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Tribuna
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Los clubes políticos

Los clubes políticos se dicen de muchas maneras, y sus usos, modos y propósitos son tan diversos y encontrados como los de la guerra. En común tienen, sin embargo, el ser soporte de una afirmación -individual, grupal, comunitaria- provocada por una carencia social, cuya abolición se constituye en razón de su identidad y/o por el cumplimiento de una expectativa común, que hace de la intervención pública el horizonte de un destino en el que lo personal y lo colectivo encuentran simultánea realización.Digo esto por elevar la mira y salir al paso de aquellos que, confinados en la desalentadora contemplación de lo que son los clubes políticos en nuestra España inmediata, los consideran como expresión culminante de la fatalidad pequeño-burguesa, como dóciles y seguros instrumentos de autopromoción de su(s) gestor(es) y como vehículos exclusivos del impune acrecentamiento de su notoriedad y haberes. Pues, por extraño que suene, la realidad histórico-política no se agota en la peripecia madrileña, de los tempranos ochenta, en torno al poder, sus inquilinos y sus aspirantes.

Veamos algunos momentos de un proceso que no nos cae tan a trasmano. Estamos en Francia, en el último cuarto del siglo XVIII, y las nuevas ideas que, en medida importante, harán de nuestra contemporaneidad lo que es, rompen la clandestinidad de su circulación y amenazan cada vez más frontalmente el viejo orden. Los clubes de pensamiento, en imparable multiplicación -el Club de los Treinta y el Club Bretón figuran entre los más eminentes- son los focos de los que parte una agitación intelectual que tendrá en 1789 su necesario desenlace. La primera gran revolución europea es su privilegiada oportunidad, y en ella asumen su perfil definitivo de clubes políticos. En 1790, el Club Bretón rompe sus últimas amarras con la franomasonería y se transforma en la Sociedad de Amigos de la Constitución, que posteriormente se convertirá en el Club de los Jacobinos, punta de lanza de la acción revolucionaria. Marat se instala en el Club de los Cordeliers y la Sociedad Popular, en el Lemosin, y los clubes populares, en numerosas regiones francesas, son los agentes más vivos y pugnaces de una voluntad de transformación política que no quiere ponerle puertas a su campo. La convención es, al mismo tiempo, figura y cúpula de un vastísimo entramado de más de 1.900 sociedades locales y de cerca de 21.000 comités de vigilancia, sin los que no puede entenderse el múltiple y agitado proceso de cambio de aquellos años cenitales.

Como tampoco sus conflictos y contradicciones -la confrontación entre girondinos y montañeses- e incluso sus antagonismos: los enemigos del nuevo curso copian el modelo, y el Club de los Amigos de la Constitución Monárquica, el Club de los Mínimos y las Sociedades Filantrópicas son, entre otros, las armas más eficaces de la lucha contrarrevolucionaria. El 9 de Thermidor, fin de Robespierre y del Terror, señala al mismo tiempo el ocaso de esta etapa de los clubes políticos: el Club de los Jacobinos es asaltado por los petimetres y cerrado por el nuevo poder.

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Pero los clubes siguen ahí en la latencia de una espera que los hace emerger cuando la instancia de cambio reclama su condición protagonista. El Club de los Sans-Culottes, el de la Blusa, el del Hambre, el de los Parados -todos de tan emblemáticos nombres-; Blanqui, en la Sociedad Central Republicana; Barb's, en el Club de la Revolución; Raspail, en el de los Amigos del Pueblos; Sobrier, en el Club de los Clubes, el renacido Club de los Jacobinos, ocupan de nuevo la escena, activan, agitan. Pues 1848 y la proclamación de la II República Francesa han producido una fabulosa eclosión de clubes políticos.

Sólo en París, más de doscientos empujan la sociedad hacia su revolución. Setenta y dos horas de junio de 1848 acabarán con esta esperanza. Los soldados de Cavaignac liquidan, en las barricadas y detrás de ellas, a cerca de 4.000 combatientes y más de 12.000 revolucionarios son condenados a muerte o a trabajos forzados. El pueblo se queda solo en los clubes y muere en ellos y con ellos.

Y, sin embargo, su dinámica no se detiene, y su presión no amaina. A partir de 1853, desde Londres, republicanos y socialistas intentan organizar la lucha contra el segundo imperio y hacen de los clubes su escuadrilla de vanguardia: la Unión Socialista, la Revolución, la Comuna Revolucionaria son los adelantados de una acción política que desembocará en 1870 en el Comité Central Republicano de los veinte barrios de París, que coordina una extensísima red de clubes esparcidos por toda la geografía de la capital y ligados a su tejido social y urbano. El Club de la Rue de la Chapelle, de Vaugirar, de Campagne-Première, des Batignolles, del Faubourg St. Antoine, del Collège de France, de los Proletarios, del XXème, Arrondissement, etcétera, son los nódulos fundamentales de una estructura que prepara las elecciones de febrero de 1871 y lanza el asalto revolucionario del 18 de marzo. La Comuna fue, en buena parte, su obra. Y durante las pocas semanas de la experiencia revolucionaria, y a pesar de la institucionalización del poder de sus líderes -a los que las elecciones del 25 de marzo llevaron a los puestos de mando-, los clubes políticos darán la plena medida de su capacidad creadora y crítica. En ellos se discuten las mociones presentadas por los grupos de base, ellos son el apoyo logístico más efectivo en la lucha contra las tropas de Thiers, a ellos se deben la sustitución de la Administración privada por la pública, la abolución de las escuelas parroquiales y el establecimiento de un sistema de instrucción laica y gratuita, la moratoria en el pago de alquileres, la reforma fiscal, la creación de un Comité de Seguridad Pública frente a las dudas de la Comuna. Ellos son los agentes incansables de la revolución, la conciencia crítica y militante de la Comuna.

