Un consenso para la convivencia
Las Constituciones deben cumlir tres funciones fundamntales como normas supremas de un ordenamiento jurídico: la función de legitimación, la de seguridad y la de justicia. Por la función de legitimación que asume la vieja tradición contractualista se explicita el acuerdo de los cidadanos en la aceptación del tipo de organización de poderes y de libertades que la Constitución regula. Representa el acuerdo básico en la aceptación de las reglas del juego. Por la función de seguridad se cumple con el fin primario de toda norma, que consiste en establecer previamente las pautas de comportamento que son exigidas en esa comunidad a los poderes públicos y a los ciudadanos para que sepan a qué atenerse. Así, la Constitución es norma de reconocimiento de las otras normas, estableciendo los órganos competentes y el procedimiento para su producción, las competencias de los diversos poderes, la organización territorial, el ámbito de libertad que corresponde a los ciudadanos y las exigencias prestacionales que pueden solicitar del Estado en el cumplimiento de su función promocional. Por la función de justicia se establecen las metas de libertad y de igualdad que se pueden desarrollar en un momento histórico en el marco de la Constitución. Naturalmente que estas metas u objetivos a alcanzar dependerán mucho de la voluntad del Gobierno de turno, pero ahí están como permanente incentivo en el texto constitucional. Los ciudadanos podrán juzgar en el momento de las elecciones generales si los Gobiernos han impulsado o no esa función de Justicia y podrán decidir en consecuencia.En España, a través de las sucesivas constituciones, que desde la Carta de Bayona y la Constitución de Cádiz de 1812 hemos tenido, esas funciones no se han podido cumplir por falta de estabilidad y de duración de las mismas. Una Constitución necesita tiempo. No puede ser juzgada, creo yo, hasta que tiene una perspectiva de alejamiento suficiente. Ejemplos de duración son la Constitución escrita de EE UU de 1978 y la Constitución no escrita del Reino Unido, que arranca desde siglos, entre la acción del Parlamento y de la Corona y el Common Law, el viejo y buen derecho de los ingleses. «
Las funciones de seguridad y de justicia que las diversas Constituciones españolas han pretendido realizar han fracasado siempre, y así nunca hemos tenido un modelo de convivencia estable, precisamente por la falta de duración de los textos. Muchas de ellas pueden ser, incluso en abstracto, juzgadas muy positivamente en cuanto a esas funciones, pero no han podido llevarlas a la práctica porque ha faltado tiempo. No puedo entrar en este artículo a fondo en las causas, pero creo que se puede afirmar que el fallo ha sido de la función legitimadora. Las anteriores Constituciones no han cumplido esa función legitimadora, de consenso básico en la convivencia, con la aceptación por todos de las funciones de, seguridad y de justicia.
La esperanza de la Constitución de 1978 es que, por primera vez en la historia de España, afronta con decisión la función de legitimación, y por eso puede durar para permitir la realización de las demás funciones que las Constituciones asumen.
A diferencia de la Res4.auración canovista, con la Constitución de 1876, la Constitución de 1978 plantea, y creo que resuelve, los tres grandes problemas que impedían el consenso básico para legitimar a una Constitución. Me refiero al problema de la forma de Estado, al problema de las nacionalidades y regiones y a lo que tradicionalmente, en el lenguaje de principios de siglo, se llamaba la cuestión social.
La Monarquía parlamentaria establecida en la Constitución, en el artículo 1-3 y en todo el título II, pacifica definitivamente un problema secular, primero entre Monarquía tradicional y Monarquía constitucional y luego, simplemente, entre Monarquía y República.
La prudencia del rey Juan Carlos y de las fuerzas políticas, y la experiencia de todos sobre lo negativo de las querellas anteriores han resuelto un problema. Todos los demócratas de derechas, de centro y de izquierda aceptan la institución e incluso la apoyan con convencimiento radical. No se debe aceptar la tesis de que el Rey tiene pocos poderes, porque precisamente esta forma de organización de los poderes de la Corona es la que permite su fortalecimiento y el aumento de su autoridad. Para situaciones extraordinarias, y ya hemos visto una y, grave el 23 de febrero, no han faltado recursos, que incluso, creo, han creado una costumbre constitucional.
En relación con el Estado de las autonomías, se ha afrontado también el tema con rigor, pese a los claroscuros que la propia dificultad del supuesto tiene. El texto constitucional y los estatutos en vigor y los que vengan se pueden coordinar con buena voluntad y reconociendo siempre la primacía de la Constitución. En los primeros años puede que el Tribunal Constitucional tenga más trabajo en ese tema, pero con su prudencia y su competencia no debe nadie ni preocuparse ni asustarse por eso. La idea de España como nación de naciones, como comunidad superior que abarca otras comunidades diferenciadas y con personalidad propia, se fortalece y no se debilita. Creo que por primera vez cabe la posibilidad de una integración real de todos los ciudadanos en torno a la idea de España, pese a los profetas de catástrofes.
Por fin la cuestión social que afecte a los problemas de igualación real entre clases se ha orientado en una aceptación de las reglas del juego por parte de la derecha y de la izquierda. El Estado social y democrático de derecho permite que los partidos que representan los intereses de la clase trabajadora se integren en las reglas del juego, aceptando definitivamente que el camino para la igualdad pasa por la libertad política, y que la función de Justicia que la Constitución dibuja es un programa de muchos años para los Gobiernos de izquierda si esa es la voluntad de la mayoría. Las garantías que ofrecen las reglas del juego y la función de seguridad permite que la derecha acepte también el compromiso.
Con todas las dificultades, creo que se puede decir que hoy, al afrontarse con decisión esos temas, la Constitución tiene un suficiente consenso para la convivencia y cumple por primera vez en la historia de España la función de legitimaci6n en torno a la cual se agrupa la mayor parte de nuestro pueblo.
Hay desplazados, hay marginados, yo diría que más en la extrema derecha que en la extrema izquierda, aunque también hay desplazados en una extrema izquierda separatista.
No creo que vayan a más. La experiencia de nuestros fracasos históricos aconseja entrar en unas reglas del juego que a nadie excluye, sino sólo a quienes se excluyen a sí mismos. Esto es, me parece, una luz de esperanza para nuestro pueblo que conviene resaltar tras este tercer aniversario de la Constitución Española en 1978.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.