El pobre del 'metro'
Antes se llamaba mendigo, personaje importante ;al heredar nosotros de los árabes el respeto a quienes había forzosamente que dar (obligación coránica) para ganarse el cielo. Ese tinte religioso es el que explica que el viejo español fuera el único del mundo occidental que se excusara con el pobre al no dar limosna llamándole asombrosamente hermano al que se le aplazaba la entrga: "Otro día será, hermano", o lo que hoy nos parece más sarcástico, aunque ellos lo encontraran natural, devolviendo al Sumo Hacedor la misión de resolver el problema: "Dios le ampare".Cuando yo era niño encontré en mi casa unas lecturas literarias de primeros de siglo entre las que había un ejemplo de esa connotación religiosa. Se trataba de un muchacho que echaba una moneda desde el balcón a un pobre; apoyado en el ripio, el poeta hacía que su padre le recriminara.
Pero su padre, hombre humano, le dijo: "¿No te sonroja?, la limosna no se arroja, se besa y se da en la mano".
Aún hoy lo hace el musulmán pobre cuando le dais algo en Fez o en El Cairo; el beso sacraliza de alguna forma el dinero; ese gesto permite que la entrega sea algo más que subvenir a una necesidad, que establezca un vínculo entre donante y donado, un puente entre dos grupos sociales, que, por otra parte, se consideraba muy justo que estuvieran separados. Durante siglos, la conformidad ha sido absoluta: "¿Cómo vamos a luchar contra la voluntad de Dios?", y la extrema diferencia en la escala económica era tan natural con el frío del invierno y el calor del verano.
El 'mendigo' de Espronceda
Creo que fue Espronceda el primer español que intuyó el dramatismo de ese encuentro fugaz entre quien tiene de sobra y quien no alcanza a vivir, y lo expresó en su poema El mendigo. Al protagonista no le basta con obtener unas monedas, Lo que le encanta es afrontar al rico, mostrándole, sólo con su presencia, la desigualdad humana de la que se aprovecha diariamente. En otras palabras: aguarle la fiesta.
"Mal revuelto y andrajoso / entre harapos, / del lujo sátira soy; / y con mi aspecto asqueroso / me vengo del poderoso / y a donde va, tras él voy".
Se trata simplemente de mostrar la infelicidad ajena para que nadie pueda gozar de la propia.
"Y las fiestas / y el contento/ con mi acento / turbo yo, / y en la bulla / y alegría / interrumpen / la armonía / mis harapos / y mi voz".
Probablemente esa sensación de incomodidad estaba más en la idea personal de Espronceda que en la realidad; a la sociedad clasista del primer tercio del siglo XIX, aparte de algunos pocos idealistas le parecía que el mundo estaba bien organizado y que todos tenían más o menos lo que se merecían. Hoy, evidentemente, no. Sigue existiendo como entonces una diferencia abismal de forma de vida entre las clases extremas (no en las zonas intermedias de la sociedad, mucho más homogénea que antes en las posesiones físicas), pero ya no hay seguridad entre los pudientes de que ello sea lógico ni justo. Lo noto porque el espectáculo de la mendicidad, que sigue siendo tan desagradable físicamente como en el tiempo de Espronceda, no provoca mayor protesta en los medios de comunicación ni en los círculos sociales. Se habla, sí, de que es una pena, que realmente no debería existir, pero lo decimos vaga y lejanamente.
La incomodidad del espectáculo
Todos parecemos un poco incómodos ante el hecho evidente de que ese espectáculo lo haya provocado nuestra insuficiencia organizativa, nuestra incapacidad de resolver los problemas básicos mientras triunfamos en las más difíciles tareas. Como se ha dicho mil veces, nos resulta más fácil enviar un hombre a la Luna que dar de comer a todos los que comparten nuestro planeta. Eso, los pobres de hoy lo saben; saben de nuestra incomodidad, y nos la echan en cara con sus escritos. Porque esta es otra novedad. El pobre de antes pedía en voz alta o baja, pero pedía aludiendo a la caridad cristiana que suponía inherente a toda persona honrada. "Una limosna, por amor de Dios", prometiendo una recompensa lejana: "Que Dios se lo pagará". El pobre de ahora, en cambio, exhibe una pancarta en la que hay un mensaje breve y duro como un cañonazo. "Estoy sin trabajo", a lo que puede añadir: "Tengo unos hijos", en mayor o menor número, según sea alta la familia o su imaginación, pero este es detalle accesorio; lo importante es la comunicación telegráfica, que el transeúnte traduce así: "Tu sociedad, vuestra sociedad, me ha dejado de lado; ha fallado totalmente en lo que a mí concierne. Vosotros coméis, y yo no. ¿Por qué?"
Los carteles
Observando a la gente leer esos toscos carteles sobre cartón, papel o tela, con letra redondilla o torpe en que algunas veces se desliza una falta de ortografia quizá voluntaria ("¿Veis?, tampoco me habéis dado la oportunidad de aprender a escribir correctamente"), noto que eso produce una desazón en los transeúntes, una sensación de culpabilidad que les obliga a no querer ver en muchos casos que el hambriento está sospechosamente rollizo y con buenos colores; que el hijo está sospechosamente inmóvil para su edad, hacíendo pensar eii la droga calmante, y que además la crisis llama también a sus propios bolsillos. Da igual. No mira, no observa, sólo siente, y las monedas de una y cinco pesetas caen sordamente sobre la manta o ruidosamente en la caja. El hombre casi nunca dice gracias. Se limita a estar dentro de su personaje, a mantener su papel de acusador mudo; no tiene que agradecer nada, porque si él recibe también os da algo en cambio. No el paraíso, como sus antecesores prometían, pero sí la sensación de reparar en la medida de lo posible la desigualdad que nosotros hemos creado. En el fondo os está haciendo un favor, ¿para qué testimoniaros gratitud?
Mendigo, pobre de pedir, pedigüeño, hampón, precito... El que pide hoy en la boca del metro no se encuentra en ninguno de esos nombres. Simplemente se considera un acreedor que os presenta una letra -la pancarta- para que cumpláis con vuestro deber, la paguéis y podáis dormir tranquilos.
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