Las mujeres no podían estar ausentes en este decurso. Y no lo estuvieron. Olympe de Gouges, Théroigne de Mericourt y Etta Palm de Aelders se destacan en la lucha prerrevolucionaria de los clubes en pro de la liberación de las ideas y de las costumbres. Pauline Leon, después de haber participado en el asalto a la Bastilla; Claire Lacombe, en el ataque a las Tullerías, deciden dar un marco a su actividad social y política y fundan el Club de las Ciudadanas Republicanas Revolucionarias. La conmovedora desmesura de su objetivo ilustra uno de los grandes propósitos de aquella revolución: que no haya un sólo ciudadano desgraciado en la República. Pero Pauline y Claire lo entienden con la generosa literalidad y el intransigente radicalismo que caracteriza el comportamiento protagonista de la mujer en política, y del que las responsables de los grupos terroristas actuales son el último ejemplo. Sus movilizaciones en la calle, sus comparecencias en la Convención, su proyecto de incorporar al Ejército a las mujeres entre los dieciocho y los cincuenta años, sus distribuciones de víveres, es decir, sus imprevisibles intervenciones sociales, que hoy se calificarían como salvajes, tenían demasiada carga revolucionaria. El 13 Germinal del Año 11, menos de once meses después de su fundación, el club es disuelto y sus promotoras encarceladas.

Pero las mujeres siguen presentes. En 1848, Jeanne Deroin y Anais Segalas crean el club para la emancipación de las mujeres y se distinguen en la movilización revolucionaria, y en 1871, Louise Michel, predicando la Federación Socialista desde el Club de Mujeres de Montmartre, combatiendo al lado de sus compañeros en la Place Blanche, y deportada luego a la Nueva Caledonia, es el símbolo de la lucha revolucionaria de los clubes.

Es imposible disociar, a lo largo del transcurso de que acabo de hacerme eco, la dimensión social de la política en la actividad pública de los clubes políticos. Y esto es justamente lo que les confiere su potencia de transformación radical. Con el siglo XX y la generalización de los partidos políticos, los clubes tienen, necesariamente que situar su acción en relación con ellos. Para no movernos de Francia, que es su cuna, y limitándonos a la década que va de 1958 a 1968, el cerca de centenar de clubes y asociaciones políticas que entonces existen podrían agruparse de acuerdo con la siguiente tipología, que me inspiran los libros de Janine Mossuz y Jean-André Faucher:

1. Clubes filiales de los partidos: a) filiales de la SFIO: Círculos Jean Jaures, CEDEP, etcétera; b) filiales de la Mayoría: Perspectivas y Realidades, Club Nueva Frontera, etcétera.

2. Clubes ideológicos animados por una personalidad política más o menos independiente de los partidos: el Club de los Jacobinos, con Charles Hernu y Roland Dumas; Socialismo y Democracia, con Alain Savary; el Club de la Izquierda, con Claude Estier; Socialismo Moderno, con Pierre Beregovoy; Poder Socialista, con Gilles Martinet; Centro de Acción Institucionasl, con Georges Dayan; UGCS, con Jean Poperen, etcétera.

3. Clubes de reflexión y análisis de orientación metapartidista: Ciudadanos 60, Círculo Tocqueville, ADELS, Posiciones, CIPES, CREPT, Jean Moulin, etcétera.

4. Clubes de intervención social: CAPT, Proudhon, Acción y Democracia, Choisir, etcétera.

El destino de cada uno de ellos parece depender de la capacidad diferenciadora de su identidad, de la adecuación de su respuesta a las expectativas e intereses que encara y de los medios que puede movilizar. El éxito del Club Jean Moulin, por ejemplo, deriva de haber logrado imponer sus tesis sobre el fin de la guerra en Argelia (acuerdos de Evian) y de haber conseguido que prevaleciera su hipótesis de un candidato presidencial que no fuese el candidato de un partido, sino de toda la izquierda. El nuevo partido socialista francés es el término de un largo y complejo periplo de agrupación de fuerzas, clubes y asociaciones políticas, en el que la Convención de Instituciones Republicanas y la Federación de la Izquierda Demócrata y Socialista fueron ámbitos decisivos para que el nuevo colectivo socialista adquiriera su figura actual y para que FranQois Mitterand se alzara como su líder indiscutible.

¿Se sitúan en este panorama los clubes españoles de hoy? ¿Qué pueden tener y pretender en común hombres que se conocen como próximos a Manuel Fraga y a Pío Cabanillas con gente procedentes del PCE y de la Izquierda Revolucionaria? Hablo de la Fundación. ¿Cuál es la especificidad y cuáles son los objetivos de los clubes liberales de Garrigues Walker? ¿Son el instrumento político español de las multinacionales y/o la apuesta electoral de la CEOE? ¿Se sitúan en línea con el conservadurismo económico y el administrado progresismo social de Giscard d'Estaing y Simone Veil, a Borto incluido, o se inscriben más bien en la orientación que representa Antonio Fontán? ¿Son todos ellos algo más que rampas de lanzamiento de impacientes figuras políticas que quieren evitarse el rodeo del militantismo partidista? De la Fundación diré, en cuanto me dé paso este diario, lo que pienso como miembro de a pie. De los demás, que cada palo aguante su vela.

José Vidal Beneyto sociólogo, escritor y profesor universitario, es presidente del Comité intrnacional de Comunicación y Cultura. Entre sus libros cabe citar Del franquismo a una democracia de clase y La España desencantada.

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