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Suiza o la otrá cara del aburrimiento

Contemplar España desde Suiza es toda una experiencia. Es pasar de un país angustiado, inquieto, sobresaltado y a tientas, a un país inerte, serio, inexpresivo y orgullosamente seguro. Suiza es, por encima de todo, un país bello. Tan bello que sus habitantes casi no se notan. Los colores del paisaje y de las casas se mezclan en una armonía que nada la rompe. Y lo que menos podría romperla es el ruido. En Suiza habita el silencio. Por encima de esa inmensa belleza sobresale, imponente, el aburrimiento.Las noticias que les llegan de España son tan fragmentarias y estereotipadas como lo son sus medios de difusión. Saben que alguien, de nombre Tejero, entró en el Parlamento pistola en mano; hablan de un Rey que salvó la democracia, de terrorismo tercermundista y cosas por el estilo. A pocos les deseo el desgaste mental que supone aclararles el papel de estas distintas figuras y la situación general española. Si en España no hay quien lo entienda, imaginémonos al suizo de turno preguntando corno si tuviera un asimil en la mano. Al final ellos pueden pensar que estamos locos, y nosotros, que ellos son tontos.

A pesar de todo, algo cambia en Suiza, algo cambia en Europa. En una de esas sesiones en las que uno se las ve y se las desea para encontrar un concepto que les sea inteligible (el de lúdicos creo que les va a dar para otorgar becas de estudio en España), para explicarles que los vascos no nacen con una bomba debajo del brazo, o que si hay cuatrocientas versiones distintas sobre el asalto al banco de Barcelona no es porque carezcamos de Sherlock Holmes, y que cualquier castizo lo entiende bastante bien; un estudiante me preguntó de sopetón: «¿Qué se opina en España de las revueltas de Zurich?». De entrada, me quedé más mudo que un suizo. Si hay una ciudad en el mundo a la que no le siente bien una manifestación y su correspondiente carga, ésta es Zurich. Allí todo está en orden: un retraso de un minuto en el tren más temprano desbarataría la jornada de trabajo. Allí no se ríe uno ni en un circo. La pregunta, no obstante, flotaba exigente. Y los comentarios de otros presentes, estudiantes o no, iban dando a la pregunta un contexto interesante: los suizos tainbién están en crisis, y lo que en España ocurre no les suena ya a las generaciones más jóvenes como la lejana historia,de un soleado país de curas, para los de dentro, y playas, para los de afuera.

España, por el contrario, seles aparecía como el paradigma de los muchos problemas que en Europa se agitan. Y, uno de esos problemas fundamentales es el de esa cosa que llamamos -con una cierta ambigüedad aceptada- nación. Los suizos, naturalmente, son sensibles a este problema. Nada de extraño tiene, pues, que les interesara de modo muy especial todo lo que tiene que ver con Euskadi.

Desintegración social

Pero volvamos a Zurich y sus enfrentamientos callejeros. No creo que en España estemos muy enterados sobre el asunto. A lo mejor la imaginación latina -y en ella me cobijé yo- da para echar mano del tópico de la crisis de la juventud, de que el fantasma del paro recorre Europa, o de que la hoguera del mayo del 68 no se ha apagado aún y hasta ha llegado a Suiza. Todo esto puede ser verdad. Seguro que contiene buena parte de verdad. Lo que está en juego, sin embargo, es algo más profundo: la desintegración de una sociedad superintegrada. Algo cambia en Europa. Un ejemplo entre otros: los ecologistas se multiplican en Suiza, y sus acciones contra los mordiscos a la naturaleza por parte del Estado encuentran una resistencia inconcebible hace todavía pocos anos. Otro tanto se podría decir de la reivindicación, por parte de la mujer, de la igualdad de derechos.

Curiosamente, desde esta perspectiva, nuestras conversaciones tomaban un aire de cercanía que enlos demás casos no era posible. La artificialidad de las fronteras, las formas de soberanía nacional, el rol de la mujer, el ejercicio real de la voluntad democrática, etcétera, no eran ya disquisiciones más o menos agudas -tan habituales en nuestros foros político-periodísticos- o como recitar de memoria el texto de una Constitución -muy propio de ellos-, sino que pasaban por los problemas cotidianos de Suiza o de España. O, para ser más exactos: de las Suizas o de las Españas.

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¿Despierta, pues, Suiza? ¿Será que los problemas que nosotros ahora padecemos estén a sus puertas? De momento, es difícil preverlo. Su control social es tan fuerte que la libertad, allí, no se pone en acto (se parece a aquel personaje sartriano que seducía tanto con su castidad que nunca se acostaba con nadie). Ahora bien, en medio de ese tiempo suizo denso, interminable, en medio de esas campanas que no suenan para nadie, en medio de esa exaltación familiar del jardín, se hacía presente otra cara que en modo alguno conviene olvidar, y que nos es necesario gozar: la tranquilidad.

Habría que pedir a alguna deidad que intercambiara un poco de esta movilidad que nos mantiene en perpetua vigilia por aquella pacífica y somnolienta vida. Nuestra excitación nos está desquiciando. Por eso, ante las montañas suizas, imperturbables, tragándose dulcemente los pueblos, Espafis se veía como un hormiguero. Un hormiguero con mucha conciencia y poco descanso. Con mucho ruido sin que caigan nueces. ¿No nos podríamos parar un poco?

Pero pararse, ¿para qué? A los pueblos europeos les empieza a doler su espina dorsal. El artificio de la Europa de las naciones comienza a quebrarse. Tal vez los cantones, las federaciones o quién sabe qué otra cosa se nos muestren como solución adecuada. Hay que pararse, sin embargo, para que las palabras no queden vacías. Y esto sólo será posible cuando los pueblos determinen, desde ellos mismos, las relaciones con los demás, con sus vecinos. Respetar las costumbres que uno no tiene es el primer paso para entender el significado'de lo que es la autodeterminación. Y este esfuerzo de comprensión es indispensable si no queremos acabar retorcidos por viejos profesionales de la burocracia, o; peor aún si cabe, ensangrentados en nombre de unos mitos que ya no funcionan ni siqiTiera como eso: como mitos.

Desde esa Suiza monótona y bonita, dormida y con sacudidas que la turban el sueño, pacífica y preñando quizá una tormenta, Euskadi era un recuerdo compuesto de pesadilla e ilusión. La tranquilidad facilita el negociar. En este caso, hablar de ceder y negociar debe ser como predicar en el desierto. No importa. Si a alguien le resulta muy ancho el desierto, que se dé una vuelta por Suiza, lugar, corno es bien sabido, de buscar arreglos. Un poco de paz, distancia y buenos alimentos (éstos, desde luego, hay que traerlos de España) podrían ir moldeando un ánimo deseoso de vivir nuestra rica variedad haciendo que la agresividad vaya retrocediendo ante algo que los ibéricos parece que nunca hemos entendido muy bien: saber renunciar un poco a nuestra verdad.

Francisco Javier Sádaba Garay es profesor de Filosofía.

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