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Viento sur

He pasado unos días de reposo en mi tierra vasca asomado al Cantábrico. Eran días de viento sur. El viento terral tiene en invierno una manera distinta de implantarse en el paisaje que en el estío. No viene del África ardiente, sino del Atlántico húmedo. No corta el perfil de los montes con punta seca, sino con siluetas de plasticidad oscura y ondulante. Las nubes reflejan una escarlata rosada que parece venir del interior de la tierra. Los recuerdos se integran en el ambiente como si la atmósfera estuviera propicia a la evocación de los que fueron.¿Por qué hoy y no otro día esta extraña sensación? ¿No es cierto que el antiquísimo mito de los cielos y de mirar hacia arriba no fue válido desde Copérnico cuando lo de encima y debajo carecieron en adelante de sentido orientador? ¿No parece más razonable pensar que el espíritu o el alma que se forjó en el proceso vital de cada individuo permanezca después de su tránsito en un trasmundo que siga siendo el de sus vagabundeos existenciales? ¿Para qué sacarlo de lo que fue su entorno habitual haciéndole vagar por empíreos lejanos imaginados por teólogos, artistas y poetas, cuando lo verosímil dentro del misterio sería su presencia invisible junto a nosotros, cerca de sus estancias preferibles, mientras esperan la resurrección? Es decir, que se puede concebir una existencia en el más allá localizada en el más acá. Sin barcas de Caronte, ni Jerónimos Bosch, ni Dante interpretado por Gustavo Doré. El horizonte físico de la inmortalidad del alma puede ser el de la temporalidad del cuerpo. ¿Qué se perdería con aceptar ese criterio en vez de seguir aferrados al alejamiento de los que desaparecen como si fuera una ascensión en globo a remotos lugares utópicos?

El País Vasco encierra en su mundo específico mucho de esa conciencia de hallarse presentes junto a los que viven, el alma de los que se fueron para siempre. Me preguntaba hace unos días Fernando Sánchez Dragó si había magia o tradición mágica en Vasconia. Y le contesté afirmativamente. Pienso, en efecto, que entre los diversos pueblos peninsulares es en la tierra vasca donde existe -con Galicia- mayor densidad de magia popular. Hay montañas enteras mágicas, como el Aralar o el Amboto; ermitas con misterio, como San Pedro de Acherre o Santa Eufemia de Murélaga y tantas otras. Y un sinfin de prados, arboledas, dólmenes y sepulturas, de ese signo, además de innumerables costumbres, supersticiones, ritos y celebraciones esotéricas y sorguiñerías de variada especie.

Spengler, en su monumental construcción decadentista del Occidente, elegía tres tipos de hombres como representativos del proceso de la cultura europea. El hombre apolíneo, el hombre mágico y el hombre fáustico. Definía el espíritu mágico como si estuviera inserto en una bóveda que era al mismo tiempo cueva. En esa bóveda de la magia se inscribían como en el techo de algunas bibliotecas de Florencia los planetas y cometas y el sistema estelar de la noche renacentista. El viento sur del invierno vasco acentúa ese techado de nubes que parece pesar sobre el espectador. El cielo agobia por su cercanía, mientras el horizonte acompaña a lo lejos con su diafanidad. Y los muertos. Me dice un amigo conocedor de cosas ocultas eusqueras que, efectivamente, es en el atardecer de los días de viento sur cuando se encuentran en los senderos los aparecidos, y antaño se veían las lamias peinándose en la orilla de los arroyos.

Hay un color especial en la mar cuando sopla ese viento que lo distingue de otras galernas. Las olas tienen un curso más ceñido y la espuma vuela más lejos. El mar se vuelve verde. Verde claro junto a la onda rompiente. Verde oscuro en la mar arbolada ,de fondo. No hay azules. El viento sur, que desgarra a menudo pinares y choperas secas, quebrando troncos adultos, tiene una especial predilección por las cañas y por los cañaverales fronteros al oceáno. Yo tengo un cañal sobre la playa de mi caserío, y es de ver cómo entra el ventarrón del suroeste entre sus tallos erguidos. Silba y susurra mientras las altaneras gramíneas se inclinan una y otra vez hasta besar el suelo. Uno pensaría que la batalla ha terminado con el vencimiento definitivo, al contemplar -cuando el viento ha cesado- la gavilla amontonada de las cañas hundida en la miseria de la horizontalidad. ¿Pueden volver a erguirse, a crecer, a espesar su matojo, a florecer, a reproducirse por yuxtaposición? Sí que pueden. La primavera se encargará de confirmarlo. Su flexibilidad, que llega al confín de la adulación, les salva frente al huracán, que lo arrasa todo. ¿Por qué llamaría Pascal al hombre, "roseau pensant", caña pensante?

El erreka-aizia o viento sur ha sido llevado al lienzo por los pintores vascos. Acaso Darío de Regoyos, el franciscano, como fue llamado por la humildad conmovedora de sus paisajes, es el que llegó a expresar en color y gesto con más puntual reflejo el viento sur de Euskalherría. También Ricardo Baroja lo sitúa de modo inconfundible en alguna de sus dramáticas escenas pictóricas. Entre los contemporáneos, es José Antonio Ormaolea el que ha logrado transmitir con más emocíón esa sensación de unidad global que va adquiriendo el ambiente de nuestras montañas y de nuestra costa cuando sopla sobre ellas durante unas horas el ábrego otoñal o el invernizo.

Los poetas se han detenido más de una vez en este tema del viento sur. Saint-John-Perse, el diplomático francés Leger, que ganó el Premio Nobel en 1960 por su críptica y bellísima colección de poemas, escritos en gran parte en Estados Unidos, dedicó a los vientos una de sus más conocidas composiciones: "Viento del Sur. Presagios en marcha. Un viento fuerte que no tiene propósito alguno y que busca su razón de ser en sí mismo. Un gran fuego de espuma chispeante sobre la mar, que brota repentinamente antes de que la ola desemboque en el agua verde...". Entre mis papeles encuentro también otras estrofas de un verso castellano: "Oh viento del Sur, / que trazas contornos / en fiel miniatura / en la España verde, / la Cantabria oscura. / Cuando soplas fuerte, / el brío de un pueblo ante el huracán / sabe resistir tenaz a la muerte, / ¡como el gavilán!".

La luz del día muere deprisa en la tarde invernal. Es la hora, como escribió Ramón de Basterra, en que se llenan de sombra los caminos y en la que "lucen los astros magos, místicos y supremos". La noche ha difuminado los montes azules y poco a poco ha devuelto las desbocadas cuadrigas del viento sur a sus establos iniciales del ciclón Atlántico.

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