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RELIGIÓN

La Iglesia francesa denuncia las predicciones de Nostradamus sobre la tercera guerra mundial

«Papa romano: no te acerques a la ciudad que bañan dos ríos (Lyon). Tu sangre y la de los tuyos será derramada en ese lugar cuando la izquierda llegue al poder». El que habla es Nostradamus, quien poco antes ha dejado en claro que ese Papa se llamará Pablo, será polaco y tendrá por divisa de labore solis, la misma que Malaquías asigna a Juan Pablo II.

REYES MATENostradamus, el visionario francés del siglo XVI, ha obsesionado durante todo este verano a la opinión pública francesa. Trescientos mil ejemplares se han vendido de la edición preparada por Jean-Charles de Fontbrune, no sólo en librerías, sino en supermercados y quioscos, al precio de unas 2.000 pesetas. El pánico ha cundido en muchos ciudadanos galos, que huyen de las ciudades que serán el escenario bélico de la tercera guerra mundial. Tal ha sido la convulsión, que la jerarquía católica se ha creído obligada a denunciar «el mercado del miedo montado en base al mago Nostradamus». Michel de Nôtre Dame, Nostradamus (1502-1566), astrólogo y médico personal de Carlos IX (siglo XVI), no era un profeta desconocido. Lo que, sin embargo, le ha puesto en la picota de la actualidad han sido la traducción e interpretación llevadas a cabo por el médico Max de Fontbrune y su hijo Jean-Charles, a lo largo de 44 años de trabajo. Los nazis destruyeron la edición de Max de Fontbrune en 1940, por haber vaticinado la caída de Hitler. En 1938, Max de Fontbrune había anunciado, en base a las profecías de Nostradamus la invasión de Francia por Bélgica de las tropas alemanas, así como el fracaso bélico germano y el fin trágico de Hltler. En Nostradamus había encontrado el desarrollo de las acciones bélicas, la existencia de Pétain, «un anciano que luego sería despreciado», así como la salvación protagonizada «por un general momentáneamente retirado, y que volvería en plan triunfador»: De Gaulle.

Su hijo siguió en la tarea de traducir y descifrar nuevos textos, llegando a ofrecer en la presente edición, Nostradamus, historien et prophéte, 1.160 estrofas de las 4.772 que componen las profecías de aquél.

Nostradamus coloca sus profecías entre 1732 y 1999, período que, según Fontbrune, abarca el período específico de la civilización contemporánea: «Según los signos del cielo», dice Nostradamus en 1555, «la Edad de Oro acaecerá después de un período revolucionario que trastocará cuanto existe y que, fijando la fecha en el momento que yo escribo, comenzará a desarrollarse dentro de 177 años, 3 meses y 11 días, acarreando la corrupción de las costumbres e ideas, con guerras y gran hambre». En 1732, comenta Fontbrune, llega a París J. J. Rousseau, un personaje clave en toda la interpretación, y al que se considera padre de la sociedad moderna.

El núcleo de sus predicciones se centran, sin embargo, en el siglo XX. Ya estamos en puertas de la tercera guerra mundial, que será una confrontación entre rusos y árabes contra Occidente. En siete días, los rusos se presentarán en París, y esta vez no habrá un Von Choltitz para salvarla de la quema: París será incendiada. La OTAN, sic Nostradamus-Fontbrune, caerá como un castillo de naipes. La resistencia se organizará desde España, cuyo rey, un descendiente de Felipe V, vendrá en ayuda de Francia y Turquía. El rey borbón español acabará siendo vencido en los Pirineos, y los moros, capitaneados por un jefe libio, ocuparán León, Sevilla y Barcelona. La liberación de Occidente, dirigida por el rey francés, Enrique V, borbón, jefe militar, «como Juan Carlos I», dice Fontbrune, quien acabará con rojos, moros, republicanos, y será coronado en Reims.

La edición de Fontbrune no traduce la estrofa IX, 78, que dice así: «La dama griega digna de belleza / recorrerá feliz puertos innumerables, / será llevada al Reino de España, / y hecha cautiva morirá de muerte miserable».

En cinco años, la tercera guerra Mundial

Nostradamus no ha fijado la fecha de esta conflagración mundial, que Fontbrune coloca en unos cinco años. Lo que sí adelanta es una seríe de signos precursores, que son los que inquietan a la opinión pública francesa: movimientos revolucionarios en Inglaterra y Francia, la caída del oro, el conflicto franco-iraní, la persecución religiosa en Polonia, el triunfo del socialismo en Francia, la crisis árabe-israelí, la figura revolucionaria del libio Gadafi..., y la presencia del Papa polaco. Nostradamus, médico y astrólogo, cree recibir su fuerza visionaria «de la inspiración divina que me ha dado conocer el futuro con la ayuda de los astros». Pero no quiere saber nada de la astrología: «Que los astrólogos», dice, «tontos y bárbaros, se alejen de mi obra». Lo suyo es la profecía, aunque en un momento confiesa que destruye cuidadosamente los libros antiguos que lee para que el futuro invente las claves interpretativas.

