¿Qué te pasa, España?
Cuando las metralletas o las bombas parecen tener, al menos en los últimos tiempos, más fuerza que las voces de un Parlamento o las razones de un pueblo, muchos nos quedamos con una profunda sensación de impotericia. Pero especialmente padecemos ese sentimiento quienes hemos hecho oficio nuestro de cada día el pensar y el escribir. Incluso parece como si la inteligencia, salvo algunas excepciones, se hubiera refugiado en la perplejidad o en el miedo. De todo esto hay. Sin embargo, hay que comprender esa sensación de impotencia que se puede sufrir cuando algunos desde la metralleta o desde el tiro en la nuca están dispuestos a que no prevalezcan más razones q ue los ruidos infernales de sus pólvoras bien preparadas. Puestas las cosas así, realmente quedan muy pocas ganas, y sobre todo muy pocas esperanzas, de que una especulación o un pensamiento, por muy bellos o acertados que sean, puedan resolver algo dentro de un conflicto cuyos ruidos dominantes no son las voces que dialogan, sino unas simples detonaciones criminales. Sin embargo, se han hecho, y con razón, múltiples llamadas, que eran también quejas, a que los intelectuales hablaran más sobre esta dura y renovada crisis que sufre España.Desde hace ya años circula la moraleja popular de que este país no tiene arreglo. Llevamos casi siglos de guerras civiles. Yo no sé si los historiadores habrán hecho sus estadísticas comparativas, pero me da la impresión, por lo que conozco, que con regularidad casi programada nos toca un conflicto sangriento de mayor o menor entidad cada dos por tres. Quizá sea algo que le pasa a toda la humanidad. Si vemos nuestra historia en siglos, veremos que no hay generación que haya podido salir de este mundo sin haber visto en su contorno inmediato e incluso en sus mismas carnes la cara siempre negra de la violencia. Y cuando las cosas, en algún momento, parecen haberse enderezado, surge no sé qué suerte de redentores que quieren poner boca abajo a este pueblo para decirle, para dictarle al oído lo malo y torpe que es y hacia dónde Cebe dirigir sus pasos. Y si no se pone boca abajo, o no quiere oír o seguir esos dictados, se le pincha como una aceituna.
Bajo estas repetidas crisis nacionales de violencia fratricida, uno se pregunta si es que hay alguna clase de ley histórica o de destino fatal para esle pueblo que le conduce ciegamente hacia un cementerio que siempre le espera con las fosas abiertas y preparadas. Da la impresión de que estamos condenados a ser piel de toro agujereada de banderillas y estoques. Y como estas tristes historias hispánicas se repiten, la verdad es que queda poca o casi ninguna ilusión para pensar que una teoría de tantos problemas pueda arreglar algo en concreto. Aunque tampoco andan muy acertadas en este tema las fuerzas políticas. Quizá por todo ello a veces parece reducirse su historia a un hacer lo que se puede a la espera del inevitable confrontamiento violento. Triste país, que sólo tiene la espera del condenado y ninguna otra esperanza.
Sin embargo, no creo -o quizá no quiero creer- que España no tenga arreglo, ni que una fatal
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ley histórica o un necesario destino de tragedia constituyan el carril inevitable de sus recorridos nacionales. No lo creo o no. lo quiero creer. En todo caso, lo importante y decisivo es que nos preguntáramos, sin desánimo, sí hay alguna posibilidad, alguna medida, alguna política concreta y eficaz que remedie tanto desatino. Somos un pueblo peculiar y no creo que ni mejor ni peor que otros. Las comparaciones son, odiosas, pero pienso que por ahí, y no muy lejos, hay también otros pueblos que pueden igualarnos o nos superan en construir historias trágicas. Tal vez estemos hablando de males universales. Pero de nada sirve o nada consuela pensar que el hombre o la humanidad son así. Interesa ante todo que este pueblo español no viva siempre sobresaltado porque, un día sí y otro no, se ve conducido a beber en ese cáliz doloroso de la violencia. Pero vuelvo a lo de antes. Ni leyes históricas ciegas, ni destinos trágicos inevitables, ni consuelos de que las cosas son así, ni desesperanza de que no hay soluciones concretas. La historia nunca está escrita ni prescrita sin la intervención del hombre.
Pero ¿a dónde asirnos cuando nos caemos, continuamente en el vacío de tanta sinrazón, en ese vacío que siempre termina en bayonetas de colores? Ciertamente, no hay recetas para contestar a esa pregunta ni frases definitivas que puedan tener cualquier poder taumatúrgico de solución. Sin embargo, hay una idea de principio que puede ser tenida por válida: todas las salidas, menos las violentas, pueden servirle a este país, a este pueblo, para buscar y encontrar un presente y un futuro mejores. Pero, además, desde mi punto de vista de intelectual abstracto que habla por deformación de vaguedades o de músicas celestiales, creo que un intento de salida es proclamar, propagar y vocear por calles y pueblos, y en la televisión, y en la escuela, y en la Prensa la necesidad de asumir y vivir una serie de actitudes que han de ser carne de la carne de España. Y a título de ejemplo voy a referir algunas, no todas, que me parecen importantes y útiles para enderezar una historia tan zigzagueante de absurdos y locuras.
