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Reportaje:Madrid se encoge en verano / 2

Una ciudad a la medida del hombre, 30 días al año

En el mes de agosto, los madrileños compran dieciséis millones de billetes de metro, muy pocos si se los compara con los casi 38 millones de enero, mes en que deciden reducir gastos después de una larga reflexión sobre la realidad y el deseo. Según la más inquietante revelación estadística, de cada mil de ellos, tres intentan viajar gratis por dos procedimientos ilegales distintos: o bien falsifican los billetes, o bien pasan clandestinamente por los embudos. Los polizones maduros utilizan la habilidad, y los jóvenes, la velocidad.A despecho de los planes de renovación de convoyes y ampliación de líneas, los esquemas de convivencia permanecen inalterables. El viajero del metro renuncia a los paisajes en beneficio de la rapidez. Acepta los empujones y las apreturas porque sabe que los trenes subterráneos han sido estrictamente pensados para irse a otra parte. Casi todos los personajes son impersonales. Basta comprar un billete para convertirse en la letra pequeña de las grandes listas de la ciudad, en el madrileño medio. A primera hora, las oleadas de madrileños-módulo se distribuyen diariamente en los polígonos industriales: salen del subsuelo como topos frente a la puerta de sus fábricas, en el polígono Central, de Méndez Alvaro; en el polígono Sur, de Villaverde, o en el polígono de Barajas, en la zona Este. O se distribuyen a lo largo de Bravo Murillo, en los pequeños comercios del apretado barrio de Cuatro Caminos, o en los comercios medianos y grandes de los ejes Alcalá-Goya. Los oficinistas también dependen de él. Si el metro se detiene, Madrid se tambalea.

La actitud más común entre los viajeros es la indiferencia, por eso todo comportamiento distinto es, necesariamente, desmesurado. Cierto boxeador del peso superwelter que se hospedaba en la calle de Cipriano Sancho, II, llevaba hasta sus últimas consecuencias un comportamiento distinto. Compraba una lata de sardinas de las de dos kilos. Llegaba al vagón, seleccionaba a un hombre distraído, preferiblemente a un lector de La Hoja del Lunes, y se le acercaba con disimulo, siguiendo la barra-pasamanos. Una vez a su lado, elevaba la lata con naturalidad, apuntaba con cuidado al pie más próximo y la dejaba caer de canto. Casi nunca fallaba. El procedimiento tenía una ventaja adicional: el conflicto era imposible, porque mientras el viajero se recuperaba dando saltos de puntillas sobre el pie sano, el superwelter se desentendía de él para recuperar la lata, que rodaba por el vagón.

Todos los otros comportamientos distintos eran y son, salvo excepciones, menos nobles. Desde hace varios meses, los carteristas han vuelto, atraídos por el olor eléctrico de las estaciones. La policía notificó recientemente que en una sola redada habían sido detenidos ocho en el nudo ferroviario de Atocha. Los exhibicionistas, en cambio, parecen estar en decadencia y se retiran, con sus amplios monos trucados, a los pinares que rodean el nuevo Instituto Anatómico Forense, la facultad de Ciencias Biológicas y el pabellón de Filosofía y Letras, llamado popularmente "Galerías Preciados". Los otros madrileños, los madrileños anónimos, se limitan a hacer posibles fabulosas cifras de recaudación: en agosto de 1980, compraron 16.500.000 billetes, frente a los casi 38 millones de enero, lo que confirma una vez más que Madrid se encoge en verano.

Durante el mismo se conservan, no obstante, las proporciones habituales en el uso de líneas y estaciones. Hay, además de los ordenadores, unos comprobantes infalibles de los puntos de máxima concurrencia: los mendigos profesionales. En agosto, la boca del metro de Sol, salida a Mayor, sigue siendo el puesto preferido por los expertos de la mendicidad, que excepcionalmente lo alquilan a colegas de toda confianza por no menos de 5.000 pesetas-día. Sin embargo, salen perdiendo, porque allí no es dificil recaudar 10.000. Según dicen, Mayor, esquina a Sol, tiene la ventaja del aroma a hojaldre, harina tostada y azúcar glace que viene de la pastelería La Mallorquina.

El nudo de Cuatro Caminos ocupa el segundo puesto en la lista de los mendigos. Comparten los túneles con los pacíficos vendedores de tebeos, "Cinco duros, dos; veinte duros, diez", y en horas punta se llega a los andenes entre largas filas de viñetas y pancartas.

Autobuses: menos pasajeros y más velocidad

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En el mes de enero de 1980 los autobuses y microbuses hicieron sus recorridos a una velocidad media de 15,109 kilómetros-hora. En agosto, la velocidad aumentó a 16,048, cifra notable si se tiene en cuenta que se repiten las paradas de invierno. Pedro Salas, conductor-cobrador de autobús en la Línea 125, que comunica la plaza de Castilla con el barrio Virgen de Begoña, conoce más de cuarenta itinerarios y ha dado con el secreto del equilibrio que hace posible voltear la manivela de la máquina billetera, picar los bonos en la máquina-buzón, pisar el acelerador y poner las monedas sobrantes en el hueco donde debía estar el botón de la bocina, todo a un tiempo. Es la versión municipal del hombre orquesta.Llega a la cochera de Fuencarral a las 14,25 horas, pone el autobús en marcha a las 14,30 y mira con resignación la hoja de recorridos. Hasta las diez de la noche deberá anotar con absoluto rigor las horas de salida y de llegada a las dos paradas extremas del trayecto. Para que todo vaya bien, tiene que hacer los viajes en un mínimo de veinticuatro minutos y en un máximo de veintiséis. Todo fallo provocaría inmediatamente un desajuste acaso irreparable. Después de las carreras más rápidas, enciende un cigarillo en la calle, a un metro escaso de distancia de la rueda delantera derecha. Cuando alguien pregunta si su trabajo es duro, él simplemente se señala la espalda con la punta del cigarrillo. Tiene la camisa pegada al cuerpo desde la cintura hasta los omóplatos, como si alguien le hubiese grabado el respaldo del asiento. Pero también tiene una familia y veintisiete años, ¡qué caramba!.

