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Tribuna:RELIGIÓN
Tribuna
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Juan Pablo II, sombras y luces de un pontificado que hoy cumple tres años

El 22 de octubre de 1978, Karol Wojtyla, elegido Papa seis días antes, inauguraba su pontificado bajo el nombre de Juan Pablo II. El brutal atentado en mayo pasado permitía la reflexión de que su pontificado podía dividirse entre un antes y un después de ese 3 de mayo, ya que un Wojtyla enfermo tenía que ser muy distinto del activista Papa polaco. Su salud parece perfectamente recuperada y, sin embargo, bien se puede decir que este tercer aniversario cierra una primera fase de su reinado.En efecto, la multitud de sus mensajes, las tres encíclicas, la mística viajera y el gusto antiburocrático han perfilado una filosofía cuya continuidad exige decisiones prácticas que influirán más claramente que hasta ahora en la organización de la Iglesia y en su papel social y político.

El rasgo más característico de su personalidad es el sentido público de la Iglesia, muy cercano al populismo, que le viene dado de su procedencia polaca. Esta característica tiene evidentemente aplicaciones a la Iglesia, pero también a la vida social y política. Juan Pablo II quiere devolver a la Iglesia un protagonismo político que se refleja en la afición por las gestiones internacionales, el Cono Sur americano y Polonia en la filosofía de sus virajes, haciéndose portavoz de revival religioso entre la juventud y en la voluntad de no dejarse encerrar en asuntos administrativos, ni a la Iglesia en la sacristía. Ningún concepto refleja esta originalidad como su idea de una Europa unida en torno al alma cristiana, una Europa desde el Atlántico hasta los Urales, inspirada en el medievo y que hace voluntariamente abstracción del proceso moderno que dio origen al nacimiento de las nacionalidades.

El éxito de su pontificado puede deberse a una coincidencia parcial de sus exigencias con la crítica de sectores más bien radicales que no aceptan ya el modelo moderno de sociedad. Desde que la Escuela de Francfórt denunciara la ambigüedad de la Ilustración son muchos los que se han apuntado a la tarea de desenmascarar el mito del progreso, nada dispuestos a pagar costes tan altos para su realización, como pueden ser el expolio irrecuperable de la naturaleza y el desprecio por los débiles.

Mayores son las coincidencias de Juan Pablo II con los sectores más radicales de la Iglesia, por paradójico que esto pueda sonar. Estos sectores ya denunciaron, a raíz del Vaticano II, lo peligroso del aggiornamento entonces en curso, ya que esa adaptación de la Iglesia a la modernidad bien podía ser una entrega de la tradición cristiana a la mentalidad dominante, dentro de la cual la religión se convertiría en un artículo de consumo, otro más de los que devora «el modelo occidental», léase burgués, que no tolera instituciones críticas, tampoco la de la religión. Por supuesto que estos sectores estaban de acuerdo en que había que sacar a la Iglesia de sus estructuras feudales, pero no disolviéndola en el liberalismo dominante, donde todo cabe porque nada importa.

La decisión con que Juan Pablo II se ha enfrentado al «modelo occidental» y su distanciamiento del aggiornamento está hecho, sin embargo, desde supuestos teóricos y desde intereses prácticos muy distintos de los que utilizan los sectores críticos, de ahí el mal recibimiento de Juan Pablo II en ambientes intelectuales, a pesar de su éxito popular. Cuando en la sociedad se denuncia la meta del progreso como un mal mito, no se hace abjurando de la Ilustración secularizante, sino exigiéndola una mayor radicalización: una vuelta a las raíces del hombre, que no se agota «en las relaciones de producción» ni se explica desde postulados de la razón pura, sino desde la razón práctica que une indisolublemente la razón con la libertad. Y cuando los teólogos más radicales se revuelven contra el proyecto de aggiornamento no es porque sueñen con el espíritu del medievo, sino que reivindican una segunda reforma que, al igual que la de Lutero, arranque de una renovación interna que repercuta con personalidad propia en la emancipación de la sociedad.

Juan Pablo II ha roto con el ritornello del cantonalismo romano, pytero está por ver si lo va a sustituir por el provincialismo polaco o se va a dejar fecundar por el universalismo cristiano: aquel donde el mensaje evangélico funciona prácticamente al unísono con las ansias de liberación real del pueblo. Hoy por hoy, ese universalismo cristiano se da ejemplarmente en Centroamérica. Pero Juan Pablo II puede preferir «el modelo polaco», donde la Iglesia sirve de matriz a la reivindicación política y sindical de los derechos humanos, con un- trasfondo de hostilidad a cinco siglos de progreso histórico en los que, pese a todas las ambigüedades denunciadas, el hombre ha descubierto que no hay libertad al margen de la razón, ni razón al margen de la libertad. El futuro de Europa no parece pasar por la Edad Media.

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