Sobre el placer de escribir
Una vez, un crítico literario catalán, que es famoso incluso en el extranjero, me dijo con aire paternal: "Montserrat, nunca serás una buena escritora, pues no eres ni drogadicta, ni estás alcoholizada, ni eres lesbiana".En aquellos tiempos, yo hacía bastante caso al crítico en cuestión; entre otras cosas, porque era más alto que yo y hablaba tres o cuatro lenguas correctamente. Así que durante unos días perdí el sueño. Me gusta beber alcohol, sobre todo vino y champaña; pero si bebo demasiado me arrepiento al día siguiente, por quedarme el hígado como un estropajo. He fumado porros alguna vez, aunque no siento lo que dicen que hay que sentir, o sea, musiquillas celestiales mientras se flota en una especie de arco iris, dicen que real. Y estoy enamorada sólo platónicamente de alguna mujer que yo me sé. Total: un desastre como escritora.
Otra vez, el novelista Juan Benet me afirmó, muy convencido, que, si era necesario, uno debía violar a su propia hermana para poder llegar a escribir bien. Me pasé una temporada preguntando a los escritores más o menos cotizados por qué escribían, y casi todos me miraron azorados ante tal tontería. Y es cierto: la pregunta es de lo más tonta, y no lo he comprendido hasta que me la han empezado a hacer a mí. Sin embargo, algunos escritores menos precavidos me elaboraban, sin darse cuenta, la sublime teoría del sufrimiento. Es decir, ellos eran artistas y creaban porque sufrían como locos en este maldito mundo de desdicha, y la angustia les afloraba con verbosidad por la boca entre trago y trago de whisky. Claro que esta angustia y esta profundísima sensibilidad no les privaba de mirar con cierta altanería al camarero fantasma que les servía el bourbon de turno.
Con los años he ido aprendiendo que nadie puede contestar por qué escribe. Ni por qué se escribe bien o mal. No me sirve la teoría de la violación a la her-
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mana -pues el incesto no satisfecho es más viejo que la literatura escrita-, ni tampoco que las drogas, el alcoholismo o el homosexualismo sirven para escribir bien. De ser así, los sanatorios y manicornios estarían llenos de genios desaprovechados.
Vargas Llosa, impregnado de un sentido flaubertiano de la vida, cree que los escritores son como cuervos que se alimentan de la carroña de la infelicidad humana. En este sentido, todos los chismosos son cuervos y prefieren mil veces que le pasen desgracias al vecino antes que verle feliz. Pero no estoy muy segura de si todos sienten el ansia de escribir. Aunque, en parte, quizá esta definición se aproxime más a la realidad. Ya sé de tres personas que pretenden escribir un libro sobre el famoso crimen de la señora Vilá y sus hijos. Y también de un director de cine que ha patentizado el tema.
Sin embargo, sigo pensando que pocos escritores se atreven a reconocer el placer que comporta escribir. Placer variado, que va de la venganza a la sublimación. Pero no deja de ser un privilegio. Graham Greene afirma que escribir es una forma de terapia y que a veces se pregunta cómo se las arreglan lós que no escriben, componen o pintan para escapar de la locura, la melancolía, el terror pánico inherente a la situación humana. Yo creo, si me permiten, que se las arreglan de diversas maneras y que hay gente que sabe hacer de la propia vida una obra de creación. Pero esto ya es otro tema.
Alguna vez, con desenfado -pecado mortal en este país-, he dicho que mis comienzos fueron fáciles porque había que publicar en catalán, y que todo lo que salía en esa lengua y de las nuevas generaciones era bien recibido, pues había que sobrevivir como lengua y como cultura. Acuñé el epíteto de "niña mimada de las letras catalanas", y esta frase, que servía para distanciarme de toda trascendencia en cuanto a mi oficio, ha salido profusamente en todos los periódicos y revistas de lo que en Madrid llaman provincias.
Quizá lo que menos se perdone en este país, donde abundan tanto las catedrales góticas oscurísimas y el sentimiento trágico de la vida mal repartido, es que haya quien afirme que eso de escribir es un placer y un privilegio. No hay por qué contar las horas que una se pasa ante la máquina de escribir patéticamente muda, porque puede ser tan terrible como las horas que un médico pierde intentando descifrar un diagnóstico incomprensible. No todo es sublime en la vida, ni el sufrimiento de los escritores es más estético porque se le eche más dolor. Aprendí algo de ello cuando en la mezquita de Córdoba vi cómo los árabes habían pensado en aprovechar más la luz del día a través de espacios abiertos al aire y al sol.
A veces me pregunto por qué sólo son grandes temas en literatura la muerte o el paso del tiempo, mientras que la felicidad, siempre fugaz y efímera, pero no por ello menos luminosa, sólo queda para los mediocres seriales de la radio. En fin, con el tiempo he aprendido que ni el alcoholismo, ni las drogas, ni la homosexualidad no sentida son acicates imprescindibles para escribir bien. Y quizá no sean más que sucedáneos para los que no logran hacerlo. La única droga que no mata, el único amor que no te traiciona, el único alcohol que no te estropea el hígado, es la literatura. Lo único que te da la posibilidad de expresar los sentimientos más oscuros, más sórdidos y más sublimes al mismo tiempo. Y, cuando lo haces, te das cuenta de que no tienen tanta importancia.
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