El viejo Madrid de la pradera y la romería se encuentra consigo mismo en el Retiro
Ninguno de los nuevos fenómenos populares madrileños es seguramente tan extraordinario como el de los domingos del Retiro. Ni siquiera la tensión de los grandes acontecimientos impide la presencia en el parque de centenares de músicos, pintores y otros artistas dispuestos a actuar en sesión contínua, y la de millares de espectadores decididos a rescatar la vieja inclinación a la romería y a disfrutar de tres privilegios incomparables: los de elegir a voluntad el artista, el escenario y el precio de la función. Cualquiera que sea el domingo, un paseo matinal por el Retiro ofrece sensaciones tan variadas y sugestivas como las que se recogen en el siguiente relato.
Nadie confundiría jamás con un tamborilero a Alfonso Asenjo, un hombre de veintiséis años cuya barbilla, pálida y angular, se recorta sobre la entrada al túnel que une la calle de Lagasca con el Retiro, entre las luces de neón y del mediodía, como las barbillas de los místicos se recortan sobre el fondo luminoso de las estampas. Pero es el tamborilero del túnel. Llega a buena hora con su tambor de carcasa verde y sus dos flautas, «flautas maragatas, amigo». Elige un lugar preciso junto a la pared, extiende muy despacio un paño sobre el suelo, deja la segunda flauta sobre un dobladillo y empieza a tocar sin prisa, tum-tum, tum-tum, mientras caen las primeras monedas ante las puntas de sus zapatos.Los que van hacia el parque ofrecen sus propinas con determinación, acaso porque sospechan que no hay premio bastante para quien renuncia voluntariamente al sol, y los que vuelven le entregan la moneda reservada para las urgencias. A ratos, el túnel parece una entrada al paraíso. Entonces, visto de perfil, el tamborilero es una figura vigilante, impasible, casi heroica. «Lo que nadie sabe es que vengo aquí porque, en el exterior, el aire se come el sonido de mis instrumentos: el pasadizo hace las veces de caja de resonancia. Estudio música por mi cuenta. He elegido la flauta y el tamboril porque me gusta el folklore y porque íntimamente me parece maravilloso pensar que una misma persona puede tocar los dos a la vez: éste, el tamboril, se lo compré a un viejo profesional cacereño, a un tamborilero, como dicen por allí». El placer secreto de Alfonso es saber que, mientras toca, puede estar a la canción y al auditorio. Igual que todos los centinelas, tiene tiempo de sobra para estudiar a los paseantes. Disfruta de la confianza qué tienen los demás en quien lleva una flauta dulce en la boca. Cuando no pasa nadie puede escucharsen sin límites, porque interpreta esas interminables melodías rurales escritas por alguien que sabía más de cintas que de pentagramas.
Al fondo del túnel se recortan ahora los primeros árboles del parque del Retiro.
El paraíso perdido
En la vida de Moisés Davia, director de la Orquesta Municipal de Madrid, hay pocos momentos tan sublimes como éste. Cuando baje las manos, que ha levantado en un gesto brusco, apremiante, estudiado vara reclamar atención; cuando las baje, dentro de un larguísimo segundo, los 75 profesores que hoy ocupan el templete cerrarán el pasodoble español Lagartijilla, del maestro Martín Domingo, con un acorde final que pasará como un ciclón sobre todos los gritos, bocinas y proclamas, y sobre el buen tum-tum que venía del túnel de Lagasca. En las sillas metálicas, unos 2.000 madrileños afligidos por las explosiones guar dan lo que les queda. Guardan silencio. Y el director aprieta los labios; bajar las manos con decisión, con rabia, como la haría un cazador de mariposas, será reivindicar «las bandas, las bandas musicales, la verdadera cultura musical popular. La mayoría de los aficionados españoles se iniciaron en las bandas, y también los profesores de las grandes orquestas, sobre todo los músicos de viento». En las primeras filas, la fiel infantería de melómanos está grabando el concierto en modernos casetes de cuatro altavoces o en pequeños chivatos; se trata de llevar en el bolsillo un segundo como éste, con Moisés Davia mandando en el viento de todo el bosque.
Al bajar la vista, el director vuelve a la realidad y consigue recordar, entre aplausos, el programa del concierto. «Primera parte, música extranjera. Antar, de Rimski Korsakov; El rey de Is..., segunda parte, música española. Intermedio de Los burladores, de Sorozábal; pantomima de Las golondrinas, de Usandizaga... Molinos de viento...» Los músicos vuelven la hoja. Se escuchan fugazmente las pisadas del gentío que está llegando. El director alza las manos de nuevo.
