Sobre la autenticidad
A Antonio Buero VallejoNos movemos en un clima de desconfianza. Todo el mundo recela de todo el mundo. Nos vigilamos., Nos espiamos. Estamos al tanto de los movimientos del vecino y en el más mínimo gesto vemos toda una constelación de presagios y potenciales malaventuras.
Esta total reserva del prójimo frente al prójimo es universal. Alcanza desde la política -su gran caldo de cultivo- hasta el arte, las finanzas o el excursionismo. ¿De dónde arranca? Con seguridad, de una falla previa: la ausencia de autenticidad. No somos auténticos. Ni en lo que decimos ni en lo que escribimos. Ni en lo que hacemos, ni en lo que dejamos de hacer. Todo se nos convierte en falso, en artificial, en pastel sin pastel. Navegamos en irrealidad. Pero ¿somos sólo fantasmas peregrinos de la vida real? No lo creo. Por una curiosa perversión de valores nuestra autenticidad está, justamente, en la falta de autenticidad. Somos el producto de una convención tácita: yo te doy mi porción de farsa y tú me entregas la dosis. proporcional de la tuya. Rozamos, pues, nos tocamos por la superficie, sin ahondar en nada, ni siquiera en el fugaz entendimiento personal.
Somos una comunidad enquistada sobre sí misma. Una comunidad de seres metidos en diversas campanas neumáticas. Nos miramos al través de cristales que nos aíslan y nos defienden. De ahí la exuberancia de los gestos. Lo que no somos capaces de expresar con palabras comunicadoras, porque nuestro aislamiento lo impide, lo soltamos disfrazado en la gesticulación y el ademán. Eso es lo que nos permite dar fe de vida desde la vitrina en la que preservamos nuestra persona como intocada e invulnerable.
Estamos aislados. Cuando asomamos a la superficie de la existencia nos parece que cada sujeto es un ser extraño al que no debemos nada. Que cada ciudadano no nos concierne ni de cerca ni de lejos. Y por eso no intentamos hacernos entender. Tratamos de soltar nuestros gritos para así hacernos oír y después retornamos, rápidos y diligentes, solícitos y aprensivos, malhumorados y ariscos, a nuestro panal incontaminado. A nuestro refugio atómico.
La vida española es hoy un rebumbio de voces estridentes que forman coro innecesario. Y desorientador. Los gritos se llaman opiniones, y la destemplanza, comunicación. Y no se diga que somos pasionales y que eso nos deforma la voz y nos altera la compostura. No. ¿Por qué? Pues sencillamente porque la pasión obliga a la sinceridad y ésta nos lleva de la mano a la autenticidad. El arrebato no se finge, y si es fingido tiene otro nombre: histeria. Que en el país abundan los histéricos y que aún sobran es evidente. Pero, aunque estorben y enturbien la convivencia, no son ellos lo más pernicioso. Lo que de verdad nos ata y nos trae de coronilla es la falsedad. Es, en una palabra, la simulación. Es el pasar todos nuestros problemas colectivos por el tamiz de lo teatral, de la representación. España anda metida en un espectáculo de malos actores, sin argumento y con sobrada palabrería.
¿Se ha observado el aire monótono y gastado que circula en casi todas las reuniones, los simposios, las mesas redondas y los congresos? De antemano sabe todo el mundo lo que se va a decir y, por tanto, lo que cada cual está obligado a escuchar. La función teatral, sin planteamiento original y sin desenlace adecuado, transcurre pasiva, vulgar y gris. En el fondo es una escenificación sin diálogo. Es cine mudo.
Las tertulias se han acabado. Ya se sabe: el agobio de la prisa las enterró. De acuerdo. Pero uno piensa en qué posibilidades tendría hoy un cónclave de amigos dispuestos a cambiar opiniones en lugar de soltar improperios. De unos amigos que estuviesen dispuestos a considerar, por encima de sus intereses personales, el interés común. De unos amigos que ejercitasen la inteligencia. O el ingenio, que fue la flor más fina de los paliques en grupo. ¿Dónde anda la sutil ocurrencia, la frase acerada, el comentario agudo y perspicaz? Apenas si algunos columnistas de nota lo cultivan con innegable tino. Pero la tónica general es de predominio de la sal gorda y el epíteto burdo.
Estamos, pues, agobiados. Por encima de las frustraciones, por encima de las desilusiones, por encima de los desafueros y los desplantes de toda índole, una cosa predomina, ubicua y apabullante: la tristeza. Parecemos actores cansados de la representación. Actores sin público, de teatro vacío y melancólico por los desperdicios de la función anterior.
En cierta ocasión yo llamé aburridos, en el sentido cultural, a los cuarenta años de dictadura. Que ahora no sea preciso hablar de años perdidos. Nos acechan muchos peligros, no lo olvidemos. Pero quizá el mayor sea el de cansarnos de nosotros mismos. El de no saber ya resistir nuestra propia actitud desconfiada. Nuestro volcarnos -sin volcarnos- hacia el exterior y hacia los demás en solicitud de aceptación para nuestras mentiras y para nuestras privadas farsas. La gente se fatiga de hacer de público. Y reclama, comienza a reclamar, el importe de la entrada.
¿Significa esto una vuelta a la autenticidad perdida? ¿O es que acaso nunca hubo autenticidad? No lo creo. Aun ahora mismo personas existen que nos conducen y nos conminan a encarar ese duro y difícil camino de ser verdaderos. Si lo logramos, todo cambiará. Y cambiarán las soluciones. Dicho de otro modo: habrá espectáculo cierto. Y todos seremos actores y público a la vez. Iremos, deberemos ir, a la raíz de los problemas. A su verdad profunda. A su autenticidad. Y en ella navegaremos con energía, con decisión. Seremos, en fin, alegres. La reserva, la doblez y la soledad hostil habrán desaparecido. Entonces comenzará el drama, el verdadero. Y ello será bueno. Pues sin drama, los pueblos no existen. Sin drama real, terco y de bulto, al que será menester abordar con el ánimo sereno y la voluntad firme.
No nos engañemos. No intercambiemos falsedades y artificiosidades. Eso debe dejar de ser, de una vez, lo nuestro. El español engaña y se engaña continuamente. Ese es el manantial de donde manan las turbias aguas de la desconfianza. Pero la desconfianza, como ya señaló en su tiempo el fino caletre del cardenal de Retz, es, a su vez, la gran engañadora. La que nos obliga a equivocarnos. La que invita, como decía Voltaire, a la traición. ¿Nos traiciona alguien, o somos nosotros los que nos traicionamos a nosotros mismos?
He aquí, a mi modo de ver, el otro gran drama. El que hace que un pueblo, por inauténtico, en vez de existir, se derrumbe. El drama tremendo de nuestra falta de autenticidad.
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