A pesar del constante temor a la Inquisición, Nostradamus se cree un profeta. Un profeta francés; de ahí que Francia y la Iglesia católica sirvan de hilo conductor de todo su vaticinio. Como en Malaquías, la suerte de la civilización occidental está ligada a la Iglesia, simbolizada en el papado. El trío latino de Francia, Italia y España ocupa el proscenio. El momento más oscuro de la próxima guerra coincide con la destrucción de París, capital de la nación «hija mayor de la Iglesia», y de Roma, la sede del catolicismo. En este concierto geográfico no puede faltar Israel.

El destino de los papas cae, pues, constantemente bajo la mirada profética de Michel de Notre Dame. Vaticina la elección de Pío XII: «Después de un pontificado de diecisiete años... será elegido un papa totalmente romano». Pío XI reinó de 1922 a 1939 y Pío XII era romano y pertenecía a la vieja aristocracia romana. Pero es, sobre todo, la figura de Juan Pablo II la que, según Fontbrune, marca toda la evolución de la gran guerra. El Papa polaco dejará la sede del Vaticano por otra en el Aventino, deambulará por el mundo y será asesinado por la conjura roja y mora en Lión: «En Montelimar el Papa perderá su aura. La desgracia le sobrevendrá en la confluencia del Ródano y el Saone, causada por soldados escondidos en la maleza, un 13 de diciembre. El trono de san Pedro no habrá jamás conocido antes desgracia tan horrible». Le sucederá Clemente, el penúltimo de la lista, quien tendrá que habérselas con el Anticristo, y acabará asesinado.

La victoria final de Occidente pondrá fin al rosario de desgracias infligidas por la coalición ateo-musulmana y supondrá la apoteosis de la Iglesia: de nuevo una Europa unida en torno a Roma. La felicidad durará hasta 1999, fecha de la última y definitiva confrontación bélica mundial contra China. Para lo que quede será el momento de la Edad de Oro.

Demasiado lejos

El cardenal de Marsella, Roger Etchegaray, piensa que el fenómeno desencadenado por el tándem Nostradamus-Fontbrune ha ido demasiado lejos: «Ante todo no te abandones entre las manos de Nostradamus, ese viejo mago provenzal que ha vuelto con tanta fuerza gracias al éxito de una nueva versión hecha al gusto de nuestro tiempo, con un ladrillo de seiscientas páginas al precio de 120 francos, del que ya se han vendido 200.000 ejemplares (300.000 según las últimas cifras). Vamos: miremos en dirección a la Iglesia, que no tiene miedo del apocalipsis, siempre que se trate del verdadero, el de san Juan». De lo que no cabe la menor duda es de que la psicosis milenarista que recorre Francia tiene tanto que ver con Jean Charles de Fontbrune como con Nostradamus. Este escribe en un francés latinizado; sus millares de estrofas no siguen un orden cronológico, sino que constituyen un colosal puzzle que exige traducción y colocación. Fontbrune logra una cuca interpretación, donde las estrofas salteadas acompañan a la historia (que ha sido, pero que dan la impresión de ser guías de los acontecimientos. Esto en lo referente a la colocación de las estrofas.

Pero la clave del éxito hay que buscarla en la sutil traducción y en el montaje del libro. Cada profecía consta de tres cuerpos: la estrofa de Nostradamus, su traducción a un francés moderno, ya que el original está escrito en francés latinizado, y un epígrafe de Fontbrune, que sitúa a esa profecía en un determinado momento histórico. Nostradamus, por ejemplo, escribe «cuando florezca la rosa»; en la traducción actualizadora Fontbrune ya dice «cuando la izquierda llegue al poder», y el epígrafe sitúa a la estrofa en el contexto de la victoria de Mitterrand. El lector acaba creyendo que Nostradamus habla de los socialistas franceses. Otro tanto ocurre cuando el visionario del siglo XVI dice: «Vi en el cielo un fuego que se desplazaba con una larga estela»; Fontbrune traduce: «Se verá entonces fuego en el cielo y correrá un gran cohete». Y coloca a la estrofa bajo el epígrafe «utilización de cohetes nueleares». Con Juan Pablo II ocurre lo mismo: el texto habla de un papa Pol, que Fontbrune traduce por (Juan) Pablo II y polaco. Junto a este juego de insinuaciones están, por otro lado, aciertos clarividentes, como esa descripción de la segunda guerra mundial que hiciera Max de Fontbrune, el desembarco de Garibaldi en Magnaracea, el número de navíos de la flota Nelson en Trafalgar o la duración de la vida de Hitler.

Mientras llega el futuro, los sociólogos ya han empezado a hacerse con el asunto. Los hay que piensan que se trata de una serpiente de verano que no aguantará los rigores del invierno próximo. Los alemanes, sobresaltados con lo que ocurría en la inquietante Francia, piensan que Fontbrune ha descubierto un vacío en el mercado: meter en un libro todo el horror de un apocalipsis final. Bien es verdad que el cine ya lo ofrece; pero el libro tiene una magia de seriedad realista que colma el Nostradamus de Jean Charles de Fontbrune.

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