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Virginia Woolf cumple cien años

Virginia Stephens nació el 25 de enero de 1882 en el barrio de Kensington, en Londres, en 22 Hyde Park Gate. A los trece años muere su madre, y a los veintidós, su padre, Sir Leslie Stephens, un afamado intelectual, y entonces se va a vivir a 46 Gordon Square, en Bloomsbury, a unos metros del Museo Británico, y allí, en sus alrededores, se va congregando un grupo de escritores y artistas que hicieron de la vida una mutua idolatría estética.En 1912 se casó con Leonard Woolf, y poco después se agravan sus estados depresivos que habían surgido ya en el verano de 1895, al morir su madre. Escribe ocho novelas y más de una treintena de libros de otros géneros. Frecuenta la compañía de E. M. Foster, T. S. Eliot, Keynes, Bertrand Rusell y Strachey, entre otros. Su éxito es notable, pero ella vive en una amarga desolación interior, no sabe afrontar la realidad, encerrada en su castillo feudal de sensaciones difusas y alucinantes: períodos de excesiva nitidez suceden a otros de profunda desesperación. No sabe vivir. No consigue tampoco, como míster Ramsay, "llegar al faro"; se identifica como míster Dalloway, con ese joven que había estado en el Ejército, Septimus Warren-Smith, cuyo suicidio se le anuncia en un distinguido party, como un dato trivial que un amigo psiquiatra le comenta. La muerte de Septimus, a quien nunca conoce, es su propia destrucción. Ve en él como un amigo fiel: "Era como un abrazo". Su situación empeora, y cuando Londres vive los bombardeos alemanes puede contemplar él lo de septiembre de 1940, cómo su casa de Mecklenburgh Square ha sido destruida. La impresión es definitiva. La ruina del hogar es su propio interior maltrecho. El 28 de marzo de 1941 se suicida arrojándose al río Ouse. Poco antes ha escrito a su marido: "Comienzo a oír voces; no puedo concentrarme. Por tanto, voy a hacer lo que me parece mejor. Tu me has dado la mayor felicidad posible...".

Esta existencia angustiosa no encontró un lenguaje narrativo adecuado y todas sus novelas se mueven en una apoteosis lírica, con una belleza insuperable y con unos continuos estallidos de pequeños sucesos mitificados. Todo es misterio, todo se convierte en arte. Pero ella sabe que esa batalla está perdida y que no sabe argumentar su propia vida, sino destruirse, aquí y allá, en múltiples destellos de claridad lí-

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rica: su estilo es continua sorpresa, tiene un aire de tenue decisión. "No se movió nada en el salón, ni en el comedor, ni en la escalera": "Las noches están ahora llenas de viento y desolación, los árboles se zambullen o se bambolean, y sus hojas vuelan en desorden hasta cubrir la pradera"; "La casa estaba vacía, las puertas cerradas, los colchones arrollados, y aquellos aires perdidos, como si fueran avanzadas de grandes ejércitos, penetraron tumultuosamente, restregando esas paredes desolladas, carcomidas, azotadas". Este decorado encubre siempre una tragedia, se hilvana en multitud de preguntas, intenta llenar un vacío con retazos de conversaciones desdibujadas, alternando con momentos crípticos -"vosotros nunca me odiaréis"-, para así llegar al gran hallazgo de una exquisita mitificación de los sentimientos: un gran desconcierto intelectual, pese a su sólida formación cultural; una obsesiva necesidad de liberarse de la influencia de Joyce y de D. H. Lawrence, incluso los peligros de la convivencia poética con T. S. Eliot le conducen a una zozobra estética. Sus novelas las sentimos más que leerlas; sus objetos se difuminan, son insustanciales; sus personajes parecen surgir del vacío: estamos ante una fantasmagoría narrativa que, partiendo de lo insignificante, avanza hacia las últimas preguntas de la existencia. He aquí la disciplina de Virginia Woolf, su denodado esfuerzo, la dedicación obsesiva al ritual de conocer la realidad.

