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Auschwitz y las rosas

Cuando se habla de gran y pequeña literatura, esta segunda categoría no puede por menos de sentirse aplastada por su hermana mayor. Esto ocurre con el relato de evasión. Etiquetado como género menor, y no siempre con justicia ni discernimiento, acaba pareciendo una producción marginal. Sin embargo, las evasiones ofrecidas por la literatura, el cine o el teatro, y sus primas hermanas -música, danza- o poesía-, cumplen la alta misión de un catártico de urgencia; "nos arrojan de ese recinto en el cual vivíamos, sumidos en nosotros mismos", como dice Ortega en uno de sus ensayos. Colman, además, esa necesidad de sueños, sin los que la realidad sería sólo un duro cilicio.Pues bien, es curioso que bastantes críticos de los que se forjaron en la dura escuela de la díctadura, habituales en las páginas de muchas de nuestras revistas de izquierda, hayan confundido con enojosa pertinencia el rábano con las hojas al considerar que evasión y ocultación de la realidad eran la misma cosa. Así, la antigua película Orfeo negro despertaba las iras de más de un comentarista cinematográfico porque la miseria de las favelas brasileñas, en lugar de fundamentar una diatriba contra el subdesarrollo, había descendido a ser simplemente una bella historia de amor y de muerte. Para estos críticos militantes, el relato o la imagen han de ser como una máquina de picar historia. Si por un lado se introduce el latifundio, el trabajo en las minas y los parias del Ganges, pongo por caso, por el otro ha de salir necesariamente el cuadro-histórico-de-la-explotación-capitalista. Consideran que un relato sin mensaje político es como el café descafeinado. Ya decía Bernard Shaw al respecto: "Un artista tiene que escoger entre música o mensaje", pero no había eclecticismo alguno en su aserto, pues terminaba diciendo: "Shakespeare era un músico". Y es que siempre cabe más de una lectura en cada uno de los avatares del hombre. La poesía, el sarcasmo, el realismo o la tragedia constituyen vías igualmente válidas para expresar una realidad, siempre que no se pretenda falsificar los hechos. Con el mismo tema del chabolismo y la miseria realizó Vittorio de Sica Milagro en Milán y El techo, en clave poética y realista, respectivamente. La primera está hoy considerada una de las diez mejores películas de todos los tiempos; de la segunda, poca gente se acuerda.

Bueno es llorar con el afligido o maldecir a la maldad, pero tampoco es un pecado huir hacia ese universo lúdico de forma momentánea. Desde el refrán, prontuario de urgencia de la sabiduría popular, hasta la docta filosofía, la diversión es, simplemente, versión distinta de la realidad y de su oculto trasfondo. "El que canta, sus males espanta", dice el pueblo, y el filósofo opina que la música no es más que un lenguaje intemporal desprovisto de

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Auschwitz y las rosas

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convenciones lingüísticas, y que la alegría, el dolor o la exaltación transformaron ese canto llano que es el lenguaje en una sinfonía apasionada.

Para ilustrar debidamente lo que es una evasión, no sólo justificable, sino incluso necesaria, diferenciándola de la huida, voy a traer a colación un extraño maridaje: los campos de exterminio y las rosas, o, lo que es lo mismo, la maldad humana y la poesía.

Un poeta canario, Pedro Lezcano, publicaba hace poco un poema con el expresivo título de Plagios en desagravio de la rosa, y un intelectual, Gregorio Salvador, se constituía providencialmente, desde su cátedra de la Universidad tinerfeña de La Laguna, en viva caracola de las resonancias más profundas del poema citado, hasta plasmar en un libro -Cuatro conferencias de tema canario- uno de los más perfectos análisis de la perennidad de las rosas -o sea, la belleza- y de la contingencia de otros afanes aparentemente más trascendentales. Tomando de dicha composición poética sus fragmentos más significativos, tendríamos, en principio, una especie de introducción al tema: "La dicha de los hombres permanece, / mientras muda de nombre su desgracia; / los tiranos, las pestes,/ sus apellidos y sus fechas cambian. / Y así será anacrónico / acaso ya mañana / hablar del vietnamita / que defiende su casa".

