La ciudad como anticárcel
Esta ciudad, Madrid, su municipio, revisa el Plan General de Ordenación Urbana.Me resulta difícil imaginar un enunciado que, como éste, contenga tantos términos intragables para quien haya sentido alguna vez la libertad como "aquello que está más allá de lo meramente instrumental". Poetas y artistas -a los que, dada su disfuncionalidad, el propio Platón expulsa de la ciudad ideal- abundan en este sentimiento que es, por el contrario, extraño en funcionarios y administradores. E1,hallarlo en Juliano es lo que hace de él un político de excepción.
Efectivamente, no es fácil encontrar títulos que resuman tan a las claras la pretensión inquisitorial de "arreglar la vida a la gente" como éste -entre decimonónico y tecnocrático- que la vigente ley del Suelo nos propone.
Plan, ¡ya se sabe!, es algo que aspira a programar el futuro, lo cual supone un aplazamiento del presente; con general (dejando aparte las connotaciones militares) se aporta ese deseo totalizador (integral, le llaman ahora) que termina igualando las diferencias, gregarizando; ordenación, obvia decirlo, remite a orden, y éste al conformismo del "vivimos el mejor de los mundos posibles"; queda, pues, lo de urbano, siempre al margen de la urbanidad, como único término en el que podemos encontrar algo de corrosivo (la pimienta de Voltaire frente al empalagoso dulzor de Rousseau), sobre todo en el mundo en el que la idea de naturaleza, dominante, tiende a ocupar el lugar de Dios, y muy pocos son los que pasan de visitar el herbolario.
Sobran ya, se regalan en los quioscos, documentos y propaganda en los que se explican los criterios y objetivos con los que se pretende llevar a cabo tal revisión del Plan, así como la problemática a la que éste se enfrenta y las propuestas con las que se quiere superarla. Lo que a mí ahora me ocupa, dada la oportunidad, no es nada de esto, sino algo mucho más abstracto: especulaciones en torno a la ciudad, la sociedad, los individuos que la componen y las relaciones de transformación que se operan entre ellos.
Pues si muchos han sido los que han pensado que las ciudades hacen a los hombres mejores (a los que podemos decir partidarios del artificio), no son menos los que piensan que la ciudad los envilece.
Yo creo, más cerca de los primeros, que la ciudad debe hacer a los hombres más hombres, y que si tal cosa es (como ya veremos más adelante) hasta el presente dudosa, hay que achacárselo a que no se ha afinado lo suficiente.
Donde surge la dificultad -por la, hoy, diversidad de respuestas- es al tratar de aclarar qué es ser más hombre. Quizá haya, sin embargo, por debajo de las modas, algo que todos admiramos, aunque no siempre se diga: la generosidad y el valor en la acción, de quien no duda ante la sorpresa de un incendio repentino, frente a la pusilaminidad de la mayoría que contempla o se inhibe.
El hombre es, pues, en definición de Aristóteles, un animal ciudadano, que hace ciudad (como hace lenguaje), y ésta, a su vez, le hace a él.
Lúcidamente decía Sabater que "a veces, el inquisidor muestra, al hereje arrepentido, la ciudad por cárcel". Hay cierto tufillo (y de ello pueden dar buen a cuenta el, cada vez mayor, gran número de empresas que venden puertas blindadas y otras mil desgracias que los ciudadanos consumen con estoicismo y fruición) de que declinada ya la imagen de ciudad como fábrica y gran almacén se va imponiendo la de presidio.
Esta es, pues, la secuencia histórica reciente que ha recorrido la ciudad: de fábrica (lugar de acumulación acelerada de plusvalía) a gran almacén (comercio de este excedente), para ir concluyendo en presidio que ha de garantizar tal orden.
A la vista de este panorama, y admitida la influencia del medio urbano sobre los ciudadanos, parece más razonable situar la causa del envilecimiento no tanto en la mera existencia de las ciudades como en que éstas sean como son.
En un artículo magistral, De la cárcel como modelo para hacer ciudades (del que yo aquí robaré algo más que el título, aunque sólo sea para intentar su contrario), María Jesús Miranda nos recordaba cómo "lo social es lo que encarcela"; otro tanto se puede decir de la ciudad: lo social es quien la crea, el sujeto de su desarrollo, "lo social construye la ciudad". Pero lo social no surge del aire, dirán los deterministas, sino que a su vez es referible, como escalón irreductible, al modo de producción que le subyace.
Este modo de producción, que oponen a la voluntad social y a su proyecto es para ellos la causa final de la ciudad. Yo discrepo plenamente de este determinismo absoluto, pues tras el modo de producción siempre hay alguien diseñando las ciudades, alguien que, todo hay que decirlo, se apasiona o se aburre, crea o reproduce funcionalmente aquello que la inercia le había encomendado. Ello supone reconocer el importante papel, aunque no único, de la voluntad como sujeto activo y creador de la ciudad (aun a sabiendas de que será tildado de idealismo), sea esta voluntad expresión de las antiguas colectividades o de los actuales especialistas en urbanismo.
No obstante, es preciso señalar (para evitar el error de quien quisiera fijar un rumbo inexorable a tal cambio de las criaturas) que tal transformación, aun dependiendo de la voluntad, tiene (como todo lo humano y, por tanto, no absolutamente codificable) un alto grado de incertidumbre e indeterminabilidad.
Para profundizar en la naturaleza que reviste este acto creativo en la construcción de la ciudad me es preciso distinguir entre obra y producto.
Producto es aquello que más que cambiarnos nos reproduce infinitamente idénticos a nosotros mismos, pues surge de la repetición por inercia de los mismos ademanes. En el producto falta esa densidad creadora específica que tal vez se vertió en el prototipo, que se sirvió de modelo, pero que ya a él no le alcanza. De este impulso creativo está, por el contrario, sobrada la obra, y de él iremos recibiendo a lo largo de nuestro trato con ella.
Poco se me ocurre decir de cómo ha de ser tal obra, salvo que ha de tener magia, en sus calles se ha de respirar ese "aire que hace a los hombres libres" y que ha de inventar un modelo de convivencia (esto sí de forma inapelable) cuyo negativo es la cárcel.
Se habla ya, en jerga admiñistrativa, de participación popular en la revisión del Plan General de Madrid. Esta es (dentro de la estricta división del trabajo y sumada a la labor de los urbanistas profesionales) la marca de garantía que ha de legitimar la ciudad como producto social; producto que, en el mejor de los casos, ha de ser un perfecto valor de uso.
Sólo así, quizá, corrijamos la inercia de los tiempos. Ningún inquisidor podrá ya servirse de la ciudad como presidio, pues si bien éste puede llegarse a justificar desde la utilidad, desde el valor de uso, jamás lo será desde ese "algo más" del que tan poco sabemos. La ciudad como anticárcel, artificio que nos cambiará hasta hacer superfluas las cárceles, inútiles los inquisidores, lugar para la solidaridad radical que no sabe de pactos.
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