Motines, fugas y huelgas de hambre
LAS ELOGIABLES intenciones para lograr la humanización y mejoramiento del sistema penitenciario, cuyas deplorables instalaciones materiales y hábitos despóticos constítuyen una de las herencias del régimen anterior, no han conseguido superar apenas el nivel programático de las palabras y de las leyes. Para mayor desgracia, la frecuente dureza de los métodos disciplinarios marcha en paralelo con una debilidad alarmante en los sistemas de seguridad de las prisiones, de forma tal que las intentonas de fuga y la excavación de túneles alimentan periódicamente la sección de sucesos de la Prensa.No faltan interpretaciones que ponen en relación directa de causa y efecto las modestísimas reformas hasta ahora conseguidas en el régimen penitenciario y las evasiones conseguidas o frustradas. Sin embargo, sería más correcto plantear esos dos problemas de forma independiente o preguntarse incluso si ambos se hallan conectados entre sí de forma inversa. Hay razones para sospechar que la costumbre de confiar exclusivamente en los malos tratos o en procedimientos disciplinarios de extrema dureza para garantizar la seguridad de las cárceles ha dejado sin recursos a la administración penitenciaria para realizar sus tareas de vigilancia, desde el momento en que se ve obligada, al menos teóricamente, a respetar esos derechos humanos que los procesados o condenados conservan, sin otra excepción de los recortes a sus libertades que el encarcelamiento lleva consigo.
En ese sentido, hay que rechazar como falso el dilema que nos obligaría a elegir entre cárceles medievales, pero seguras, y prisiones respetuosas de la condíción humana, pero facilitadoras de evasiones masivas o fugas individuales. La Constitución garantiza a todos los españoles unos derechos que sólo de forma excepcional, y según procedimientos legales pueden ser suspendidos o limitados. El artículo 25 de nuestra norma fundamental no sólo señala que las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad "estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social" de los presos, sino que además establece de manera taxativa que todo condenado "gozará de los derechos fundamentales" detallados en el capítulo segundo del título 1, con la sola excepción de los que se vean "expresamente limitados por el contenido del fallo condenatorio, el sentido de la pena y la ley Penitenciaria". A mayor abundamiento, la Constitución asegura a los reclusos "el acceso a la cultura y el desarrollo íntegro de su personalidad".
Sólo la aceptación por la administración penitenciara de esa obvia exigencia y la vigilancia del Parlamento pueden alejar cualquier tentación de cumplir esa penosa tarea, que no es otra que aplicar la decisión del poder judicial de mantener en régimen de privación de libertad a los reclusos, mediante métodos que conculquen los derechos constitucionales o la normativa penal. Y, a la vez, la aplicación de un régimen penitenciario respetuoso de los derechos humanos de los presos obliga a buscar sistemas de seguridad en las prisiones que logren su eficacia mediante procedimientos que exigen mayores inversiones, superior preparación técnica de los funcionarios y nuevas instalaciones.
El motín que se produjo en el Centro de Detención de Jóvenes de Carabanchel, a finales de agosto, tiene causas mediatas todavía insuficientemente aclaradas. La escasez de funcionarios, la masificación de la población reclusa y la falta de actividades crean el caldo de cultivo para que las frustraciones, el descontento y la desesperación deriven en incontenibles explosiones de agresividad y de rabia. De otro lado, las confusas noticias sobre las huelgas de hambre, en El Puerto de Santa María y en Carabanchel, de los presos de ETA exigen una investigación que no beba exclusivamente de las fuentes de los abogados y familiares de los huelguistas o de las informaciones dadas por la dirección de esas prisiones. El asunto de Herrera de la Mancha, que continúa su trámite judicial con el procesamiento del director del penal, demostró que los testimonios de los funcionarios del Estado pueden ser, en ocasiones, menos fiables que las denuncias formuladas por unos hombres que, aunque procesados o condenados, continúan siendo titulares de derechos inalienables.
En el momento en que la vida pública y los trabajos parlamentarios reanudan su curso normal, tras un paréntesis estival en el que los problemas carcelarios no han tomado vacaciones, parece inexcusable que el Congreso de los Diputados abra una amplia investigación en torno a la situación de las prisiones, sobre los graves incidentes ocurridos en Carabanchel y acerca de los motivos que han desencadenado las huelgas de hambre de los reclusos acusados de actividades terroristas. De otro lado, los recortes al gasto público pueden ser aplicados a las manifestaciones de despilfarro de la Administración o a las alegrías en la política de transferencias, pero no deben retrasar o paralizar la imprescindible y urgente tarea de reacondicionar las prisiones españolas, con el doble objetivo de humanizar su régimen interior y de garantizar su seguridad. Mientras las cárceles españolas recuerden aquella siniestra pesadilla turca que el filme El expreso de medianoche describía, será difícil apagar los focos de desesperación y frustración, alimentados por el desdén o la conculcación de los derechos humanos, que terminan convirtiendo en hogueras las prisiones, sin que esa dureza disciplinaria impida, para mayor paradoja, que los reclusos excaven túneles y horaden muros durante meses antes de ser descubiertos por sus guardianes.
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