El 'doping', entre el bistec y la digitalina
El Mundial-82 ha convocado esperanzas, equívocos y asombros. Ha reunido también a una treintena de especialistas en control antidoping. Su misión será, al parecer, estudiar varias hipótesis de doping. El tema es fascinante, aunque muchos aficionados, por falta de información, acostumbran a regar fuera del tiesto.Existe la creencia, muy generalizada, de que en algún sitio de este planeta -Hong Kong, Los Angeles, La Barceloneta, La Haya, Chamberí, ¿quién sabe dónde?- existen unos polvos, un zumaque, un alimento, una pastilla, en fin, algo capaz de transformar una medalla de bronce en plata o de convertir ésta en oro. Tal idea nace allí donde se instala un podio al cual va a subir un atleta ganador, ya sea femenino, masculino o de sexo indeterminado, pues para esto están las hormonas.
El fútbol no escapa a esta sugestión. En 1952, después de que Jair le quebrara una pierna al defensa argentino Salomón, se destapó el frasco; las jeringas funcionaban en el vestuario carioca que era una delicia. Impresionados por ese monstruo de 100.000 cabezas que es el público, a muchos futbolistas les atenaza un terror pánico que se transforma en colitis y vómitos antes de salir al campo. La solución suele ser una misteriosa pastilla que se disuelve bajo la lengua. Para muchos periodistas, la explicación del enorme aguante físico de ciertos jugadores es precisamente esta píldora mágica.
Las leyes de algunos países condenan a prisión a los deportistas que emplean drogas. La pena puede ir desde un mes de cárcel a tres años de reclusión. También se castiga a quien suministra la droga al deportista. Pero, curiosamente, esas leyes no aclaran qué es el doping.
Parece ser que la palabra viene del holandés doopen, de doop, es decir, un líquido espeso que se emplea para lubricar o estimular. Fueron los holandeses, a través de la Inmigración, quienes introdujeron, hace veinte años, tal palabra en los hipódromos norteamericanos. Pero entonces el doping se aplicaba solamente a los caballos de carreras, nada más que a ellos. Las asociaciones deportivas de Estados Unidos supusieron, y supusieron bien, que el doping no tardaría en llegar a los competidores humanos y alertaron a todos sus afiliados. Pese a ello, después de un siglo y pico, resulta muy complicado definir qué es el doping y, más aún, controlarlo. Y es precisamente entre los cuidadores de caballos de carreras donde se encontró una fórmula de una terrible eficacia. Ellos dicen: "La butazolidina es una droga porque nosotros decimos que es una droga, y si lo decimos nosotros, que somos los dueños de los caballos, no hace falta que vengan a explicarnos qué es una droga". Mucho me temo que esta definición del doping no sea muy científica, pero ¿existe fórmula mejor para meter entre rejas a un señor que se pasea por la Zarzuela, un domingo por la tarde, en la quinta carrera, con una jeringa en la mano ... ?
Las nuevas drogas viajan en jet y las leyes deportivas lo hacen en un Ford desvencijado, por lo que los médicos se encuentran desamparados a la hora de diagnosticar con exactitud. Jugando el Peñarol de Montevideo contra el Estudiantes de la Plata, de Buenos Aires, los uruguayos, en el segundo tiempo, dieron espectacularmente la vuelta al marcador, cosa nada extraña por la famosa garra charrúa. Pero lo raro era el estado físico de los jugadores: corrían como liebres, saltaban como gacelas y parecían tener tres pulmones. Dos jugadores uruguayos, Omar Caetano y Julio César Cortés, pasaron por la prueba médica y los análisis demostraron "la existencia de una sustancia desconocida y rara". Nadie sabía qué era, pero se trataba de: la ibogaína, que los africanos usan en la selva para no dormir durante tres o cuatro días seguidos en las épocas de caza. La Comisión Nacional de Educación Física recomendó seis meses de suspensión para Caetano y Cortés, pero un mes después, el presidente Pacheco Areco levantó la suspensión, pues ambos jugadores estaban seleccionados para el IX Campeonato Mundial de Fútbol. En materia de doping es una enormidad lo que se ha adelantado. El cronista Milón de Crotona ha dejado para la posteridad el régimen distético de los atletas del siglo IV antes de Jesucristo, unos ebúrneos y musculosos efebos que aspiraban al laurel, que era lo único que se les subía a la cabeza a los olímpicos de aquellos tiempos. Los saltadores, por ejemplo, se hartaban de carne de cabra, los lanzadores del discóbolo devoraban carne de buey. Los luchadores, muy numerosos y menos selectivos, para decirlo en lenguaje actual, corn`lan cualquier clase de carne con tal que contuviera mucha grasa. Milón, en materia de estímulos, tan sólo menciona la carne.
Siglos después, las cosas cambiaron. El afán de ganar ha sido siempre una constante en el deporte, pero las razones que se aducían eran antes, si se me permite decirlo, más emotivas. Hace cincuenta años, cuando un entrenador aleccionaba a sus pupilos, les decía: "Muchachos, salid a ganar. Tenéis que hacerlo por la patria, por vuestra madre y por la gente amiga del barrio". Si algún jugador salía del campo llorando como una Magdalena por no haberlo logrado, nadie se extrañaba de ello. Hoy el jugador está presionado por el dinero, por los dirigentes, por los técnicos y por el público. A cambio, exige mucho dinero, cosa que me parece muy bien, y cuando la caldera está a punto de estallar, recurre al doping, cosa que resulta fatal para su vida útil como jugador y para su salud.
