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Con Dalí, en Port-Lligat

La visita a Salvador Dalí tiene como preámbulo necesario y como preparativo estético el camino dificultoso que lleva desde Figueras a Cadaqués por una carretera serpenteante que no fue abierta hasta comienzos de siglo. Cadaqués había sido en otro tiempo un lugar tan aislado que el acceso sólo era posible por mar, pero había gozado, sin embargo, de una vegetación ahora prácticamente desaparecida. Fue la filoxera la que acabó con las viñas de otro tiempo, y el hombre, el que taló los bosques. Ahora, el camino hacia Cadaqués resulta presidido por los bancales pizarrosos que sostienen sarmentosos olivares, en el atardecer convertidos en espectrales imágenes plomizas. Es el paisaje de siempre de la obra de Dalí, tan revolucionaria en tantos aspectos y, sin embargo, tan embebida, como decía José Pla, en graníticas reminiscencias tradicionales. Más daliniano es todavía el descubrimiento de Port-Lligat, en donde el paisaje se ha convertido en pura pizarra desgarrada y la misma superficie del mar aparece al atardecer nimbada de una aureola mineral y mágica. Dalí ha escrito en repetidas ocasiones sobre Port-Lligat y, sobre todo, lo ha pintado. Ha dicho que es uno de los paisajes más áridos, minerales y planetarios de la superficie de la Tierra. Durante el día, con la luz del Sol, está poseído de una alegría salvaje y amarga, y al caer el Sol se convierte en inquietante y morbosamente triste.La casa de Dalí cuelga de una ladera, mostrando el color blanco que destaca sobre la superficie pizarrosa. Es una acumulación de espacio sucesivamente conquistado por el pintor para su vida. En el interior, después de un vestíbulo presidido por un enorme oso disecado, un laberinto de escaleras que llevan a las habitaciones, espacios compartimentados presididos por una lógica evidente, pero no por ello menos sorprendente para el visitante. Y, dominándolo todo, un gusto en la decoración que da la sensación de un todo cerrado sobre sí mismo, producto probablemente de los recuerdos, las ideas fijas y las obsesiones de los propietarios de una mitología personal difícil de descifrar, pero perfectamente coherente y, desde luego, siempre presente en cada uno de los cuadros del maestro. Dalí recibe en un cuarto oval de paredes encaladas recorrido por una especie de bancal cuajado de pequeños almohadones. Para llegar al salón oval es necesario pasar previamente por un cuarto de baño.

En su presencia, y con la mente puesta en su obra, se deshacen al instante las imágenes estereotipadas que de algunos medios hemos recibido. La imagen, por ejemplo, del Dalí acabado como pintor en 1938, cuando rompe con el grupo superrealista, imagen que le ha convertido, a los ojos de una cierta izquierda, ni siquiera divina, en un bufón cuya subversión no es nada más que aparente a través de la explotación de ciertas fórmulas. Para ella, Dalí siempre ha dado una respuesta precisa: frente a los revolucionarios de papel higiénico, su pretensión es conquistar lo irracional, aplicar la mayor furia de precisión al mundo de la imaginación y de la irrealidad. La justicia de este Dalí presuntamente desaparecido en 1938, si necesario fuera, se probaría por el hecho indudable de hasta qué punto ha sido precursor de movimientos corno el hiperrealismo.

El segundo mito erróneo acerca de Dalí es el de su personalidad, que ni es extravagante ni, por supuesto, primaria. Su voluntad de crear la expectación integral y absoluta en torno a su persona, él mismo la ha explicado. Nos ha dicho que lo "irracional surge constantemente de nuestro espíritu, pero que no sabemos percibirlo". El ha tratado de crear la expectación alrededor suyo, obligando a que los demás aceptaran como natural los excesos de su personalidad, descargándose de sus propias angustias y creando una especie de participación colectiva en sus excesos. La presencia de la infancia y la primera juventud en los textos literarios y en la obra pictórica de Dalí no hace sino remitirnos a lo que es una enorme vocación para la egolatría que antaño descubriera otro gran ampurdanés como es José Pla.

El tercer y último mito que rodea la personalidad de Dalí es el de su supuesta y maquiavélica intención de crear alrededor suyo una enfebrecida atención publicitaria por la sucesión de acontecimientos impensados. Tal actitud no tiene, en cambio, un propósito promocional voluntariamente intentado. En el fondo de Dalí, y con frecuencia también en la propia superficie, hay una cierta sensación permanente de fragilidad. Uno de sus admiradores, el escritor Julien Green, definió a Dalí como un niño pequeño al que la vida hace daño. Su propio padre decía de él que carecía por completo de sentido práctico. Esa fragilidad le ha proporcionado con frecuencia los inevitables disgustos que da la vida cotidiana a quien es inhábil ante ella.

Pero todos estos son no los mitos de Dalí, sino los mitos sobre Dalí. La realidad solvente sobre nuestro pintor es que ha desempeñado un papel decisivo, como muy pocas personas, en la vanguardia artística mundial de comienzos del siglo XX, y que es no sólo un pintor del inmediato pasado, sino que en el próximo futuro figurará en un lugar de honor cuando se vaya a escribir sobre la historia de la pintura. Afortunadamente, gracias a su generosidad, recuperamos un día a Juan Miró; en el año del centenario, estamos recuperando para la tradición intelectual española a Pablo Picasso. Es ya hora de presentar en España una magna antológica de Salvador Dalí, que nos descubra su papel en el arte contemporáneo. Porque, en el año de la llegada del Guernica a España, es preciso recordar que, probablemente, el segundo gran cuadro pintado en relación con la discordia civil de los españoles en los años treinta procede de las manos, siempre sabias, de Dalí. Se llama Premonición de la guerra civil y, representando una sangrienta escena de autoestrangulamiento de extrañas formas entre vegetales y humanas, nos muestra bien claramente esa discordia civil que nunca los españoles deberíamos repetir.

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