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La primacía de los tenores

Desde lejos, leyendo con el lógico afán la Prensa madrileña, se puede comprobar cómo esta técnica/milagro de la voz humana es capaz de llenar primeras planas, fabricar entrevistas en serie, acaparar las más preocupadas atenciones. La publicidad bien dirigida ayuda, claro, pero, aun así, lo de Plácido Domingo con Lucía de Lamermoor, y poco antes lo de Alfredo Kraus en Roma con Manon muestra, una vez más, el que por encima de métodos, cada día más refitoleros y mecánicos, la infalible introducción al mundo de la música es la del pasmo ante la voz humana en sus extremos de poderío y de dulzura, y si hay la primacía del tenor, la causa está en esa inefable mezcla de técnica y de milagro, y cuando, como leo, un agudo se quiebra, razón de más para añadir al pasmo el riesgo. Bien está: dejando al margen la publicidad, más o menos dirigida, con el olvido de los excesos de crónica, no es poca victoria que en la época del todo preparado y casi todo mecánico, la voz humana siga triunfando y con su buena dosis de imprevisible dentro.La primacía del tenor cuya historia es gloriosamente inseparable de los nombres españoles iba unida antaño (¡ojo!) a la novedad, al estreno. Ninguna gloria del pasado, hasta Puccini incluido, se ha hecho sólo con el repertorio. Y eso, por desgracia, no se da hoy, pues, argumentando con dosis iguales de respeto y de sinceridad, El poeta, la ópera estrenada por Plácido Domingo, no es novedad, sino frustrada repetición del pasado. En un mundo que no es del canto, directores como Abbado, pianistas como Pollini, primerísimos los dos en sus campos, intentan, se empecinan mejor dicho, situando en sus programas música actual. Dicen que no se da en los cantantes, pero alguno que está en la cúspide, como Fischer-Dieskau, ha hecho inseparable su voz, su «gesto escénico» de óperas como el Wozzeck, de Alban Berg, y de canciones como las de Krenek. Hay problemas que afectan a toda la música contemporánea: el excesivo experimentalismo, la confusión entre ascetismo y sequedad, impiden un puente entre el cantante de repertorio y el compositor, pero, por otra parte, la mayoría de los grandes cantantes de ópera van muy bien en el machito, quedándose sólo con

Pasa a página 12

La primacía de los tenores

Viene de página 11el repertorio o en su vecindad, pues no puede vivirse como estreno cantar óperas olvidadas cuando se componían casi en serie. En Madrid hay la gran desgracia: el cierre del Real, y antes el mismo público del Real -donde no se estrenó La vida breve ni Pélléas-, y no digamias el público de provincia, no ayudó a que los «maestros» tuvieran fe en una renovación del teatro lírico. Para más desgracia, una obra tan bella como La vida breve no es precisamente obra para tenor. Luego se han ido todos por ese camino fácil de la canción donde hay muchos primores y alguna obra maestra.

Esta espectacularidad de la voz humana, su inseparabilidad del repertorio romántico, ¿es o puede llegar a ser «hecho de cultura»? Para que un espectáculo sea «hecho de cultura» necesita arrancar de una profunda llamada del inconsciente colectivo y encarnarse luego en muy altos niveles de la vida del espíritu. Un ejemplo aclara la posible pedantería del enunciado: los enamorados del tiempo de Lucía de Lamermoor decían, sin cantar, las mismas palabras -léase Galdós, Flaubert-; con otro matiz, de fuerte significado político -amor, patria, libertad-, pasaba lo mismo con Verdi, y hasta el mismo Puccini hizo magisterio de las formas de amar, magisterio menor, como menor era la carga espiritual de la burguesía en torno. ¿Pueden decirse esas palabras los enamorados de hoy? No: las sacan de la música ligera. Todo el admirable esfuerzo del Visconti de ayer, del Strehler de hoy, del mismo Zefirelli, apuntan al dirigir el repertorio hacia una cierta carga de erotismo -no nos cansemos de distinguir pulcramente el erotismo de la pornografía- para que lo cantado pueda después ser vivido y hasta dicho. En una palabra: para que el espectáculo se haga vida. Antaño, insisto, esto fue posible, y no en balde cito a Galdós y a Flaubert. Quien oía Lucía pasaba sin quiebro a Zorrilla o a Bécquer y, atención, también a Shakespeare. Berlioz hacía romántico al Gluck que tanto le gustaba a Baroja. O sea, modernizar el repertorio es impulsar lo nuevo. Hay letras de las canciones ligeras que están pidiendo ser dúo para el amor de hoy que puede recoger de alguna manera la herencia romántica. La desesperación que nutre las óperas de Alban Berg, la sofocada y sofocante angustia del teatro de Bartok, pueden quizá ser cambiadas. Algo de eso quiso Stravinski con su ópera The rakes progress, ¡todavía no estrenada en Madrid! Se trata, en fin, de que la ópera sea algo más que espectáculo, de que el poderío y la dulzura de la voz que canta pueda! hacerse voz interior. La batalla que ganaron los grandes románticos necesita repetirse para que sea victoria distinta. Algún día veremos en la propaganda de la ópera palabras como estas, de Hegel precisamente: «Lo que se ofrece se debe transferir a la propia interioridad, y esto ocurre al máximo con el canto de las voces humanas». Ojalá traigan citas así los críticos jóvenes, que son muy leídos porque sólo piensan en arrear candela.

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