En agosto de 1980 la Empresa Municipal de Transportes utilizó 1.061 coches como el que conduce Pedro y 122 microbuses; en octubre, sólo dos meses después, tuvo que movilizar 1.434 y doscientos, y en noviembre, aún mas. Contando únicamente los coches grandes, la Empresa redujo el parque durante el verano en un 17%. Sin embargo, los números de viajeros por mes dan mejor la medida del encogimiento de Madrid: en agosto, la compañía recaudó algo menos de cuatrocientos millones de pesetas, y en octubre, 777, en correspondencia con una venta de veintidós millones y 45,5 millones de billetes. Si estas cifras se hicieran equivaler a la población, Madrid se habría reducido a la mitad.

El paraíso de los automovilistas

Los madrileños de agosto tienen la íntima convicción de que, en el fondo, la ciudad ofrece durante el verano todas las ventajas de un traje grande. En octubre de 1980, unos 980.000 coches ocuparon los estacionamientos de concesión municipal, en un raro ejemplo de la penetrabilidad de la materia. En agosto, solamente se contabilizaron 473.759 coches. Muchos madrileños descubrieron entonces que en Madrid es posible detenerse.Cuando se detienen en el aparcamiento del Palacio de Justicia son inmediatamente vistos y supervisados por Antonio Benito y Martín, que se encarga de controlar los estacionamientos del sector. Lleva la carpetilla roja y el bolígrafo infinitamente mordido que distingue a los agentes municipales y a los alumnos repetidores. Además de anotar matrículas y horas, se dedica a explorar los arbustos de los jardines, en busca de plantas medicinales, porque también es curandero. "Curandero de buenas hierbas. Manejo un catálogo de 143 especies. Mis infusiones lo curan todo, incluso el cáncer". Dice que aquel Seat del fondo se está pasando de tiempo, y habla con cualquiera sobre las virtudes del romero, que es muy bueno para la circulación, la circulación de la sangre, se entiende, y del acanto, que ventila el pulmón y regula las funciones del aparato digestivo. Ahora bien, para él lo mejor es la melisa. "Se da mucho en Hungría. Basta con extraerle la savia del tronco y echar dos o tres gotas en un vaso de leche, nunca más de tres al día. Defiende el cuerpo de todas las enfermedades".

La bioquímica de Antonio, un hombre rústico y delgado como un segador, no pasa por el laboratorio, sino por el huerto. El tiene su huerto-piso en la calle de las Minas, 4, esquina a Pez. En los momentos de máxima exaltación alquimista habla de la ortiga muerta con un acento algo diabólico y algo aldeano, igual que hablan siempre todos los curanderos. "La ortiga nuerta, o blanca, quita toda clase de reúmas y alivia las infecciones de ojos". Para el asunto del cáncer recomienda hasta cuatro cabezas de ajo bien machacadas, y una ración de acanto como antistress. Así empezó Pasteur.

Los taxistas se quedan

En los estacionamientos municipales de Barajas, uno de los 450 taxistas que esperan la llegada de los próximos aviones es Miguel Torres, de 37 años. El aeropuerto tiene la desventaja de las grandes colas frente a las estaciones terminales y la ventaja de que todo se resuelve, en una milagrosa desbandada de hombres y maletas, con la llegada de dos o tres aviones. Torres está convencido de que, en 1981, la crisis ha tocado fondo y de que la mayoría de sus compañeros taxistas ha renunciado a las vacaciones a cambio de las pequeñas escapadas. "Este es un trabajo muy especial; un trabajo que sólo rinde cuando se le presta una dedicación plena. Yo consigo recaudar hasta 6.000 y 7.000 pesetas, pero a costa de darme grandes palizas en los días más flojos; para muchos de nosotros, las vacaciones se limitan a los fines de semana mejor o peor aprovechados".Como cualquiera de los otros 15.500 taxistas, Miguel Torres pasa la mitad de su vida en la calle, y quizá por eso ha aprendido a interpretar rápidamente los pequeños cambios de humor en una ciudad tan contradictoria y voluble como un solo hombre. "Aquí tenemos hambre, prisa o calma todos a la vez, como si cumpliéramos órdenes, por eso siempre he dicho que la clave de este trabajo es tener las mismas pulsaciones que la ciudad, que el cliente". A diario, se mueve en un polígono cuyos vértices son el aeropuerto, las tres estaciones de ferrocarril y los hoteles de gran lujo. Ha aprendido a entenderse con los finlandeses en inglés, con los franceses en italiano, y con los japoneses, por señas. "Aunque hay muchas variaciones, una carrera viene a dejar unas 250 pesetas. En cuanto a las propinas, los más espléndidos son los nórdicos. Más de un 80% de los españoles paga ya el importe exacto de la carrera". Con la práctica ha aprendido también a condenar enérgicamente el terrorismo, a lamentar la desigualdad y a discutir la política pesquera, los fichajes del Barcelona y la ley del Divorcio, y, simultáneamente, a valorar el movimiento en la Castellana, las colas en los cines de Gran Vía y la animación turística en el Museo del Prado. En realidad baja la bandera una sola vez: justo cuando apaga la luz de su mesilla, a eso de las dos de la madrugada.

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