Pilar Miró
parecía una niña asustada cuando asistió anteayer al estreno de su película El crimen de Cuenca, prohibida durante dos años, y se acurrucó sobre su asiento como hacían los niños de su generación cuando las balas silbaban sobre la cabeza admirada de Gary Cooper, el maestro andante del Oeste. No sólo parecía Pilar Miró una niña asustada de unos cuarenta años cumplidos, sino que lo era, porque los médicos le ha bían dicho que mejor se quedaba en la clínica, cuidándose una salud que ella estima perjudicada por esa vida en la que se dividen, como decía Miguel Hernández, el corazón y los asuntos. En la penúltima fila sufrió, con los innumerables espectadores del filme, finalmente aceptado por una Ad ministración reacia, la ocasión de un estreno que alguna vez pareció imposible.
Antes de que la película terminara. sin que los fotógrafos apenas la vislumbraran, eludiendo las felicitaciones de sus invitados y reacia a la costumbre de conceder entrevistas, la realizadora hizo un mutis inadvertido, dejó el aire gélido del lugar y volvió a esa especie de válvula de seguridad que para una persona que no se siente bien resultan las paredes blancas de una clínica conocida.
Al final de la proyección, los que habían acudido al estreno -Francisco Umbral, Antonio Gala, Pedro Erquicia, Gregorio Peces Barba, Carmen García Bloise, actores de dentro y de fuera de la película prohibidísma- buscaron en vano la presencia menuda de la chica que una vez filmó su amor retrospectivo por la significación de Gary Cooper. Ya no estaba ella. Andaba en las nubes de un hospital desconocido.
Aparte de la anécdota de la ausencia persistente de la realizadora en su estreno, pocos datos a reseñar de la presentación más secuestrada de la reciente historia del cine español: varios automóviles de la Policía vigilaron los distintos locales del estreno, algunos agentes de paisano se confundieron entre los espectadores y no hubo incidente alguno.
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