La rosa, sin embargo, aunque fugaz,

"en relevo sin fin, rosa tras rosa, / haces eterna tu belleza en llamas".

Y el poeta se confiesa, a continuación, también acuciado por el compromiso político. "Yo tampoco te canto porque otras cosas piden la palabra", incluso la voz airada y la imprecación, lanzada "delante de sorderas y de tapias, delante do las tumbas.." Pero al final admite in pectore su soterrado amor por el canto, o la música o las rosas, que todo ello se funde en el mismo norte estético, y dice: "Oh, rosa, rosae, rosam.... la primera declinación de la feliz Arcadia", y confiesa que aún la canta a veces en voz baja. Y termina el poema: "Algún día serás nuestra canción primera, / cuando hayas florecido en todas las ventanas".

Y aquí hay quienes siguen confundiendo la hojarasca con el fruto, e increpan al poeta porque ha osado instaurar la rosa en lo absoluto, relegando la tragedia vietnamita a lo contingente y efímero. Y Gregorio Salvador, el glosador de la belleza, nos da, como explicación, toda una perfecta teoría del arte engagé. "La poesía no está", dice, "para apos trofar al tirano Zutano de Cual (recuérdese, "los tiranos, las pestes, sus apellidos y sus fechas, cambian..."), sino para dolerse de la tiranía e intentar debelarla", y añade: "El texto de Lezca no es el único, entiendo, Ocapaz de superar la caducidad de la referencia y dejarla inserta perennemente en el poema".

Y en el colmo de la estolidez hubo quien, tratando de buscarle tres pies políticos al poema, encontró qáe sus dos últimas estrofas alumbraban en el poeta la esperanza en una especie de reparto popular de las rosas y socialización de los espacios verdes, o poco menos.

Llegamos, pues, al meollo del problema. ¿Será lícita la música, la poesía, mientras el mundo se deshace en el odio y el sufrimiento? Hace ya tiempo que el filósofo Adorno enunció magistralmente esta antinomia: "La poesía lírica", dice, "es imposible despues de Auschwitz". El poeta recoge este desesperado apotegma, pero variándolo en un término. "La poesía lírica", replica, "es imposible en tanto Auschwitz". Porque la rosa no puede, no debe, ser encadenada por la maldad de los hombres.

¿Evasión o enmascaramiento de la realidad? Como contrapunto con el poema comentado existe un sorprendente diario, que comprende el período 1941-1945, escrito por un aristócrata general alemán, Ernst Jünger, arquetipo de esa compleja personalidad teutona que puede cohonestar sin rubor Beethoven con la tortura, Hegel con la locura hitleriana. Mientras Europa arde, Jünger pasea por las alturas inmarcesibles de La guerra de las Galias y los sonetos de Quevedo, cuidando de no mancharse de sangre sus relucientes botas militares. Y en uno de estos defiquios, dice: "Mientras que el crimen se extiende sobre la tierra como una peste, no ceso de abismarme en el misterio de las flores. ¡Ah, más que nunca, gloria a sus corolas ... !".

Aquí si que las flores se cantan en tanto Auschwitz, y no dejan de evocar los ramajes floridos que cubrían los dinteles de las puertas de entrada a los campos de exterminio. Y, sin embargo, no nos atreveríamos a condenar rotundamente a Ernst Jünguer. Quizá también el lírico general busca la evasión de una realidad, que, por horrible, puede justificar cualquier huida. Porque, como dice Henry Miller en su Trópico de Cáncer, "lo que es monstruoso no es que los hombres hayan cultivado rosas sobre un estercolero, sino que, por una u otra razón, tienen necesidad de rosas. Por una razón u otra, el hombre busca el milagro, y para lograrlo vadeará a través de la sangre".

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