos Forman, nos cuenta en vertiginosa crónica lo que fueron esos años del ragtime con sus luchas sociales, la discriminación negra, la inmigración irlandesa e italiana, los diálogos del banquero Morgan y del industrial Ford y las inverosímiles hazañas del mago Houdini. La novela acaba cuando el ragtime y la guerra mundial terminan también. Otra época se iniciaba en el libro del porvenir norteamericano. Iba a empezar la era del jazz.Su profeta se llamó Scott Fitzgerald. El jazz era el nombre que designaba determinada banda musical, pero fue progresando en contenido semántico. Significó a un tiempo sexo, baile y música. Era, en palabras del gran novelista, "un estado de ánimo de estimulación nerviosa", de energía y de frustración, acumulados por la generación que había hecho la guerra en los campos de Europa y regresaba a los Estados con una triste sensación de vacío. La generación que se llamó en sus comienzos la de los sad young men.

Los años locos empezaron con la desmovilización de 1919 y terminaron en la quiebra gigantesca de 1929, que acabó de golpe con la prosperidad. Se dijo que fue una era de milagros, de arte, de excesos y de sátira. La era del jazz fue enteramente apolítica en los jóvenes. Tenían éstos la sensación de ser fuertes, de ser vencedores, de pertenecer a un pueblo poderoso y rico. Cayeron sobre Europa con sus compañeras femeninas en sus largos viajes vacacionales hacia Deauville, hacia la costa de Antibes, camino de Florencia, de Roma y de Yenecia. Y en búsqueda de los sanatorios psiquiátricos de Suiza, más cercanos a Jung que a Freud, que se encargaban de los trastornos mentales causados por el amor contrariado y la bebida inacabable.

Los sastres de Londres cambiaron los módulos y el estilo de su ropa a la medida y a la escala del hombre americano. "¿Quién nos va a decir lo que es elegante y lo que es divertido?", se preguntaban los protagonistas de las novelas de Scott Fitzgerald. Fue una espiral de novedad, de placer, de lujo y de extravagancia. Empezó en los Imis jóvenes, cuya libertad sexual había roto, poco a poco, los viejos tabúes calvinistas de la América bíblica tradicional. El prohibicionismo no hizo sino estimular la sed alcohólica de hombres y mujeres. "La ginebra es la bebida nacional y el sexo la obsesión nacional", escribía en tono admonitorio el New York Times. Pero un día, la generación madura descubrió que en Europa se podía sustituir la sangre vieja con el licor nuevo, y a partir de entonces se integró también en el gran carnaval del mocerío, la generación madura de los treinta hasta los sesenta años de edad.

Fue una carrera hedonística general dirigida al fun, a la diversión. Llenaron los bares de los grandes hoteles, las lonas de las playas de moda, las terrazas de los lagos, los restaurantes de París, las cubiertas,de los barcos de recreo con sus wild parties y sus derroches estrepitosos trayendo al Viejo Mundo el eco de su generación.

Scott-Fitzgerald, que se insertó personalmente en el gran jolgorio, lo convirtió en obra de arte literaria, como hizo Marcel Proust con el gratin decadente del Fauborug parisiense de su tiempo, cuyas diversiones también compartía y criticaba. El escritor norteamericano trenzó con su latido poético y su sensibilidad de observador social el mito de la era del jazz, intuyendo con amor y compasión lo que había de auténticos valores en el seno de la desenfrenada existencia y en el final trágico de muchos de sus protagonistas.

La era del jazz duró diez años. La sociedad que lo hizo posible no representaba más que un débil porcentaje numérico de la clase dirigente de América. Es, sin embargo, interesante comprobar hasta qué punto, esa elite de privilegiados estaban totalmente identificados con la vida, las costumbres y el refinamiento europeos.

Se consideraba entonces la civilización de Estados Unidos, visceralmente unida a la herencia británica y a la tradición europea occidental. Norteamérica vivía en simbiosis con la cultura del Viejo Continente, con su historia, con su pasado, con sus museos, con sus bibliotecas, con sus universidades. Miles de cruces blancas, militarmente alineadas en el valle del Aisne o del Somme, daban testimonio del tributo de sangre que los hombres de Estados Unidos habían pagado para lograr un mundo mejor que Wilson llamaba en sus ensueños idealistas "un mundo seguro para la democracia".

Todavía en la posguerra segunda, la que empezó con la bomba de Hiroshima y el expansionismo militar soviético, seguía vigente ese cordón umbilical euroamericano en la política exterior de Washington y en la corriente dominante de la sociedad de los años cincuenta. Después de la era del rag y de la era del jazz, vino el tiempo del rock, otro símbolo musical de una etapa histórica distinta con sus contenidos populares, lúcidos y sensuales enteramente distintos de los precedentes. El inmenso melting-pot americano se renovó vital y sociológicamente con ingredientes plenamente diversos. Estados Unidos es hoy, en los años ochenta, una gigantesca colectividad multirracial en la que hay otros elementos dispares de notable volumen e impacto. En un notable esfuerzo moral, la democracia norteamericana ha superado barreras, prejuicios y discriminaciones en estos últimos treinta años. Todavía es pronto -escribía un agudo comentarista- para saber qué nueva orientación resultante han de imprimir esos nuevos componentes demográficos de la población americana a la política exterior de las próximas décadas. Las gentes de color, los hispanohablantes, los asiáticos, que suponen, en conjunto, muchos millones de ciudadanos de Estados Unidos, han sido el alcaloide de la mutación sustancial de la nueva sociedad americana, no exclusivamente anglosajona, ni europea, en su predominancia actual de valores colectivos.

Cómo ha de influir ese cambio interior vertiginoso de la estructura de la comunidad estadounidense en su futura irradiación internacional, el algo difícilmente predecible.

En cualquier caso, el distanciamiento americano de Europa es visible y creciente. En Estados Unidos hay muchos que piensan que la corriente neutralista del occidente europeo y la constante intimidación soviética alejará a Norteamérica del compromiso incondicional de luchar por tan dudosos aliados. Es visible un cierto desinterés, una indiferente fatiga hacia los problemas europeos actuales, que se conocen mal y que apasionan poco al americano medio. Los grandes problemas exteriores que interesan realmente a la opinión, al Congreso, a los medios de comunicación son otros. Están centrados en la amenaza soviética, en el desarme nuclear, en la crisis de El Salvador y de Centroamérica, en la dura competencia comercial japonesa, en las tensiones de Oriente Próximo y del golfo Pérsico. Los países del occidente europeo son simplemente aliados. Unos aliados que parecen vacilar y sentir la intimidación cercana del otro gigante nuclear. Y por los que acaso, según algunos, no merezca la pena de arriesgar la seguridad de la fortaleza América.

La antigua relación prioritaria con Europa y con su tradición intelectual ha ido atenuándose de un modo gradual y decidido en los últimos decenios. La era del rock es abiertamente multinacional y plurilingüe. Su ajenamiento progresivo de Europa y de la tradición cultural del Viejo Continente es un hecho histórico de consecuencias todavía mal conocidas. Norteamérica es una sociedad, en ebullición, de dinamismo autónomo y cambiante. Europa ha de tenerlo en cuenta si no quiere quedar relegada a un papel secundario de nivel subalterno. En las raíces de Europa se halla la savia que hizo posible la eclosión de Norteamérica como nación y de Latinoamérica como comunidad de pueblos independientes. Las fuentes de la ideritidad europea son dos invenciones de su espíritu: la persona humana y la libertad política. A ellas ha de volver sus ojos Europa para impedir que los dos continentes se alejen el uno del otro a la deriva, con notorio daño para lo que tienen y defienden en común.

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