Clic. José Sánchez, de 31 años, el titular de Foto Minuto o el fotógrafo del estanque, ha desaparecido bajo la capucha negra de su máquina. Se ha convertido en un imprevisto hombre-elefante y, aunque no ha hecho aparecer ningún pájaro, como anunciaba, ha salido de su fuelle-disfraz con un papel mojado que, por arte de magia, es, poco a poco, un cartel donde dice «Te quiero», debajo de un corazón y un soldado. José Sánchez recibió la máquina del abuelo José, ex fotógrafo de Las Ramblas de Barcelona, le ha dado una mano de pintura al trípode y aquí está desde hace un año, «el año que he invertido en convencer a los madrileños de que estoy aquí, haciendo las fotos de toda la vida». Sólo pide doscientas pesetas por el privilegio de esperar que salga el pajarito anunciado por los fotógrafos desde principios de siglo, para entregarnos después corazones y soldados. Nosotros mismos.
A espaldas de José, el paseo del Estanque o Salón del Estanque se ve completamente lleno. Es imposible saber qué ocurre diez metros más allá de cualquier sitio. Quien pretenda descubrir todas las nuevas maravillas del Retiro está obligado a mirar de cerca.
Pintores, cómicos, echadores de cartas
Bastan los primeros pasos para hacer un descubrimiento sorprendente: a pesar de su proximidad, los mundos y mundillos del Retiro no se estorban ni interfieren. Apaciblemente, Alberto García Morillas, un pintor de veintidós años, va progresando en su aprendizaje. Está fajándose con el grabado y el color, y, de cuando en cuando, viene aquí, al estribo del agua, a hacer retratos a buen precio entre conversaciones familiares, globos y cáscaras de pipas de girasol; figuras escritas y verticales. «La gente que se hace un retrato es muy especial, tiene..., digamos que una sensibilidad superior. Es curioso: cuando conocen el resultado se quedan cariacontecidos. Ellos se miran al espejo todos los días y no se ven así. No se reconocen. Por eso, inicialmente, rechazan la imagen que se les devuelve». Viene a cambiar impresiones su colega Antonio Martínez, de veintisiete años, y a explicar su filosofía breve de Madrid y de los pintores. «Yo sé que damos un aire nuevo a la calle, un aire que es preciso proteger, sin que se nos agobie con permisos y otras exigencias burocráticas. Madrid es una oficina, y hay que romper la maldición. Sin ir más lejos, Barcelona es más humana. Allí se respira gente; aquí, edificios». Respiramos a pesar de todo, dice José Antonio.
Luego se esconde lentamente ante los ojos de los espectadores. ¿Dónde está ahora, cuando mira hacia las profundidades del papel, rodeado de monjas, niños y tulipanes? Yaffer, los otros dos pintores iraquíes y Amparo también están retratando desde primera hora de la mañana sin cesar. Los visitantes se multiplican en el paseo y en los caballetes. Todos los jóvenes maestros ejecutan sus obras con trazos perfectamente medidos: un viraje de la mano derecha es un toque de preocupación, o de ironía, o de ingenuidad, una clave de carácter que reduce al cliente a una empalizada llena de cejas, óvalos, dentaduras. Milagrosamente, un oboe comienza a sonar en mitad de un trazo. ¿O son las caracolas del monumento a Alfonso XII?
Es el oboe de Pedro Zacarías, un músico de diecinueve años que hace dúo con su amigo Jesús Espinosa, experto en contrabajo. Interpretan un largo repertorio de piezas barrocas. Cuando miran la partitura para comenzarlo, es inevitable temer que el sonido de dos instrumentos tan suaves y confidentes no pueda escucharse entre todo el gentío. Pero se escucha. Los visitantes suspenden la conversación mientras pasan de largo o se incorporan al corrillo-anfiteatro. Dice Pedro que, sin embargo, es necesario forzar el tono. «La falta de condiciones acústicas nos obliga. Con ello viciamos un poco la técnica del instrumento». Está muy preocupado con mejorarla. Jesús, en cambio, sueña ya con un puesto en una orquesta clásica.
