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200 familias del barrio de San Blas viven amenazadas de desalojo

De los quinientos pisos de protección oficial ocupados en Madrid por el llamado sistema de la patada en la puerta, unas doscientos pertenecen al barrio de San Blas, es decir, a la barriada que en los años cincuenta personificaba, según los propagandistas oficiales, la solución final al viejo problema de la vivienda. Hoy el barrio de San Blas es una especie de pueblo de 20.000 viviendas y 200.000 habitantes, acosado por las grietas, el paro y la superpoblación, donde grupos de dos y tres familias tienen que compartir apenas cincuenta metros cuadrados. Cuando las privaciones y la proximidad deterioran la convivencia, alguna de ellas tiene que separarse del grupo y elegir una de las dos opciones posibles: quedarse en la calle o desarmar la cerradura de un piso vacío.

Hay casi a diario un momento especialmente difícil en casa de la viuda Rufina Gutiérrez, en la del albañil en paro Angel Hurtado, en la del electricista en paro Antonio Repecho, en la del solador autónomo Jerónimo Ingelmo y en las de otras doscientas familias del barrio de San Blas; en más de quinientas casas de todo Madrid hay un mal momento que suele coincidir con la llegada del cartero. Los apenas cincuenta metros cuadrados de los pisos de protección oficial, revestidos de azulejos de terrazo, cuadros de papel y de pintura al duco, y rodeados de pasadizos estrechos y agobiantes, son una caja de resonancia en la que los pasos de los visitantes no identificados se convierten en aldabonazos, choques, llamadas de atención y, finalmente, en escalofríos y sobresaltos Rocío, de ocho años; Esther, de seis, y Raquel, de tres, las niñas de Jerónimo, han sido bien entrenadas por Ascensión, su mujer: si Raquel está llorando, se calla; si Esther está jugando, se detiene, mientras Rocío se acerca a la puerta como los cabritos del cuento, se asoma por la mirilla y, según a quien vea, dice "mi madre no está y yo no abro la puerta" o, a una señal de Ascensión, "espere un momento, que ahora viene". En casa de Rufina, Jerónimo, Angel y Antonio el cartero siempre llama dos veces, como llama dos veces en las de todos aquellos que la sociedad ha ido calificando como invasores de pisos ajenos, invasores de pisos abandonados y ocupantes a secas, y no está claro que, a pesar de todo, haya dejado de tener la mala conciencia de no llamar a las cosas por su verdadero nombre.

Años cincuenta: pisos y discursos

En la vida de un ocupante clandestino de pisos el peor presagio es la llegada de un desconocido, pero hay excepciones, como Rufina, a quien se considera precursora del movimiento de squatters españoles. Cuando llega un forastero a la calle de Ribadesella, 12, ella sale a la terraza del ático, con su bata guateada, sus medias de nylon, sus dos horquillas y su palidez; se apoya en un saliente y estudia a los recién llegados con la mirada beligerante de las lobas. Se asoma peligrosamente al exterior, después de haber recomendado un día más a su hija que saque sus dos asignaturas pendientes en segundo de BUP, de decirle que luego ya hablaremos y de echar la misma maldita cuenta de todos los días: "son 9.000 de viudedad, 10.000 por incapacidad personal y 4.300 de pensión de orfandad, que me quedar, de mi madre. Total, 23.500".Sin embargo, Rufina comenzó a convertirse en un líder natural muchos años antes de la ocupación de pisos por el sistema-de-la-patada-en-la-puerta. A poco de comenzar la guerra civil, su madre recibía en Madrid un lacónico parte en el que se le comunicaba que el cabeza de familia había desaparecido en el frente de Sigüenza. Luego miraba a su hija mayor, Rufina, de siete años, y a los otros tres niños más pequeños, y se decía que con aquel policía municipal recién llamado a filas habían desaparecido muchas otras cosas. En 1939, los Gutiérrez eran los perdedores, y no estaban, por tanto, en disposición de exigir demasiado ni de imponer condiciones. De toda la época posterior, a Rufina, la mayor, sólo le parece inolvidable el hambre: recuerda muy bien el comedor de Auxilio Social en San Bernardo, la vaga sensación de que en su estómago siempre había un lugar vacío y recuerda, más que nada, una inexplicable propensión al cansancio.

