_
_
_
_
_
Tribuna:Cartas abiertas a los vivos y a los muertos
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

A Salvador Dalí

Muy señor mío:Trece años atrás compré en Nueva York una muestra de su obra gráfica. Puesto a precisar, le diré que se trata del número once de la serie de veinte ejemplares marcada a lápiz y muy patrióticamente llamada por usted del Cid Campeador. También a lápiz, campea su firma al pie y repítese dentro del grabado, por su ángulo superior izquierdo y allá por el noreste de la lanza de tan épico héroe. Un ciego sol a lo Manuel Machado, como aquel que al decir de su poema flameaba en las aristas de las armas, destella en el cielo de los justos mientras se enciende la cruz de Caravaca en el escudo de don Rodrigo, el que en buena hora nació.

Por mor de sinceridad, y sin que me duelan prendas al admitirlo, le confesaré mis largas dudas acerca de la cabeza de Babieca en el grabado, que, por lo chata y acaponada, más parece obra de don Federico Marés, pongo por caso, que de un maestro de dibujantes como usted mismo. Ahora, mire por donde, en este año de desdichas, me dice la Prensa americana que este hemisferio llenóse de ediciones ajenas de su obra gráfica, que en tiempos usted firmaba a razón de millares diarios y ahora, puestos a remediar la gamberrada, verificaría al pie con el pulgar y con aquellas que Cantinflas llamaría sus huellas «vegetales».

La entera historia parece digna del difunto Cunqueiro, aunque no deje de ser muy daliniana, muy «ávida dolars», como decía André Breton, al volverle a bautizar con su anagrama. Lo del pulgar débese, según cuentan, a un Parkinson que le aflige y yo lamento muy tristemente. Si bien usted, y según propia admisión, deguste mejor una sardina cuando piensa en sus amigos muertos, de preferencia fusilados o martirizados, su incapacidad para pintar y para dibujar sería una callada tragedia de dimensiones shakesperianas, porque acercarse a su obra más conseguida es mirarse en el mismísimo centro de la conciencia de nuestro siglo.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Lo del pulgar, repito, mejor dejarlo, pues no estoy dispuesto a comparecer en su casa con el Cid Campeador debajo del brazo, para que usted me lo emborrone con el dedo. Sea lo que Dios quiera y sanseacabó, como decía su amigo don Federico García Lorca cuando tomó el último tren de su vida, camino de Granada, aún ignorante de que usted celebraría las nuevas de su muerte con gritos de «¡Olé y olé!». Si Babieca y el héroe son falsos, su autógrafo al menos no deja de ser auténtico. Yo no los coleccioné nunca; pero me honra exhibir el suyo, de genio y de bufón, a un tiempo tan paradójicamente racionalista como desmedido.

Es una pena que en el desconcierto que siguió al despotismo, usted sólo se asome a la vida oficial con motivo de barrabasadas como la de las falsas ediciones, mientras don Joan Miró, cuya pintura es sólo un placentero divertimento, junto a la complejidad metafísica de la suya, vive ahora en olor de santidad y ojalá nos lo conserven los cielos así, por muchos años y para bien de la patria, como decían las instancias después de la guerra. Supongo que a usted todo ello se le da un rábano, porque en el fondo, su reino no es de este mundo. Si de niño quiso ser Napoleón Bonaparte, según lo atestiguara en diversas ocasiones, de mayorcito dice haberse esforzado constantemente por convertirse en Salvador Dalí, el más inalcanzable de los personajes, sin haberlo conseguido todavía.

Esta aparente boutade, que pasa por ser la broma de un señorito surrealista, habría hecho las delicias de Ortega, quien no andaba lejos de pensar así. Puesto que la vida es más que la vida, según el verídico parecer del filósofo, el hombre se halla condenado a ser libre y a ir siempre en busca de sí propio. Supongo que, en último término, no cabría así diferencia alguna entre su existencia y su pintura. Aunque parezca irónico y aun increíble, uno sería usted con quien pintó su obra maestra, para mí gusto el Presagio de la guerra civil española, y con el payaso que alaba la estación de Perpiñán por ser el centro exacto del universo, siempre a su sabio decir. Los tres no serían sino anticipaciones de su verdadera identidad, que usted perseguirá mientras viva.

A propósito de su vida y milagros, acabo de leer el libro de Antonina Rodrigo Lorca, Dali. Una amistad traicionada. Es ésta una obra documentadísima y, en cierto modo, resulta el obligado epílogo de otro trabajo anterior de la autora, su Garcia Lorca, en Cataluña. La leí y releí en dos sentadas y sólo me defraudó y volvió a defraudarme al final, donde Antonina Rodrigo pasa como sobre ascuas por sus propias declaraciones acerca de su amitié amoureuse con Lorca. De hecho, las despacha diciendo que «brotan, acusatorias, levantando cobardemente el vuelo del escándalo, ante la imposible defensa del amigo asesinado». y adiós, muy buenas. Por lo viste, y pese a nuestra recién descubierta libertad de expresión, está lejano el día en que en este corral de la Pacheca pueda tratarse la homosexualidad de un pintor o de un escritor, con el respeto y la hondura crítica de Freud al referirse a Leonardo o de George Painter al enfrentarse con Marcel Proust.

Tampoco dejó de sorprenderme en el libro de Antonina la reiteración de una leyenda que, para mi pasmo, repiten todos sus críticos, incluido alguno tan cacareado como Robert Descharm es. Me refiero a la divulgada especie de que si usted no nació genio, como probablemente naciera, sí vino al mundo como pintor y dibujante prodigioso. Amigos de su infancia, como Claudio Díaz Pérez, o de sus mocedades, como Rafael Alberti, no dejan de confirmarlo en todas las citas de tan brillante particular. Basta darse un paseo con los ojos abiertos por su museo de Figueres para advertir que nada de esto puede ser cierto.

Allí, y en el último piso, se arrinconan varias obras de su temprana juventud y aun de su adolescencia, donde usted se las compone para remedar muy malamente a todo un Who is Who del arte contemporáneo, incluidos Matisse y Picasso, como era inevitable. Nadie, salvo usted mismo, hubiese podido creer que el responsable de tales entuertos llegaría a ser el singularísimo artista en quien luego iba a convertirse. Lorca, más agudo que los señores Díaz Pérez y Alberti, anduvo cerca de adivirnarlo cuando dijo no alabar su pincel adolescente, pero sí sus ansias de eterno iluminado.

En el fondo sólo se trata del eterno iluminado, porque si Goya desciende al centro de sí mismo en las tinieblas de sus pinturas negras, usted lo hace a la luz amplia y destellante de su Ampurdán, la que ablanda los relojes bergsonianos en uno de sus lienzos más reproducidos. Todo lo demás, el falso Cid incluido, es ceniza que aventa de un soplo la tramontana. Como dijo Rafael Santos Torroella en su Nueva Oda a Salvador Dalí, siempre al crepúsculo irá sumisa aquella luz, la del espectro de la tarde, a beberle en las manos, aunque ahora las estremezcan las vejeces. Exactamente igual que en uno de sus cuadros: el que usted nos adeuda todavía.

Le saluda, Carlos Rojas.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_