Mitterrand, la victoria sobre el miedo
FRANÇOIS MITTERRAND, cuando aún era sólo el candi dato socialista a la Presidencia de la República Francesa, comentaba que sólo un reflejo del miedo a última hora por parte de algunos electores podría impedir su triunfo en las elecciones del domingo. Los electores franceses han dado, sin embargo, pruebas de su serenidad y buenjuicio, y no han sido víctimas del temor. Giscard d'Estaing ha presidido durante siete años con escaso acierto, con algúna autocracia y sin que su voluntad haya conseguido progresos para Francia. Algunos escándalos ruidosos (como el de los diamantes de Bokassa) han manchado, además, su legislatura. Por otra parte, tanto el partido socialista como el otro partido en el que Mitterrand militó tantos años, el radical (UDSR), han gobernado varias veces a Francia en las últimas décadas sin ningún riesgo para el capital, y el propio Mitterrand ha sido varias veces ministro, a veces con Gobiernos de la gran derecha (Laniel), sin manifestarse como un revolucionario. El miedo de los moderados a Mitterrand hubiera escapado a toda lógica, pero se hubiera inscrito en una ola que hasta el domingo pasado parecía irreversible en toda Europa, de retroceso de las libertades y de recelos antidemocráticos. Se está viendo claramente en Italia, en la República Federal de Alemania, en el Reino Unido y, con mucha más tosquedad, por la psicología de sus protagonistas, en España. En el caso de Mitterrand, algunas huidas delibe radamente prematuras de capitales, algunos descensos espectaculares en la Bolsa, algunas advertencias de pa tronos a sus obreros en el sentido de que las empresas se verían en graves dificultades «bajo un régimen socialis ta», habían trabajado muy activamente en la creación del maniqueo necesario de ser derribado en las urnas. Más el otro miedo, el que se centraba y se centra en la falta de aceptación de una Francia gobernada por la izquierda en ciertos poderes externos a la política parlamentaria: desde el rechazo de Estados Unidos hasta las inquietudes militares.A partir de los acontecimientos de Argelia y la insurrección militar y el terrorismo derechista de la OAS -que puso a Francia en una situación bastante más arriesgada que la que conocemos hoy en España: de ninguna forma tenemos el monopolio de la irracionalidad violenta- se produjo una especie de pacto político, inaugurado por De Gaulle, a base de unas reformas constitucionales que para evitar el asfalto militar a la democracia constrifieron considerablemente sus usos y costumbres: la fuerza parlamentaria, la capacidad de los partidos y algunas capacidades de libertad de expresión. Ese esquema es precisamente el pacto que se ha roto en estas elecciones presidenciales, aunque sea todavía incierto el aire de los cambios que preconizará Mitterrand. En cualquier caso, ya queda dicho que el candidato victorioso tiene una larga hoja de servicios que no le pueden presentar, ni mucho menos, como un revolucionario, y hasta la forma hostil y lejana de trato con los comunistas (aunque muchos le han dado su voto) Ip aleja de cualquier sospecha de frente popular.
La voluntad de cambio, presente en numerosos sectores socialeg e intelectuales franceses, incluso en una pequeña burguesía profesional que se ha visto muchas veces burlada en la V República, ha vencido, pues, ese pacto que creó el miedo y el caparazón que creó De Gaulle. Las consecuencias de este verdadero giro historico -que rompe veintitrés años de conservadurismo- son todavía difíciles de evaluar, tanto en Francia como fuera de ella. La capacidad de irradiación de la política francesa sobre Europa es muy considerable todavía. Y un diagnóstico más o menos definitivo de lo sucedido no puede ni debe hacerse antes de la celebración -que será inmediata- de las elecciones legislativas. Ellas nos darán en gran parte la clave de si es tan cierto que ha ganado Mitterrand las presidenciales como que las ha perdido este insufrible Giscard, pretencioso de crear una dinastía de nuevo cuño, la suya, y estragante en sus empeños de identificar siem pre los intereses de Francia con los de su ambición. No es probable, en cualquier caso, que los socialistas obtengan la mayoría en la Asamblea y no se puede predecir qué estrategias y maniobras generarán las legislativas.
Pero el triunfo de Mitterrand es en cualquier caso,en sí mismo una buena cosa. Nos da noticia de que en Europa los vientos de conservadurismo no han podido imponerse a la voluntad de cambio de las gentes y nos anuncia un replanteamiento global de las relaciones internacionales, tan marcadas porel reaccionarismo de Washington después de la elección de Reagan. El debate sobre la OTAN, las relaciones Este-Oeste, los problemas internos de la CEE, sin salirse del marco de los intereses occidentales, van a merecer un replanteamiento desde la óptica de París. En el interior de Francia es justo esperar un avance democratizador en el sentido de vivificar la vida del Parlamento y los partidos. En cuanto a las relaciones con España, es todavía pronto para avénturar un pronóstico. El único que puede hacerse es el que ya avanzamos en su día: no nos puede ir peor que nos ha ido con Giscard, y estamos a tiempo de esperar una mayor comprensión de la Francia socialista en lo que respecta a nuestros contenciosos con la CEE o nuestra enmarañada situación en el norte de Africa, lo mismo que en lo referente a la lucha contra el terrorismo de ETA. El tiempo dirá de lo fundado o no de estas esperanzas.
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