Al final de los años cincuenta, el general Franco inauguró personalmente el barrio piloto de San Blas, convencido sin duda de que, más allá de la Cruz de los Caídos, las torres de ladrillo visto, organizadas en parcelas y polígonos y rodeadas por grandes espacios abiertos, simbolizaban la incorporación de nuevos conceptos urbanísticos y, si se veían con un cierto sentido de la universalidad, de nuevos conceptos a la vida española. La concesión de cupos a patronatos amigos señaló el principio de una picaresca de ventanillas, recomendaciones y nombres interpuestos, y redujo sensiblemente aquel patrimonio de millares de viviendas, que se extendía a otros puntos de la periferia en colonias, unidades vecinales de absorción y poblados dirigidos. Las largas colas de peticionarios y aspirantes acudían a los ministerios, a ser posible con una carta de recomendación bajo el brazo.

En 1961, Rufina, que se había casado con un ebanista y que se cobijaba en un piso bajo que habían concedido a su madre en la calle de Ribadesella, solicitó por escrito una vivienda propia. El ministerio contestó con un impreso en el que se le hacía saber cuál era su número en la lista de peticionarios. Unos meses después volvió a escribir y recibió un segundo impreso y un nuevo número, y asi

La patada a la puerta, solución final

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En el pisito bajo de Ribadesella se agravó la lesión pulmonar que Rufina había contraído en sus años de comensal en San Bernardo. Tuvieron que practicarle dos operaciones de toracoplaxia; perdió seis costillas y perdió a su marido, que se fue a Suiza a buscar trabajo con las oleadas de emigrantes. Pero no se desanimó del todo. Superada la convalecencia, y agotadas las vías oficiales, regresó al ministerio y participó en manifestaciones, mítines y encierros. Sólo quería una vivienda alta: se trataba de respirar. Hace algo más de cuatro años descubrió que uno de los antiguos pisos de la Sección Femenina, un cuarto maravillosamente ático, había quedado vacío. Durante muchas horas miró desde la calle hacia las ventanas; algunos cristales estaban rotos, el aire agitaba las cortinas, y comenzaba a cuartearse la pintura de los contrachapados de madera. Era cierto: estaba vacante. El 2 de diciembre de 1977, segura de que íntimamente los vecinos la apoyaban, desmontó la cerradura y entró. Dedicó varios días a hacer una buena limpieza; libró una dura pelea con las cucarachas, colgó algunos cuadritos de adorno en las paredes y después salió a la terraza a respirar y a mirar fijamente hacia la calle.Desde que Rufina ocupó aquel ático, muchos jóvenes matrimonios han roto con sus encogidos familiares y han surgido de los pasadizos, grietas y encrucijadas de todos los barrios oficiales de Madrid, y sobre todo del Barrio de San Blas, en busca de cualquier piso desocupado. Angel Hurtado, albañil en paro desde hace diecinueve meses, encontró uno en Ribadesella, 8. A las siete de la tarde se deslizó hacia la cerradura y consiguió desarmarla. Luego bajó despacio a buscar a Nina, su mujer. Antonio Repecho oyó decir que iba a marcharse una familia de Betancunia, 2. Apenas se había ido el camión de mudanzas llegó él. Jerónimo Ingelmo ha sido desalojado dos veces, pero ha vuelto, esta vez a un piso de García Noblejas, 38, aunque Ascensión, su mujer, vive ya con el corazón en un puño y se echa a temblar cuando llama por primera vez el cartero. Los primeros adjudicatarios denuncian; los tribunales condenan, absuelven, condenan. Mientras otras nuevas familias patrullan de noche, Jerónimo toma una decisión: "Yo nunca volveré a la calle. De aquí sólo podrán llevarme al cementerio". Y está aprendiendo a mirar como Rufina.

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