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El "tiro al líder"

Primero fue el PSOE y su turbulento 19º Congreso. Después, UCD, que desde sus orígenes fue un partido sin otra argamasa que la del poder. Y más tarde, el PCE. Los grandes partidos políticos nacionales se debaten en una agonía, lo cual, en principio, dista mucho de tener qué ser necesariamente negativo, que no es sino el reflejo y la consecuencia del complejo y confuso período de transición política vivido por este país desde la muerte del general Franco. Hace poco más de cuatro años que los partidos políticos fueron legalizados, después de un corto y ciertamente atípico proceso de tolerancia.Desde entonces, varias confrontaciones electorales, una situación política amenazada y constantemente traumatizada, que no ha permitido consolidar la democracia, y un perpetuo desdibujamiento dedos perfiles ideológicos de todas las fuerzas políticas más representativas han sido, entre otras, las coordenadas básicas entre las que se ha movido. la actuación de los partidos. Digamos, de paso, que éstos han conocido en estos cuatro años un paulatino descenso de su nivel de militancia, una escasa renovación de sus aparatos ejecutivos y una fuerte tendencia a "interiorizar" su acción. Es decir, a compensar, salvo en los períodos electorales y naturalmente en el Parlamento, su escasa presencia pública con constantes tensiones, y no pocos devaneos, intrapartidarias. Periódicamente, y en el caso de UCD perpetuamente, los partidos nacionales se someten a una especie de "terapia de grupo" que nos lleva directamente a su escasa capacidad de airearse hacia el exterior, su peligrosa tendencia a la autofagia y una latente agresividad que surge a la superficie como fruto directo de la poca permeabilidad entre las burocracias que detentan el poder de las ejecutivas y los intentos de renovación de unas bases o de unas minorías ideológicas, formulados las más de las veces por su antipersonalismo hacia la dirección que por su coherencia y definición de objetivos políticos.

El descrédito de los partidos, que, no nos engañemos, tiene su origen, además de en sus propios errores, en cuarenta años de propaganda descalificadora que ha creado hábitos y comportamientos reflejos difíciles de superar en tan corto espacio de tiempo, ha sido muy malo para la democracia. En el caso de la izquierda, además, el paso de la clandestinidad a una casi triunfal presencia electoral supuso, en un primer momento, un artificial poco controlado ensanche de una base más propicia al grito y a la demagogia que a la profundización y a la creación de pruyectos alternativos de sociedad. En este sentido, resulta verdaderamente impresionante la carencia de aportaciones teóricas de la izquierda al actual momento de la sociedad española. Las pocas que se han dado, para más inri, han sido combatidas desde el seno de los propios partidos, más propicios a afirmar las diferencias internas que a buscar los nexos y conexiones entre las distintas tendencias o corrientes de opinión. Sin embargo, probablemente lo más grave, y ése ha sido curiosamente un denominador común de los tres grandes partidos nacionales, y a pesar de las abismales diferencias ideológicas y de organización partidaria, ha sido el serio proceso de desgaste interno con que se han castigado a sí mismos prácticamente sin solución de continuidad desde el verano de 1977. En el PSOE, las cosas parecen estar, en los prolegómenos de su congreso de otoño, bastante más templadas. Entre otras cosas, porque ya pasó el rubicón de aquella explosión de infantilismo izquierdizante y freudiano de la primavera de 1979. Por el contrario, para UCD, su perfectamente inútil y en tantos sentidos bochornosa reunión de Palma no ha producido otra catarsis que la agudización de sus prácticamente insalvables diferencias.

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Le llegó después el turno al PCE, tras de ese pintoresco viaje de ¡da y vuelta al eurocomunismo por parte de¡ PSUC, y de nuevo son detectables algunos neuróticos signos de masoquismo y crispación que nada añaden al debate, sino que, muy al contrario, lo enturbian y desnaturalizan.

Vaya por delante la afirmación de que, a mi entender, la lucha por el poder y el control del aparato es innata a los partidos. Y que nada hay de escandaloso ni de censurable en ello. Los que tanto se escandalizan y arriman el ascua para hacer propaganda antidémocrática olvidan que, en los regímenes donde no existen los partidos, otro tipo de combates menos confesables e infinitamente más cruentos sustituye esta dialéctica consustancial a toda estructura política viva. Lo que sucede es que en España la falta de solidez y peso específico frente a la sociedad de los partidos tiende a sustituirse por una guerra sin cuartel interna, típica de todo ambiente cerrado sobre sí mismo, que con el lícito deseo de la renovación no se para en el coste externo de operaciones cuyo sentido último se escapa al gran público. Dentro de él, el "tiro al líder", como si de barracas de feria se tratase, es ya una especie de costumbre y hábito consuetudinario. Así no deja de ser chocante que en las campañas electorales (el marketing manda) se personalicen al máximo y se identifiquen unas siglas con un reducido número de rostros, y meses más tarde esa imagen sea crucificada y vapuleada por sus propios partidarios. La crítica al ejercicio del poder es siempre necesaria, pero eso es una cosa y otra muy distinta las descalificaciones globales, los juicios que olvidan la labor de conjunto y el perfil histórico de un líder y la total negación de éste. Como si, hoy por hoy, y dentro de los esquemas que ¡mpone el sistema electoral, fuese posible prescindir de ellos en cualquier contienda de cara a las urnas. La velocidad con que en España se queman líderes por sus propios partidarios es verdaderamente asombrosa. Felipe González estuvo a punto de caer en el pasado congreso; Adolfo Suárez es hoy duque defenestrado por sus adeptos, y Santiago Carrillo ha quedado "tocado del ala". Son tres casos, evidentemente, muy distintos, y muy distintas las personalidades y las circunstancías. El caso de Suárez -además-, como jefe de Gobierno, es otra cuestión. Pero, fueron tres piezas básicas en la transición y sus "enemigos interiores" parecen olvidar que algo tuvieron que ver con la cosecha de votos de sus respectivos partidos y que en ninguna parte con sistema pluralista los líderes son de "quita y pon". Desde luego, en Europa no se conoce un caso parecido al español. Lo que, a lo mejor, no es ningún buen ejemplo, pero no se acaba de ver, en las actuales circunstancias internas y externas a los partidos, qué es lo que se consigue con defenestrar cabezas, el hipercriticismo a su actuación y el olvido de su peso específico y simbolización ante la opinión pública. Naturalmente, los congresos de los partidos están para evitar cualquier "patente de corso" (a las que tan aficionadas. son las ejecutivas) y el excesivo personalismo. Pero no acaba de saberse a dónde se va cuando se quiere dar un vuelco a la situación interna y las lógicas discrepancias con una gestión determinada se convierten en el despiadado descrédito de un líder al que, por lo demás, hace pocos meses se adulaba y endiosaba.

En fin, en política parece elemental medir el coste de cualquier operación, por muy legítima que ésta sea. El coste externo, pero también el interno. El dinamismo que sería de desear renovase las estructuras internas de los partidos no puede hacerse si la pluralidad de voces y de corrientes son acalladas y marginadas. Pero los partidos, ninguno, pueden permitirse el lujo de hacer del "tiro al líder" el máximo deporte congresual. La llamada a la integración parece, pues, imprescindible. Tal y como están las cosas, y en la ímproba tarea de consolidar la democracia, aquí no sobra nadie y falta mucha gente. Si los partidos políticos fuesen capaces de convertir su,agresividad interna en fuerza motriz hacia el exterior, otro gallo nos cantaría a todos.

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