La primera actitud que así ha de proclamarse y pregonarse es la actitud de la duda, de esa sana duda que conduce al diálogo. Mientras que en España haya quienes, desde cualquier método metafísico, científico o carismático, crean haber descubierto la verdad de España, seguiremos rodando hacia la muerte con intermitencias o excepciones. Dudar no es dejar de creer. Dudar es pensar que puedo estar equivocado y que el otro puede estar en un camino más certero que el mío. Pero los enamorados ciegos de la verdad, de su verdad, tienen siempre la tentación de salvar a los descarriados, y esto sabemos lo que significa en España. Por ello hace falta una gran campaña de la flexibilidad, del respeto, del diálogo de todos los españoles. No hay una España, aunque España pueda y deba ser una. Pero ninguna España puede ser impuesta a golpe de lo que sea, porque entonces sí que no sería España. Sería simplemente una cárcel, a la que su loco director quiso llamar, no sé por qué, España.
La segunda actitud ha de ser la de la prudencia y el realismo, aunque esto suene a algunos a música conservadora. Pero se trata simplemente de convencer de que el mundo, y también España, no se hizo ni se cambia en un día. Y no porque no fuera de desear, sino simplemente porque la naturaleza de las cosas no da para más. En este sentido debemos reconocer que casi cinco siglos, muy peculiares, nos contemplan desde que Isabel y Fernando dijeron que se había acabado la desunión y que esto era ya y sólo ya España. Y esos siglos no los podemos borrar. No todos los pueblos tienen bajo sus pies el mismo suelo, la misma historia. Y todo lo que sea tirar por elevación en el devenir histórico es fuego de artificio o simplemente una provocación, sin duda noble y utópica, a quienes todavía son dueños de esa historia. Sin actitudes prudentes y realistas, que no tienen por qué ser inmovilistas ni conformistas, aquí no habrá nunca posibilidad de progresa o simplemente de ser.
Pero hay una tercera actitud a recomendar. Y es que España no es nada definitivamente hecho, sino ante todo la noble ilusión de unas gentes, de un pueblo que ha recorrido un largo camino de siglos y que quiere seguir recorriendo muchos más con horizontes nuevos. Es la actitud del progreso y del cambio la que hay que meter en nuestras mentes y especialmente en las cabezas de nuestros futuros redentores históricos, que ahora son pequeñitos. Y esta actitud es importante, porque en España domina el viejo Parménides con su ente uno e inmóvil y se desprecia a Heráclito con su fluir de todo. Aquí lo bueno es lo que no cambia. Cambiar es lo malo. Para algunos, o quizá para muchos, lo bueno de España sería su petrificación histórica. Sin embargo, cambiar es lo humano, porque el hombre es tiempo e historia. Y conste que no se trata de cambiar por cambiar, ni de creer que todo cambio ha de ser por sí mismo siempre positivo. Pero ese horror al cambio traspasa en España las barreras de lo razonable.
También es necesaria la actitud de la seriedad. A veces pienso que este país no es de derechas ni de izquierdas, sino simplemente que no es serio, que no funciona. Se podrá tener aquella o esta ideología, pero lo que no es de recibo es frivolizar sobre el destino de un pueblo so pretexto de lo que sea. No se quiera entender esto como alguna llamada a cualquier suerte de aristocratismo, elitismo o tecnocracia. Lo que no se puede comprender es que un país camine serenamente si no se funciona con seriedad en el estudio de los problemas, con competencia personal y colectiva a la hora de buscar soluciones .
Y, finalmente, está la actitud de la laboriosidad. Este país -y perdónese la ironía, que no quiere relatar una verdad histórica- se ha pasado la vida constituyéndose llára no trabajar ocho horas diarias. Quiero decir que caminar por la historia, entre la razón y el progreso, exige el esfuerzo cotidiano de todas las partes de un pueblo. No se puede negar el esfuerzo serio, constante y responsable, a pesar de todos los condicionantes socioeconómicos que se quieran y deljoco favor que prestan las estructuras laborales dominantes. Y no se quiere con ello hacer ninguna apología calvinista del trabajo. Simplemente se quiere advertir que, sin una productividad generosa, cada vez se hará más profundo ese vacío al que parece que siempre estamos destinados.
Creo o quiero creer que España tiene arreglo. No sé si, ante tanta sinrazón, dar razones para buscar unos nuevos caminos puede servir para algo. Sin embargo, estoy gonvencido de que no cabe el silencio, ni tirar la toalla de la impotencia. Desde el diálogo, desde la prudencia, desde el realismo, desde un espíritu progresivo, desde la seriedad y desde la laboriosidad se puede empezar a construir una nueva historia de España, la historia que, a pesar de todo, España se merece.
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