Puntualizaciones sobre la denuncia a través de la Prensa
Obvio es insistir hoy sobre la importancia de la Prensa y su multiforme actividad. Pregonera de los hechos e intérprete imparcial de los mismos. Tribuna, palestra y aula de cultura y, lo que es más importante, voz de los poderes públicos, pero, asimismo, censor de la acción política. Quizá no llegue a ser ese cuarto poder del que tanto se habla, sobre todo en este país en el que los poderes «fácticos» han usurpado más de un puesto de cabeza, pero cuando la Prensa es combativa, competente e insobornable, puede llegar a enfrentarse con éxito al mismo Gobierno. No otro fue el caso del famoso Watergate americano, en el que dos periodistas del Washington Post, Woodward y Bernstein, devolvieron a Esta dos Unidos su marchito rostro democrático, haciendo buena una frase de Chateaubriand sobre la información, quizá un tanto optimista: «Habría de perderse la Constitución, y una Prensa libre nos la restituiría».Ahora bien, esta altísima tarea de la libertad de información requiere como contrapartida el más escrupuloso respeto a la verdad. El periodista debe atenerse a hechos o conductas demostrables y no a simples rumores u opiniones, sobre todo si se tiene en cuenta que su legítimo derecho a mantener secretos los orígenes de su información ofrece una peligrosa impunidad a los informantes, quienes pueden actuar con ligereza o con malicia al suministrar sus datos al medio informativo, comprobándose las más de las veces que las famosas «buenas fuentes» ni se sabe dónde están ni sus aguas son muy limpias.
En tal situación, a nadie se le oculta la diferencia que hay para un medio informativo entre recoger hechos o hacerse eco de opiniones. Los primeros, ahí están, y en caso de necesidad, si el periodista ha comprobado la veracidad de sus fuentes, no hay peligro de que pueda ser desmentido por ellos; en el segundo, los rumores no pueden llevarse ante ningún tribunal como medio de prueba.
Como aleccionador paradigma de lo dicho, tenemos esa información publicada por EL PAIS del pasado 27 de abril sobre una supuesta «hibernación» de actuaciones inspectoras cerca de personas y entidades jurídicas de gran rélevancia7 fiscal que, según el periódico, habrían sido ordenadas por el Ministerio de Hacienda. El periodista podría opinar, si posee datos para ello y su preparación fiscal es adecuada, sobre posibles irregularidades cometidas en las actas o insuficiencia de las bases propuestas en ellas por los inspectores actuarios. En el primer caso, el examen de los documentos controvertidos sería esclarecedor; en el segundo, sí el medio informativo tiene materia para avalar su tesis, cuestión suya sería probar su denuncia si fuera demandado ante un tribunal. Pero decir que unas actuaciones inspectoras están detenidas por «motivos políticos» no deja de ser una mera opinión del que pasó la información al periodista, que, además, cae en el campo de la calumnia. Como es natural, si tales motivos existieran, no se encontrarían plasmados en un escrito dentro de los expedientes en cuestión, y, por otra parte, es muy dudoso que un día no pueda juzgar cuándo la prolongación excesiva de una actuación inspectora se debe a negligencia del inspector o a la dificil y compleja labor investigadora que muchas empresas y contribuyentes individuales requieren.
Si indemostrable es, por tanto, el motivo de la supuesta paralización de estas actuaciones, mucho más lo es el propio concepto de «detención», supuesto que no existe una regla objetiva de tiempo para medirla.
Resumiendo, hay que puntualizar que el periodista debe tener una seguridad absoluta en que los hechos que conoce son denunciables, profundizar al máximo en los mismos, escrutar implacablemente sus fuentes de información y prescindir de juicios de valor o procesos de intención.
Da la feliz casualidad que para reforzar la tesis sobre este problema, posiblemente polémico, el novelista Gabriel García Márquez, cuya voz ha de tener mayores resonancias que la del que esto escribe, acaba de publicar en EL PAIS del 29 de abril último un revelador artículo sobre el tema, que, bajo el título de «¿Quién cree a Janet Cooke?», aborda el pequeño escándalo producido en Estados Unidos ante la concesión del Premio Pulitzer a una periodista del Washington Post, la que, a las pocas horas, renunciaba a él, confesando que el tema del reportaje galardonado era una pura invención.
Dice García Márquez que cuando entregó a la revista Harper un reportaje sobre Chile y la caída de Allende, su director, antes de aceptárselo, le hizo un interrogatorio por teléfono de más de una hora. «No aspiraba, por supuesto», añade el escritor, «a que yo le revelara mis fuentes confidenciales, pero quería estar seguro de que yo estaba seguro de ellas y que me encontraba en condiciones de defenderlas».
Es una lástima que función tan importante como es la de la crítica y censura a través de los medios informativos pierda parte de su efectividad debido a esta precipitación y ligereza en su uso, porque cuando el periodista actúa sin rigor no sólo puede lesionar legítimos derechos privados, sino también embotar el filo de una crítica que es necesaria para la mejor marcha de la res pública. También a esto se refiere García Márquez cuando dice: «En periodismo, un solo dato falso desvirtúa sin remedio a los otros datos verídicos».
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