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Elogio de las fiestas populares

En estos días, con ocasión de las fiestas de Torrejón de Ardoz, he tenido ocasión de pensar sobre el valor y el sentido de las fiestas populares, continuando así otras reflexiones que en Valladolid y en sus pueblos ya había hecho sobre ese mismo tema. Siempre mis conclusiones han sido muy positivas. Creo que se debe hacer el elogio de las fiestas populares, aunque existe una importante tradición cultural que, desde La Boétie hasta hoy, puede ver con desconfianza algunos aspectos, como instrumentos del poder para desviar la atención de las cosas importantes, es decir, como instrumentos de alienación. Mi análisis no coincide con esa objeción, aunque, naturalmente, todo sea relativo y dependa de la intención y de la ocasión de las fiestas.Las fiestas populares son, en principio, un lugar para la diversión, para la alegría y también para el buen comer y el buen beber, porque en todos los pueblos y villas de España sus gentes se esmeran en sus guisos, y no sólo para recibir a los forasteros. Aunque no soy un gastrónomo militante como el Grimod de La Reynière en el siglo XVIII, o tantos buenos que tenemos hoy en nuestro país, reconozco el valor de esa faceta en las fiestas populares, que por halago de la fortuna he podido comprobar personalmente. Pero las fiestas populares son escuela de alegría también en sentidos más profundos y más espirituales. Expresan el carpe diem de Horacio, recogido por Ronsard en el Renacimiento con su cueillez dès aujourd'hui les roses de la vie. Son la manifestación de ese vivir apasionadamente el día, la hora y el minuto, de ese coger las rosas de la vida. Frente a los ahorradores de diversión, las fiestas populares son gastadoras de energías vitales y expresión del homo ludens que todos llevamos y que en muchos momentos es tan importante o más que el homo faber, el homo sapiens, el homo negans o el homo juridicus, aunque el hombre integral se componga de esas facetas, sin poder despreciar ninguna, y aunque desgraciadamente muchos hombres reales estén mutilados de alguna de ellas.

En España esta diversión y esta alegría que representan las Fiestas populares es especialmente necesaria en estos momentos para superar el temor que terroristas, golpistas y profetas de catástrofes han querido crear para abonar el terreno y encontrar moralmente desarmados a los demócratas, que son la inmensa mayoría de los ciudadanos españoles. Una de sus técnicas preferidas es aprovecharse de la muerte y del miedo, y las fiestas populares afirman el amor a la vida, al ocio, y así la alegría que expresan son signo de esperanza, afirmación de una voluntad de salir adelante, sin pesimismos, y apuesta por el futuro.

Las fiestas populares no son sólo eso; son también escuela de cultura, de moralidad y de libertad, y quizá estas dimensiones sean menos subrayadas comúnmente, pese a su importancia y a la hondura de sus consecuencias y de sus repercusiones.

Son escuela de cultura porque representan una actividad humana a la que los pueblos suelen dar mucha importancia. Especialmente en las zonas rurales y en las ciudades que no son excesivamente grandes, sus fiestas anuales son un punto de referencia principal y acicate para el arte, para la música, para el deporte. A través de ellas se expresan tradiciones seculares, recuerdos y vivencías comunes que contribuyen a hacer a una comunidad y a dotarla de su personalidad. Asimismo, en aquellos lugares que se han formado en los últimos años, como producto de la emigración interior, son factor de integración social y de toma de conciencia de vivencias colectivas.

Por último, a través de las fiestas populares se vive un proceso central de la cultura moderna como es la secularización. Así, los orígenes generalmente religiosos de las fiestas van adquiriendo cada vez más componentes simplemente humanos, e incluso en algunos lugares hay dos tipos de fiestas bien diferenciadas: las laicas y las religiosas; lo que me parece que es un progreso porque se permite la participación a todos aquellos, cada vez más, que no participan de vivencias religiosas y también porque los creyentes que realmente lo sean podrán utilizar para sus fines propios las fiestas y conmemoraciones religiosas. Incluso personas que no coinciden, sin duda, con estos planteamientos contribuyen con sus gestos a llevar adelante este proceso de secularización. Así, recientemente, el cardenal de Toledo, con intransigencia, y yo diría incluso que con desconsideración hacia las autoridades civiles, ha roto con una tradición que quería al ministro de Justicia en la procesión del Corpus. A posterior¡ se ha cubierto el desliz con consideraciones constitucionales, en otros momentos tan olvidadas por los antimodernos que piensan como don Marcelo, pero, en todo caso, ningún ministro de Justicia futuro, si quiere mantener la dignidad del Estado, podrá volver a participar oficialmente en esa procesión.

Pero las fiestas populares son también escuela de moralidad frente a la moral del éxito, de la emulación y de la utilidad de la sociedad moderna. En el mundo actual el interés, el egoismo aislacionista, el tener y la competitividad son los objetivos del triunfo, mientras que la fiesta popular responde a otros valores, es desinteresada, no produce ganancias económicas, no tiene utilidad inmediata. Es la fiesta por la fiesta, que ayuda a fortalecer la generosidad, la autonomía y la independencia moral con el altruismo del esfuerzo que exige la participación en ella. Los que en las fiestas populares entregan su esfuerzo y su entusiasmo y disfrutan de sus diversos aspectos, seguramente sin saberlo, están expresando un contramodelo moral de mucha importancia.

Por fin, también las fiestas populares son escuela de libertad. A su través se desarrollan facetas espontáneas de la condición humana que en el quehacer diario se oscurecen o se apartan. También se fomenta la imaginación, la tolerancia y el respeto. Por fin, la participación de todos y su importancia en la vida social se expresa muy plásticamente. Cuanto mayor es el número de personas que participan en las fiestas, más riqueza tienen éstas. Bergson lo vio muy claramente en su ensayo sobre la risa al decir que cuando hay más gente y el teatro está lleno, la risa se contagia y se potencia más que en un teatro vacío, aunque sea más divertido lo que se diga o se haga en el teatro vacío.

Creo que se justifica el elogio de las fiestas populares. Desde la primavera hasta entrado el otoño, las fiestas populares se extienden por los pueblos y ciudades de España. No podemos renunciar a ellas porque expresan mejor que muchos discursos el anhelo del pueblo, de todos y cada uno de los ciudadanos, de vivir en libertad y en paz haciendo avanzar y crecer en bienestar a todos los que viven en esta vieja y entrañable España nuestra.

Gregorio Peces-Barba Martínez es profesor de Filosofía del Derecho y diputado del PSOE por Valladolid.

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