300 intelectuales juntos
Más de trescientos intelectuales de la América latina y el Caribe y un grupo de observadores de España se reunieron cuatro días en La Habana la semana pasada para conversar en familia. Había de todo: escritores, pintores, músicos, profesores universitarios, y lo mismo se encontraba un comunista indignado por las agresiones al clero de su país que un sacerdote dispuesto a explicar las conveniencias del socialismo. Pero el tema era uno sólo: los peligros que amenazan la soberanía y la identidad cultural de nuestras naciones, en estos momentos en que un vaquero de película se ha metido a caballo en la Casa Blanca.Siempre he tenido un prejuicio contra los intelectuales, entendiendo por intelectual a alguien que tiene un esquema mental preconcebido y trata de meter dentro de él, aunque sea a la fuerza, la realidad en que vive. Graham Greene, que al parecer tiene el mismo prejuicio, explicó alguna vez que los novelistas no somos intelectuales, sino emocionales, y ese esclarecimento me puso la conciencia en orden. Con todo, nunca había asistido a una reunión de intelectuales, y menos a una de trescientos, porque me parecía que era como asistir a un aquelarre de trescientos partidos políticos contrapuestos.
Al menos esta vez me equivoqué, El encuentro de intelectuales por la soberanía de los pueblos de nuestra América fue un certamen compacto y serio, en el cual se pasó por encima de tantas diferencias secundarias y se consiguió un acuerdo unánime en torno de una preocupación que era la mayor de todas. La Prensa extranjera, y sobre todo las agencias de Estados Unidos, pusieron sus recursos enormes al servicio del silencio. Que nada se supiera de nosotros, que nunca nos habíamos visto, y que quienes vinimos no éramos los mejores. La verdad es que fueron muy pocos los que faltaron -muchos de ellos porque no pudieron eludir otros compromisos-. El documental final, corto, sobrio, sereno, no sólo es reflejo fiel del espíritu que prevaleció en estos cuatro días, sino que muestra muy bien el grado de madurez del encuentro.
Una novedad notable fue la reincorporación de los amigos del Brasil a un diálogo interrumpido desde hacía mucho tiempo. Para mí, y de un modo muy particular, éste es un motivo grande de alegría: de algún modo dificil de explicar, los brasileros llevan a todas partes un grano de locura que les da una dimensión nueva a las cosas, son portadores de la buena suerte. Fue la delegación extranjera más numerosa: 36 iluminados, precedidos por un terremoto, la actriz Ruth Escobar, que vino a reivindicar, con su hermosa voz de navegante, los derechos de la mujer. Tenía razón: una talla del encuentro era la escasa participación femenina. Ruth Escobar lo hizo notar desde la primera sesión. Yo, que a pesar de mis esfuerzos constantes no he logrado superar el machismo intravenoso que me inyectaron desde la cuna, me quedé pensando que en la realidad sólo hay algo en que el hombre es superior a la mujer, y es en la ternura. No lo hice por desconcertar a Ruth Escobar: lo creo. Como creo que la mujer dispone de una fuerza de poder de que carecemos los hombres: su falta de indulgencia.
Un periodista europeo, sorprendido por la unanimidad de este encuentro, andaba preguntando entre los asistentes si seríamos capaces de sostener un diálogo tan fluido con los intelectuales europeos. A título personal le contesté que no, por una razón que ni los europeos ni nosotros nos hemos decidido a aceptar: nuestra concepción de América Latina parte de dos análisis distintos. Durante la década de los sesenta, los intelectuales europeos se colocaron en la primera línea de la solidaridad con nosotros, nos desbordaron con un alborozo idealista que, sin embargo, no resistió el primer embate serio de la realidad. Su análisis tenia, y sigue teniendo, un rezago colonial: sólo ellos se creen depositarios de la verdad. Para ellos sólo es bueno lo que ha probado serlo en su propia experiencia. Todo lo demás es extraño, y, por consiguiente, inaceptable y corruptor. En la actualidad les resulta casi imposible hacer cualquier análisis del mundo sin tomar como punto de referencia la intervención soviética en Afganistán o la marmita a alta presión de Polonia. Para ellos nada ocurre en nuestro ámbito que no sea un designio tenebroso de la Unión Soviética. Una tentativa de imponer su modelo. Tal vez sin darse cuenta y, por supuesto, sin desearlo, los intelectuales europeos coinciden en esas concepciones con las del Gobierno del presidente Reagan.
Trescientos intelectuales de este lado del Atlántico hemos discutido nuestros asuntos durante cuatro días sin apelar a ningún punto de referencia que no sea de nuestra realidad propia. Para nosotros, por encima de cualquier otro, el riesgo mayor e inminente es la forma en que nos concibe el Gobierno de Reagan, cuyo altavoz hacia el mundo es la muy tenebrosa Kirkpatrick -embajadora ante las Naciones Unidas-, quien declaró hace poco que el régimen del general Pinochet es un ejemplo de la democracia autoritaria que nos hace falta para ser felices, y que los nicaragüenses estaban menos oprimidos con el general Anastasio Somoza que con el Gobierno actual.
La paradoja mayor es que me parece imposible convencer de su error a los intelectuales europeos, y en cambio creo posible y urgente convencer a los norteamericanos siempre he creído que éstos carecen de la arrogancia que distingue a los europeos, y están animados por un deseo de entender que les aproxima más a nosotros.En realidad, la opinión pública de Estados Unidos es mucho más sensible a nuestro drama, está más dispuesta a escuchar y admitir nuestras razones. Además está tan penetrada por las corrientes profundas de nuestra cultura que ya casi nada de lo nuestro le parece extraño. En este encuentro, la tendencia fue unánime: vamos a conversar lo más propio posible, con intelectuales de Estados Unidos.
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