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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Amarguras y esperanzas europeas

LAS ESPERANZAS que suscitaba la idea de una Europa común y unitaria cuando se firmaba en Roma el tratado -hace veinticinco años- eran mayores que las que se tienen hoy. Entonces había aún en las poblaciones un cierto sentimiento de generosidad y de amplitud, que había desplegado el esfuerzo general de la guerra ideológica -contra el nazismo, por una democracia comprensiva-, y aunque el tratado nacía ya con la hipoteca de unas nuevas razones de guerra fría que no todos comprendían en los seis países iniciales, la ilusión de una filosofía en la que se relacionaban mitologías antiguas y creencias contemporáneas ayudan a dar unos pasos difíciles y vacilantes. Se había querido hacer, en otros tiempos, una gran Europa imperial, napoleónica, basada en hegemonías y hechos militares -como, a fin de cuentas, se había formado la etapa inmediatamente anterior, la de las nacionalidades-; se trataba en 1975 de fundarla sobre unas comunidades libres y voluntarias que aceptaban unas disminuciones relativas de personalidad en beneficio de unas suposiciones comunes, en las que entraba primordialmente un factor económico, pero suficientemente envuelto en ideales generales y humanistas.Probablemente hubo algunos errores de partida. En un principio se trató realmente de una mera administración de los fondos del Plan Marshall en 1948 y por apremiantes sugerencias de Washington (la Organización Europea de Cooperación Económica); más tarde vendría la Comunidad Europea del Carbón y del Acero -tan limitada-, y cuando surgió el Mercado Común en el Tratado de Roma, la urgencia y la necesidad de la institucionalización comenzó a pasar por alto verdaderos obstáculos. Sería el principal la diferencia de puntos de vista entre los adversarios de la idea de supranacionalidad y sus defensores: se fraguó un compromiso, y los compromisos siempre dejan secuelas. Las estamos viviendo. El verdadero Mercado Común no ha llegado nunca a existir, a pesar de la Unión Aduanera de 1968, y las previsiones de fiscalidad común y libre circulación de capitales y personas siguen teniendo notables restricciones. Más aún en estos momentos, en que la crisis general hace que cada país tema la exportación de parados, inflación y problemas del vecino.

La generosidad de la posguerra se ha desvanecido. Atraviesan Europa corrientes de alta tensión que carbonizan muchos ideales. No sólo se están recuperando Ios nacionalismos que cada día van más en contra de cual quier proyecto de supranacionalidad, sino que los mismos Estados sufren convulsiones de subdivisión, tirones de sus minorías internas, más o menos disfrazadas de problemas lingüísticos -como en Bélgica-, de descentralización -como en Francia- o de religión -como en el Ulster-, y aún hay otra capa de conflictos que se plantean como grupos económicos: los que enfrentan a los campesinos franceses con Italia, con España o con los productos de Marruecos. En el mismo centro de la estructura, los problemas de contribución y retirada de beneficios -como los que suscita el Reino Unido- son amenazadores, y por encima está el gran problema de Estados Unidos, sin los cuales probablemente no existiría la organización, pero los cuales, a su vez, la ahogan. Problemas de defensa entregados a otra organización -la OTAN- y también sometidos a su comunidad con Estados Unidos, y problemas de mayor vuelo, como el del embrión de unanimidad por encima de las fronteras ideológicas como el que se intentó con la Conferencia de Seguridad y Cooperación en Europa, tan angustiada en la etapa que acaba de pasar en Madrid, dificultan más que ayudan a la idea general paneuropea. Además de todo ello, ciertos partidos y sindicatos denuncian a la Comunidad por haber logrado mejor la unidad de las industrias y las empresas que la de los trabajadores y los meros ciudadanos.

El balance es inquietante. Pero no enteramente. Quien viaje frecuentemente por los países de la Comunidad puede advertir que hay, a pesar de todo, un sentimiento de ciudadanía europea, un intercambio eficaz de culturas, de información, de técnicas. Tal vez sea un fenómeno que va más allá de lo previsto y de lo organizado: un fenómeno de aldea global que predecía -ya en posesión de bastantes datos para ello- McLuhan. Algo muy perceptible, y en lo que habrá que profundizar y perseverar, aunque tenga por ahora más de iniciativa espontánea que de verdadera organización.

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Con todas sus dificultades actuales, con las desconfianzas crecientes -ahora entre Francia, Alemania y el Reino Unido- debe llegarse a la conclusión de que es mejor una Europa concebida con todas las limitaciones en el Tratado de Roma que un regreso a la etapa anterior: hoy ya parece inconcebible que cada nación europea trabaje por y para sí sola en concurrencia con las demás, entrelazando pequeñas alianzas bilaterales o trilaterales: semillero de guerras, como sucedió hasta 19451. El desmigajamiento actual, incluyendo los problemas autonómicos y de sectores determinados de producción, puede concebirse como una etapa; sobre todo, como una defensa en momentos de crisis. Y como una forma de respeto debido a las minorías, como requiere el espíritu común de la democracia -forma también que parece insustituible para la formación de un espíritu europeo-; en cambio, están ciertas posiciones comunes con respecto, por ejemplo, a rasgos demasiado unilaterales de la política, la economía y las finanzas de Estados Unidos -que a su vez estaban atravesando una etapa atípica con la presidencia de Reagan y el cegado deseo de retorno a la época anterior a Roosevelt- o en sus necesidades de negociar directamente con países del Tercer Mundo. Ha dicho Schmidt hace un par de días que la democracia es régimen que reconoce la existencia de los conflictos, si bien se caracteriza por su obligación de resolverlos sin sangre ni violencia. La Comunidad Europea es una gran entidad de principios democráticos que lleva consigo sus conflictos, y que ahora atraviesa por una etapa donde estos conflictos se han agudizado. Pero resulta inconcebible una verdadera Europa sin ella y sin los países a los que el egoísmo que sustituye a la generosidad anterior trata de dejar fuera.

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