La cuestión es muy complicada, pues el dinero, factor común en el campo profesional o amateur, es siempre el primer galán de la comedia. Los directivos y los jugadores están convirtiendo el dinero en la más potente de las anfetaminas, pero como el dinero no se puede inyectar, se recurre al doping. Las anécdotas al respecto consumirían volúmenes.
- "Fue un durísimo asalto", cuenta Robert Cohen rememorando su pelea con el siamés Songkitrat, "y en el round trece no tenía piernas. Al volver al rincón le dije a mi manager, Bobby Diamant, que tirara la toalla. 'Bebe esto', me dijo. En el round catorce el árbitro me levantó el brazo y yo era campeón del mundo. No me pregunten cómo regresé al vestuario, porque no lo sé. Lo único que puedo decir es que en la cumbre de mi fama yo había terminado mi carrera. ¿Qué bebí? Todavía estoy preguntándomelo".
En 1932, y en los Juegos Olímpicos de Los Angeles, los nadadores nipones barrieron todos los cronos. En 1.500 metros, Kitamura establece en crawl un récord que tarda veinte,años en superarse. Lo malo fue que la delegación japonesa olvidó en los vestuarios unas botellas con trinitrina, un estimulante cardiaco.
En 1960, el doctor norteamericano John Ziegler comprueba que los atletas soviéticos estaban ingiriendo hormonas. Como contraataque, él suministra a sus muchachos esteroides anabólicos. Los levantadores de pesos del Barbell Club de York, Pensilvania, pensaron que, si una pastilla daba buenos resultados, con seis se arrasarían todos los récords. Muy poco tiempo después, la consulta de Ziegler no daba abasto para atender a atletas del Barbell, todos con problemas prostáticos, más tres casos de atrofia testicular.
El fallecimiento del ciclista
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Thomas Simpson demostró no sólo que las drogas suelen rechazar los primeros auxilios, sino también que este es un tema en el que no se sabe bi.en dónde está la frontera. 'Tamos a ver, señores", inquiría el doctor Kay Dooley, de Pomona (EE UU), "¿qué diferencia existe entre enyesar la rodilla de un atleta o suministrarle esteroides? El yeso y la droga tienen el mismo objetivo: ayudar al deportista a mejorar sus marcas". En un ciclo de conferencias auspiciadas por la Unesco (Bélgica, 1964), tras escuchar los más fuertes y documentados alegatos contra la droga y el doping, Ernest Jokl, director del Instituto Alemán de Medicina del Deporte, se levantó y se puso a chillar: "Colegas, ¡basta de estupideces! Nos hemos reunido aquí para hablar sobre el doping, y ustedes están pontificando sobre la escolástica de la Edad Media. Cuatro costillas de buey tragadas por un lanzador de martillo pueden acusar una sustancia fisiológica, que aquí calificaríamos como anormal, y si es anormal, entonces también podemos demostrar que una sobredosis de carne es droga".
El doctor J. Ariens, profesor holandés, propuso una solución: "Dejemos que cada atleta ingiera lo que quiera, siempre que nosotros podamos ejercer el control". Los doctores de la Unesco todavía tenían que escuchar algo más: "Estamos en una época en que los deportistas son vendidos, traspasados, importados y exportados; son una mercancía obligada a rígidas sesiones de entrenamiento, y puedo aportar todos los datos que ustedes deseen de atletas que practican nueve horas por día. O aceptamos esto como una verdad, o aquí estamos perdiendo el tiempo".
Intuyo que la tesis de Ariens entierra a la hipocresía, pero creo también que tal teoría trastroca el fin del deporte. Debe existir misterio, y también una rivalidad noble que el encuentro tiene que despejar. Esto es tan válido para el actor y el deportista como para el espectador, el público. El drama del resultado se mantiene si el deportista apela a su carácter, a su voluntad, a su habilidad. Si todo no es más que una cuestión de droga, entonces el drama, la habilidad, la voluntad y el misterio se convierten en una farsa, pues se han cambiado las reglas del juego, sustrayéndo le el sentido agónico a la competición. El doping deja así a los espectadores sin la esencia del deporte.
En los Juegos Olímpicos celebrados en Londres en 1948, los maratonistas Delfor Cabrera, argentino, y Etienne Gailly, belga, disputaban los últimos metros de la carrera. Unos instantes después que Cabrera cruzara la meta como ganador apareció Gailly detrás de él, pero no se detuvo, continuó dando vueltas a la pista una y otra vez. Cabrera, con otros maratonistas, se pusieron a su lado y, con mucha suavidad, lo empujaron hacia un costado, lo dejaron en el suelo. Gailly continuaba braceando y moviendo las piernas en una ridícula carrera con final cierto. Lo llevaron al hospital y allí murió horas después. Cabrera comentó: "No se veía, pero Etienne corría con la jeringa clavada". Luego amenazó al periodista: "Si usted publica eso, primero lo niego y luego le llevo a los tribunales". El pobre periodista dudó, pero finalmente decidió dejar las anfetaminas y, tristemente, se tomó dos comprimidos de Valium. Y la farsa continúa.
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