Sus dos primeras novelas son dos equivocaciones, pero en 1922, cuando muere Proust, Joyce ha publicado en París Ulises, y T. S. Eliot, La tierra baldía, nuestra autora nos entrega una deliciosa obra: El cuarto de Jacob, un Bildungsroman, un "artista adolescente" que busca en lo intelectual la salvación. Esa imagen del retorno -recordemos cómo en 1922 aparece Sifharta, de Hesse, y la edición abreviada de La rama dorada, de Fraser - parece romper con los ecos del Tractatus, de Wittgenstein -otro apóstol de Cambridge-, aparecido un año antes. Jacob muere en la guerra, su madre le rememora, el drama ha concluido. Tres años después, La señora Dalloway nos lleva a un extraño mesianismo. Septimus, con su muerte, destroza esa fiesta tan maravillosa que Clarissa ha preparado con tanta ilusión y donde acuden famosos invitados: es el ausente-presente, como el Perceval de Las olas (1931), quien impone la tragedia. Pero Alfaro (1927) es una joya, una obra sublime: los Ramsay viven en una casa junto al mar, y la imagen de aquella isla, con un faro, ha sido desde siempre un reto misterioso. Alcanzarlo sería como "conquistar lo que nos falta, recuperar el objeto perdido, conseguir lo inalcanzable". Llega míster Ramsay por fin al faro a los 72 años, demasiado tarde, cuando ya su esposa ha muerto y también Andrew ha sucumbido en la guerra, y hasta Prue ha fallecido al nacer su hijo. El viaje al faro se ha hecho metáfora de la vida, y su conquista exige un tributo trágico. Por fin, el padre, con dos de sus hijos, llegará al iugar prohibido", y ese viaje que desde niño se le prometió a James se ralizará.

El método está conseguido. Se impone repetirlo. Las olas es como una sinfonía múltiple sobre el paso del tiempo en una familia. Hacen de cada instante el centro de la eternidad. La muerte en la India de Percival conmociona estos pensamientos. Rhoda, que tanto le quería, se hace pronto amante de Louis. Bernard intenta, como el filósofo míster Ramsay, saber qué es la vida. Jenny busca en el sexo su libertad. Cada héroe inicia su catharsis: "El decorado que se extendía ante mis ojos se marchitó"; puede ser una percepción que se debe completar con "comienzo nuevamente a olvidar" o con "y me vi a mí mismo: vi mis infatigables afanes, mi ir y venir del uno al otro". Lo pensado se alza protagonista; la dialogación se va haciendo cada vez más dificil. Virginia se ha encerrado en su propio "monólogo interior". Los años (1937) insiste en la abismal soledad del corazón humano. Ahora son los Pargiter desde 1880 hasta 1917, y en una segunda parte en el presente. Parece que su vida se mueve al compás de los Cuatro cuartetos, de T. S. Eliot, quien cuatro años más tarde escribirá: "El tiempo presente y el tiempo pasado / quizás estén ambos presentes en el tiempo futuro / y el tiempo futuro contenido en el tiempo pasado".

Pero no hay una originalidad narrativa en Virginia Woolf. No hay más juego con el tiempo que el que Orlando (1928) permite en esos 350 años de travestismo moral. Ni esa brutal serenidad narrativa de Joyce, que en su Ulises alcanza las metas que se propone, sacrificando el lenguaje, destruyéndolo incluso, jugando con todas las convenciones hasta entonces sagradas. La simbología del hallazgo del padre perdido o el tema del destierro son en Ulises un motivo de regresión a la Odisea, y Hamlet una prueba de un conocimiento exhaustivo de la literatura. Incluso una mofa de la misma. Virginia Woolf -que por cierto muere el mismo año que el autor de Dublineses- lucha por ser escritora, es más visual y perceptiva que pragmática, más lírica que novelista. Su vida es una angustiosa búsqueda de explicaciones. Sus héroes revelan un vacío interior imposible de llenar. No hay encuentro con Leopold Bloom ni vuelta a casa, sino una alucinante incapacidad de resolver en las palabras, en la literatura, lo que no se sabe solucionar en la vida.

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