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La excursión

Este es el país de los extremos. Aquí no se sabía lo que era el fin de semana, pero ahora resulta que no podemos vivir sin él. Nos vamos este fin de semana, nos veremos después del fin de semana. La frase ha pasado de ser una definición cronológica a constituir un programa de sueños, desde los lúbricos a los simplemente lúdicos. Decía Woody Allen, hablando de las costuxmbres modernas: "Ser bisexual tiene una ventaja. Que cuando llega el fin de semana, las posibilidades de uno (o una) se duplican automáticamente". Los otros, los que no necesitan plan o han pasado ya de la época del plan, ven el fin de semana como la gran escapatoria al campo. Lo curioso es que los de Madrid, en esa ilusión bucólica, buscan lejos lo que está a su lado. Existe a diez minutos del centro una porción arbolada que se llama Casa de Campo a la que los madrileños apenas van, porque cuando no tenían vehículo estaba demasiado lejos, y ahora resulta demasiado cerca, en el sentido de que se llega en seguida y, entonces, ¿qué gracia tiene sacar el coche? Por eso los esforzados madrileños se encaraman en su automóvil y recorren cincuenta kilómetros, de desierto para encontrar árboles, parecidos a los que hermosean la Casa de Campo. Pero ¿quién va a ir en un domingo a la Casa de Campo? ¡Qué horterada.'Por ello vamos a hacer kilómetros. He notado que el automovilista que sale de excursión jamás se detiene para acampar cuando los acompañantes le sugieren que lo haga: "Mira, aquí hay un buen sitio", "Oye, fíjate que panorama para comer". Es inútil. Por cierta extraña asociación de ideas, el conductor siempre piensa que quien ha llevado el coche también sabe dónde detenerlo. El caso es que nunca lo hace cuando se lo aconsejan. "No, vamos un poco más lejos..., seguramente encontraremos algo mejor". Desmayadamente, los compañeros de viaje ven ir pasando deleitosas colinas, dulces praderas, suaves arroyuelos sin poderlos catar más que a distancia. Luego, el paisaje se va endureciendo; en vez de pradera y bosque hay ahora tierra dura y matas pequeñas. Empiezan las protestas; el conductor empieza a temer que se ha equivocado, pero ya o puede detenerse, al revés, acelera imaginando que más allá volverá la parte verde y, entonces, en la primera colina con árboles, se parará, claro que se parará. Pero no aparece nada más que tierra y más tierra, polvo y más polvo. Acelera más, pero también se acelera la queja de los familiares, porque la hora tardía esta llamando fuertemente a sus estómagos. Hasta que, por fin, el único mísero árbol de la llanura sobre los surcos agrietados ve llegar a la hambrienta familia mascullando protestas contra los testarudos que en el mundo existen.

Y aún ese quizá sea el mejor momento del picnic. Porque poco después, cuando han empezado los preparativos de todas clases -"allí, niños, detrás de aquellas matas. ¿No podíais pensarlo antes de salir de casa?-, ocurre el mayor de los desastres que una comida en el campo puede presentar algo grave causado por la ausencia de un objeto insignificante. Y, sin embargo, las precauciones se habían tomado. Es verdad que la lista de cosas para llevar, escrupulosamente redactada la noche anterior, había desaparecido misteriosamente unos momen tos antes de cargar el coche, lo que obligó a que todos los miembros de la familia usasen su memoria para aportar datos importantes. ¿Y la botella de agua? ¿Te has acordado del hornillo? ¿Y sal? Generalmente sucede que todos recuerdan la misma cosa y se olvidan también de la misma. Todos los caricaturistas del mundo han hecho hincapié sangriento en el olvido más típico del excursionista: el abrelatas. La comprobación de la falta lleva al grupo ya acomodado alrededor del mantel a reacciones siempre iguales: a) incredulidad seguida por una búsqueda exhaustiva por el interior del coche y alrededor del mantel, no dejando esterilla ni piedra por levantar; b) acusaciones mutuas sobre la responsabilidad de esa ausencia, acusaciones que pueden llevar a disgustos serios cuando el olvido de una persona se achaca a rasgos hereditarios, lo que produce la indignada intervención de los mayores, que hasta entonces habían permanecido en silencio; c) intentos de abrir la lata sin usar el utensilio específico a ello destinado. En esa tercera etapa se gastan las energías de los excursionistas, tanto en los intentos físicos como en la selección de los epítetos más violentos contra el obstinado recipiente. El espectáculo es penoso. Yo conozco, por experiencia propia o confesión ajena, las frustraciones que más daño pueden producir a un individuo, desde el fracaso repetido en las oposiciones a las reiteradas negativas de la mujer de quien está uno enamorado, pasando por ese ascenso administrativo que, año tras año, iba a llegar y nunca se obtiene. Pues bien, todo ello no es nada comparado con la frustración de intentar abrir una lata de conservas (como diría Tierno Galván), ora de sardinas, ora de escabeche, ora de almejas, mejillones, bonito, etcétera. No hay plaza fuerte, Numancia, Alcázar de Toledo, Gerona y Zaragoza combinadas, que represente algo más inexpugnable. A una lata se le puede golpear, acuchillar, hacer rodar, pisar, incluso aplastarla bajo las ruedas del coche. Es inútil. Tras cada violencia, la lata emerge abollada, sucia, polvorienta, pero básicamente incólume, fiel a su misión, que es la de permanecer dignamente cerrada hasta que se la intente abrir por el sistema adecuado, el sésamo preciso, que, en este caso, es un ridículo instrumento metálico de apenas unos centímetros de largo con una rueda dentada, o la simple curvatura en uno de los extremos. Siempre ganará la batalla, y el grupo de hombres y mujeres acabará tirando la toalla y arreglándose con los alimentos que siguen a su alcance.

Después... Todo puede olvidarse en una excursión, incluso el drama de la lata y la jornada transcurrirá placenteramente (no es cierto que siempre haya hormigas o toros) entre juegos y coros más o menos desafinados. Hasta que el jefe de la familia levanta un índice imperativo para reclamar la atención. Hay que empezar a recogerlo todo para ponerse en marcha. Protestas e insistencia del padre. "Lo siento, pero tenernos que irnos ahora. Es la única manera de evitar la caravana que se va a armar más tarde para volver a Madrid".

Refunfuñando, se reúnen los paquetes y se van guardando en el maletero. El coche se pone en marcha. A los pocos kilómetros se encuentran encajonados entre centenares de automóviles, y la velocidad baja de ochenta a treinta por hora, hasta llegar a la detención. Son los coches de los excursionistas que han decidido sabiamente salir antes para evitar la caravana y el embotellamiento.

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