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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La muerte como patrimonio

EL DIA de la conmemoración de los fieles difuntos continúa siendo aun dentro de la sociedad civil española, una expresión secular, más o menos apagada, del culto a los muertos. En la relación con un más allá, pluralmente representado en las diferentes escatologías sobre el muerto, ha descansado la figura de vehículo y encarnación de lo oculto. La muerte y los muertos han llenado el arte y las creencias en la vida cotidiana de las civilizaciones. Y sólo ahora, como un residuo, el contacto ritual con la muerte aparece confinado en una fecha, cuyos contornos, para muchos, pasan inadvertidos.En un mundo de simulacros generales la hora de la verdad aparece doblada por escuetos signos de muerte. El enfermo no muere frecuentemente en casa, ni sus fotografías, una vez fallecido, ocupan lugares destacados en los salones y habitaciones del hogar. La muerte está doblada en la asepsia de las clínicas, en donde el desconcierto de la muerte doméstica ha sido reducido por la lógica de la ciencia. El hombre muerto es el último eslabón en el diagnóstico de la medicina. No es siquiera alguien que se ha ido; es sólo una memoria racionalizada sobre lo que ya, lamentablemente, no funciona.

Las ceremonias funerarias se abrevian, y de la gran ciudad se ha sustraído el paisaje de los entierros. Sólo queda una furgoneta adornada de coronas que transporta hacia un lugar del extrarradio la carga del cadáver. La muerte, en síntesis, se ha eliminado del entorno cercano como un agregado improductivo, una enfermedad extrema que hace en todo irrecuperable a quien le toca.

Los nuestros son tiempos en que se festeja la plétora de la juventud como estampa que sólo connota con la acción o la potencia indisociable del triunfo, en una sociedad competitiva. En general, una fuerte psicopatía social que discrimina constantemente entre lo que es productivo y lo que no lo es ha ido conduciendo hasta un nuevo darwinismo que se desentiende de los débiles, alcanza sólo a ser tolerante con los ancianos y margina material y simbólicamente a los muertos. De ahí que las losas modernas del sepulcro, representación en, cada época de lo que la colectividad pensaba de sus muertos, hayan pasado de ser una forma de preservación de los cuerpos inermes frente a las fieras a constituir un sello con el que se nos preserva a nosotros, metafóricamente, del fallecido. A las campanas que doblaban por el difunto, a las campanas que tocaban a clamor, al duelo temporal, al luto en los vestidos, a las puertas entornadas de las casas, ha sucedido el vacío ritual de la muerte.

Las circunstancias antropológicas aparecen así, y de ello son en buena parte responsables la ciencia contemporánea y la economía política, inductoras de la concepción de la vida y de los vivos; de la muerte y de sus habitantes. Así, no deja de ser ilustrativo que el pensamiento reaccionario se especializara en blandir por doquier el terror de la muerte mientras el progresista se empeñara en olvidarlo.

Parece, sin embargo, esta, una época en que lo acuciante es recuperar el sentido de nuestra muerte. Es decir, el sentido de la muerte individualizada, como manera imprescindible de rescatar el sentido de la vida. Valorados tantos avances científicos por su capacidad de destrucción, ponderada la tragedia de una catástrofe en la cuantificación de víctimas, apreciable o no una operación retorno en cifras de muertos, estimada la categoría de una responsabilidad política en los cómputos de intoxicados, o sea, en la muerte masiva, es acuciante enfatizar el sentido de cada vida. De la vida común, y de una a una.

Las muchedumbres de pacifistas que han brotado a las calles por toda Europa con una fuerza inesperada interpretan la forma de subversión más radical contra ese nuevo y abstracto orden del poder. O lo que es lo mismo, contra el escenario social limpio de signos de muerte, contra la elusión de muerte que crean los juegos de la simulada como permanente juventud del consumo. O aún más, contra los eufemismos del "rearme para la paz" el ciudadano reclama exasperado su derecho a vivir. El patrimonio inasaltable de su vida y de su muerte, hoy conculcado.

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