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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El Estatuto valenciano y la concertación autonómica

EL DESACUERDO de centristas y socialistas, en la Comisión Constitucional del Congreso, a propósito del Estatuto valenciano, pone en graves aprietos la concertación autonómica rubricada el 31 de julio de 1981 por Leopoldo Calvo Sotelo y Felipe González. Aquellos pactos fueron presentados ante la opinión pública como política de Estado, y el presidente del Gobierno los ha incorporado, en lugar destacado, al escaso bagaje de éxitos de su gestión durante los últimos diez meses.Los acuerdos, que incluían el anteproyecto de la LOAPA, fueron firmados sólo por el jefe del poder ejecutivo y el secretario general del PSOE. Los nacionalistas vascos y catalanes ni siquiera fueron invitados a las negociaciones, mientras que Alianza Popular y el PCE, presentes en las discusiones, fueron forzados a hacer mutis por el foro antes de que cayera el telón para dejar libre el escenario, como receptores únicos de la gloria y de los aplausos, a Leopoldo Calvo Sotelo y Felipe González. Quedaba así claramente establecido que la concertación autonómica era asunto de dos y que centristas y socialistas, abrumadoramente mayoritarios en las Cortes Generales, se disponían a imponer en estas cuestiones su voluntad al resto de las fuerzas políticas.

Esa estrategia tropezaba, sin embargo, con el serio obstáculo de que UCD y PSOE no disponían de la mayoría electoral indiscutible en el resto de España, en las dos comunidades autónomas ya en funcionamiento. Los acuerdos Gobierno-PSOE, especialmente el anteproyecto de la LOAPA, fueron contemplados, en consecuencia, con enorme recelo en Cataluña y el País Vasco, cuyas instituciones de autogobierno están presididas y dominadas por fuerzas nacionalistas. Porque, en efecto, los Estatutos de Sau y de Guernica, pactos de carácter político e histórico refrendados en las urnas por los ciudadanos de ambas comunidades y aprobados casi por unanimidad por las Cortes Generales, no pueden, en estricto derecho, ser modificados sin una negociación con las instituciones de autogobierno de esos territorios y sin nuevas consultas populares. Así como la Constitución sólo puede ser reformada mediante los procedimientos fijados en su articulado; así, los Estatutos catalán y vasco establecen también en su propio texto los mecanismos de reforma, que exigen -salvo alteraciones menores- la celebración de un nuevo referéndum. A este respecto, la insistencia del Gobierno y del PSOE en que la LOAPA no recorta las competencias de Cataluña y el País Vasco sólo resultará creíble cuando se sienten a negociar formalmente con la Generalidad y el Gobierno de Vitoria y cuando los Parlamentos catalán y vasco acepten esa interpretación.

Ahora bien, los pactos de julio ofrecían, junto a esos aspectos criticables, una dimensión rotundamente positiva, que era la decisión conjunta del Gobierno y del PSOE de concertar sus estrategias a fin de no transformar el campo minado de las autonomías aún pendientes en terreno de juego para maniobras irresponsables y argucias electoralistas. En julio de 1981, centristas y socialistas eran mayoritarios en toda España, con excepción del País Vasco y Cataluña. Aunque las elecciones al Parlamento gallego han desplazado en favor de Alianza Popular el anterior predominio de UCD en esa comunidad, y los comicios parciales al Senado mostraron el hundimiento centrista en Sevilla y Almería, esas alteraciones del voto se han producido en territorios que disponen ya de estatutos de autonomía. De otro lado, en julio de 1981 todavía se podía especular con el argumento de que Leopoldo Calvo Sotelo representaba al Gobierno pero no a UCD. El decreto de reunificación de las dos presidencias en noviembre pasado ha puesto fin, sin embargo, a esa débil ficción.

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Las desavenencias de UCD y PSOE sobre el Estatuto valenciano revelan la fragilidad de unos acuerdos cuyo único aspecto positivo era, precisamente, acabar con las pendencias entre centristas y socialistas a propósito de las autonomías pendientes. Porque sería el colmo de la insensatez que los pactos de julio fueran incumplidos a la hora de establecer el cese de hostilidades entre UCD y PSOE allí donde son mayoritarios, pero fueron aplicados, en cambio, a las instituciones de autogobierno en que centristas y socialistas son minoritarios. El encontronazo entre Fernando Abril y Alfonso Guerra ha evocado sus célebres agarradas durante las Cortes constituyentes, más parecidas a los combates de lucha libre en el viejo campo del Gas madrileño, donde los contendientes simulaban en el cuadrilátero odios y cóleras para impresionar a los espectadores que a un honesto debate político. En esta ocasión, sin embargo, los recíprocos ataques, cuya pobreza de ingenio y exceso de sal gruesa los reducen a un simple torneo de improperios entre colegiales maleducados, ofrecen la novedad de que el presidente de la UCD valenciana no es ya el número dos del Gobierno.

Tanto Fernando Abril como Alfonso Guerra han utilizado la polémica sobre el Estatuto valenciano para hurgar en los problemas internos del partido rival. Según el vicepresidente del PSOE, lo que Fernando Abril pretende en realidad es cortarle la hierba bajo los pies al presidente del Gobierno y torpedear los pactos de julio. En verdad resulta casi superrealista que Fernando Abril, enconado adversario de los acuerdos con Fraga en cuestiones de política nacional, forme una piña con Alianza Popular para imponer, por una mayoría tan escasa en la Comisión como insostenible en el Pleno, sus criterios respecto al Estatuto valenciano. A su vez, el presidente de UCD en Valencia fija como causa secreta del acuerdo las luchas internas dentro del PSOE y la incapacidad de la dirección socialista para imponer la disciplina a la corriente nacionalista valenciana.

El contenido emocional y el carácter simbólico de las cuestiones debatidas se prestan a una mala solución racional de la disputa. En cualquier caso, la búsqueda de una denominación oficial neutra -como comunidad autónoma valenciana- y la aceptación del uso indistinto de las expresiones Reino de Valencia y País Valenciano para menciones que no sean administrativas tal vez permitieran un arreglo sin vencedores ni vencidos. Tampoco parece imposible un arreglo sensato para distinguir las banderas valenciana y catalana -ambas cuatribarradas- sin herir los sentimientos de nadie. En lo que respecta al idioma, lo único seguro es que la política no debe prevalecer sobre la lingüística. A nadie se le ocurre llamar lengua argentina o lengua mexicana a las variantes del castellano en esos países. Y nadie en su sano juicio pone en duda que las hablas de Cataluña, Valencia y Baleares son variantes de un romance que se diferencia estructuralmente de otros herederos del latín, como son el castellano y el gallego. Pretender que existe una lengua valenciana tan diferente a la lengua catalana como de la lengua castellana es un simple dislate.

La política está obligada a mediar en los conflictos, pero no puede transformar variantes de una misma lengua en lenguas diferentes. En cualquier caso, los firmantes de los pactos de julio tienen la palabra. Porque, dada la situación, sólo Leopoldo Calvo Sotelo y Felipe González pueden zanjar satisfactoriamente este asunto.

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