Llega al banco de enfrente un hombre de largas barbas entrecanas. Se sienta a horcajadas, se desprende de su bandolera de lona y extrae del interior un paño morado, que acomoda en el banco. Los paseantes se detienen. El hombre de largas barbas está mezclando de pronto una baraja española. Los niños apuestan a que es un tahúr emigrado del Misisipí al estanque, porque, según la tradición, el lejano Oeste ha sido totalmente conquistado por Sinatra y Dean Martin. Se equivocan, como suele suceder en las mañanas del Retiro. Es un echador de cartas. Por una modesta cantidad de dinero lee para los consultantes el mensaje del seis de bastos y su ascendiente sobre la sota y el rey. Después de algunas dudas, el primer cliente se rinde a la tentación de barajar, callarse y esperar ansiosamente durante diez segundos las palabras del mago. El beneficio es la esperanza, como el destino del falso tahúr es hacer solitarios.
Un hada persigue a un sueco con cola de caballo
Llega a un castaño de Indias una joven hada con sayo, vara mágica y capirote. Persigue a un sueco que lleva cola de caballo. («¡Los mimos!», grita una madre de familia.) Al fin, el hada consigue tocar al sueco con la vara. El sueco se estremece por un momento, pero sorprendentemente sigue siendo un sueco que lleva cola de caballo. Parece que el hada está consiguiendo transformarlo en sí mismo, tal como hace con sus devotos el artista de «Foto Minuto» al principio del paseo. Al abrigo del sol, muy cerca de la maga y el fugitivo, los muñecos de un guiñol entran en conflicto. El bueno de la función trata de que el malo se meta en un saco para llevárselo al desván y evitar así que entre en las pesadillas de todos los niños que están ahí, con la boca abierta. El retablo presenta una innovación técnica: los muñecos no actúan en directo, usan el play back, como las primeras figuras. Al menos, los actores no son robots, son muñecos en estéreo, muñecos solamente. Algo es algo.
Un nuevo mago medieval ha montado en el suelo una alfombra rojiza de confeti, una alfombra, naturalmente mágica, que huele a carpintería. Dispone de un grupo de ayudantes o coro de voces en off que, a una orden, figuran los trenes y el oleaje, mientras el mago invita a volar sobre el Danubio, a nadar sobre las nubes, a todos los transportes mágicos posibles cuando los viajeros se atreven a cerrar los ojos. Las pruebas y ensalmos terminan siempre en un último experimento. «A ver, a ver; parece que ya nos vamos desanimando. ¿Hacemos un último ejercicio? ¿Sí? ¿No? Bien, lo hacemos. Levanten todos la mano derecha. Muy bien. Ahora, llévenla al bolsillo. Así, así. Cojan una monedita. Eso es. Y pónganla en esta gorra. Gracias y buenas tardes a todos».
Vender globos
También se ha modernizado el vendedor de globos. En vez de soplar, utiliza un pulmón de acero. Dicen los niños que han visto una carpa roja en el estanque. ¿Una carpa de circo? No, un pescado. Todo era posible en una mañana como esta.
Al final del paseo, en la glorieta, un terceto de músicos ha logrado reunir a unos cien espectadores. El flautista es, a ratos, un caño más de la fuente, a pesar de los silbatos de los globos y los gritos de los barqueros. Y pasa una mujer de cabellos muy largos; aquí pasa de todo: «Vengan, vengan a ver la obra donde se cuentan los amores de Petronila y Albión». Al fondo llegan también Los Indianos: Koki, Pajarín, Silvie y José. Han actuado en el Lido francés y actúan en San Blas los días laborables. El domingo vienen al Retiro. Combinan el zapateo, las boleadoras y el ritmo de seis por ocho, y quieren que el folklore vaya por barrios. Pasa de nuevo la mujer de largos cabellos «...Petronila y Albión». La siguen los curiosos.
Es una actriz del grupo El Carro del Heno. Igual que sus compañeros -Margarita Brel, Manuela Céspedes y José Antonio Suances-, procede de la Escuela de Arte Dramático. Comienza el espectáculo. El asunto es que en cierto país donde reina Pedro XXIX se espera el nacimiento del tercer hijo del monarca, que gobernará con el nombre de Pedro XXX. Inopinadamente, la Providencia decide dar un vuelco feminista a la historia. Y nace una nina, a quien bautizan con el nombre de Petronila. Siguiendo la tradición constitucional, la heredera va de viaje a desencantar a un príncipe. Ahí aparecen -Florindo, un príncipe azul, pero azul pálido, y el mago Albión. El final, es sorprendente: la princesa se enamora del mago. A primera hora de la tarde, los niños se quedan perplejos.
A las tres se oye un silbido largo y desmayado, como el bostezo de una flauta. Los pintores forman un círculo y se retratan uno a otro, en cadena. Los paseantes comienzan a desaparecer. Sobre el aturdimiento de los estampidos de la calle, casi todos vuelven a casa con un poco de fe en los jardines de Madrid y en un lugar común llamado domingo.
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