Alfredo Kraus, después de treinta años como tenor, se intranquiliza antes de una representación
Lleva casi treinta años pisando los escenarios del mundo, en los que ha adquirido fama de tenor seguro, porque nunca falló en ninguna representación. Es uno de los tenores líricos más cotizados y, sin embargo, el pasado martes, hora y media antes de comenzar, con la ópera Rigoletto, de Verdi, el 30º Festival de Opera de Bilbao, Alfredo Kraus se mostraba intranquilo al transformarse, una vez más, en el duque de Mantua. Las entradas de las tres obras que interpreta en este festival se habían agotado con varias semanas de antelación. En el pequeño camarín de Kraus se amontonan, entre los trajes de época y tocadores, realizadores y cámaras de televisión y algún periodista. Cuando, después de extenderse los rumores por los pasillos, por fin llega, advierte amablemente que dispone de poco tiempo y que el encuentro sea, "por favor, rapidito".
Lo primero que hace cuando entra a su camarín es probar si el órgano que se ha colocado junto al tocador está afinado. Se lleva el pelo hacia atrás, frente al espejo, y saca los tarros de maquillaje del neceser. De cuando en cuando se le, escapa algún suspiro. Tiene 52 años muy bien cuidados. Desde hace bastante tiempo sus comidas son vegetarianas, y la víspera de cada representación mueve los labios, no habla. Son quizá estos cuidados, no sólo físicos y se trata con mimo, y la seguridad que ofrece, lo que hace que haya firmado, para 1983, un contrato con la Metropolitan de Nueva York para estrenar la temporada con la ópera La hija del regimiento.
Se ha colocado ya la bata azul turquesa, se mira las uñas y comienza a maquillarse. No tiene reparos en participar a desconocidos que encuentra en su camarín, con una naturalidad embaucadora, cualquier cosa que le preocupe en el momento: "El tiempo está muy pesado, ¿no?". Algún informador le pregunta si se siente seguro al representar un personaje tantas veces repetido. "El papel", responde, "sigue su línea y, aunque todo se supera por un sentido de la responsabilidad, es inevitable la influencia del estado de ánimo y las variaciones del humor en la interpretación de un mismo papel". En contra de lo que se cree, es el público, en opinión de Kraus, "quien con su carga emocional ayuda al intérprete la transmisión y el magnetismo de aquél hacia el cantante son a veces decisivos".
Le acosan con preguntas, y sobre el proceso de readaptación de una soprano a otra, Kraus confirma que es necesaria una conjunción entre todos los artistas. En el diálogo aparece el nombre de la célebre María Callas. Su cara se ha vuelto más expresiva ante el "recuerdo maravilloso" de la que fue una gran amiga y colega, con la que cantó La traviata en Lisboa. "Fue una experiencia, desgraciadamente, corta", sentencia.
Solo ya, en su camarín, con ayuda del órgano, Kraus templa la garganta. Tratando de llegar al último tono, fuerza la voz al máximo, mientras se viste con cierta parsimonia.
Entran y salen muchachas con los labios muy pintados, el pelo enmoñado, señores con leotardos silvando por los pasillos. Falta, sólo media hora, todo está a punto. Llegan unas flores a Marielle Devia, que se colocan en el tocador de la soprano. Matteo Manuguerra, el barítono-Rigoletto, se ha ajustado la joroba.
Alfredo Kraus se va aislando. Sólo su mujer, que casi siempre le acompaña -"él lo prefiere"-, tiene acceso a la necesaria intimidad de la concentración. Son las 20.30 horas. Ya vestido, Alfredo Kraus sale hacia las candilejas, transformado en el bello duque de Mantua dispuesto a seducir a la hija de su bufón, Rigoletto.
Al final del acto segundo, Alfredo Kraus recibirá en su camarín la visita de los duques de Alba, que pasan unos días de descanso en San Sebastián. Se esperaba también un encuentro simílar con el presidente del Gobierno vasco, Carlos Garaikoetxea, gran aficionado a la ópera, pero razones de seguridad aconsejaron posponer el encuentro al final de la representación. Garaikoetxea saludó efusivamente a los príncipales protagonistas del Rigoletto en el vestíbulo de la Sociedad Bilbaina, donde se celebraba una cena en su honol. El lendakari felicitó efusivamente a Kraus, a quien confesó su admiración desde que, "hace veinte años, te vi cantar en una película".
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