La gran ceguera
Decían los griegos que «los dioses ciegan a los que quieren perder». Y esto es lo que parece ocurrirle a UCD en estos momentos. No sólo porque se produzcan noticias como la del veto frontal presentado por el presidente del grupo Parlamentario al ministro de Justicia, sino por las inmensas dificultades que se producen día a día en las Cortes para que el grupo parlamentario de un Gobierno monocolor apoye sus proyectos e iniciativas.No tengo por costumbre entremeterme en la vida interna de otras formaciones políticas. Prefiero debatir con ellas, de modo abierto, las respectivas respuestas a los principales problemas políticos, económicos y sociales. Pero el problema es que no han transcurrido todavía dos meses desde el fallido intento de golpe de Estado, a medio camino de una legislatura iniciada y mantenida con un Gobierno monocolor, cuya política es buscar fugaces y efímeros pactos para salir del paso.
En tal situación, es realmente preocupante saber que los problemas que dividen profundamente a este partido, sean los de una disposición adicional sobre el divorcio, o el más comprensible de la conveniencia de no estudiar el tema de las incompatibilidades. Ello demuestra, una vez más, que al igual que ocurre con los humanos, las lecciones de los acontecimientos no se extraen de inmediato.
En principio parecería lógico que el comportamiento de un parlamentario de oposición fuera el de desear un agravamiento de la crisis interna de UCD al máximo. Sin embargo, al excluirse la hipótesis de unas elecciones generales anticipadas, y considerada la situación actual, parece que la solución más inmediata (ensayada en otras latitudes con motivos mucho menos graves) es la propuesta por el PSOE, con una rara unanimidad, de la comisión ejecutiva, el grupo parlamentario y el comité federal, a finales de febrero. Conviene recordarla: «Considerar que, ante el riesgo vivido por las instituciones democráticas, España necesita que se forme un Gobierno con amplia mayoría parlamentaria y extenso apoyo social, ya que sólo un Gobierno de estas características podría culminar con firmeza el proyecto democrático previsto en la Constitución, afrontando eficazmente los principales problemas de España: la democratización del Estado y la construcción solidaria de las autonomías, la superación de la crisis económica y la lucha contra el paro, la defensa de las libertades y de la seguridad ciudadana, erradicando la violencia de todo signo y el terrorismo como la peor lacra para la convivencia en paz».
¿Cómo se ha contestado a esto? Con la hábil salida de la política de la «concertación», infeliz galicismo, que hasta ahora no ha pasado de ser una política de remozamiento de fachada y de imagen. Pero lo peor es que los acontecimientos están demostrando que la primera concertación que no se cumple es la necesaria en el propio partido del Gobierno, que parece incapaz de crear un mínimo concierto en su seno. Y este hecho resta toda posible credibilidad a las ofertas, por otra parte vagas y genéricas, que pueda hacer el Gobierno.
Gestos de efecto
Hay que reconocer al actual gabinete que, en un primer momento, ha hecho algunos gestos de efecto que han borrado, en parte, la lamentable imagen de parálisis, interrumpida por algunos chispazos de que hacían gala sus antecesores. Sin embargo, de nuevo aparece empantanado por la crisis endémica y autofágica de su propia organización, que en lo que va de legislatura consume su capacidad de iniciativa política. Y en este estado de cosas, lo que parece es que los males son profundos, y requieren algo más que una neutralización de la oposición. En el fondo, lo que se está planteando es la coherencia de una derecha con voluntad claramente democrática y reformadora, que esté dispuesta a actuar con firmeza y decisión en los cambios imprescindibles. Parece que no es así, y ello es de lamentar, porque al tiempo que el partido en el Gobierno no hace estos cambios, excluye de una manera explícita toda posible alternativa. No propone elecciones anticipadas, lo cual es su derecho; rechaza todo tipo de Gobierno de coalición susceptible de concederle una mayoría, y su única pretensión es conseguir unos acuerdos con la oposición en la que ésta le conceda un cheque en blanco para poder sobrevivir en el poder algún tiempo más.
Desde el punto de vista del instinto de conservación, es comprensible su actitud, pero si se consideran las necesidades y los problemas, esta postura es suicida. Quizá su única explicación resida en que, al haber ejercido el poder durante tanto tiempo, los grupos coaligados en UCD consideren que el poder político es un activo patrimonial indiscutible, y que todo debe subordinarse a sus intereses.
Desgraciadamente, no somos meros espectadores de lo que está pasando. A los socialistas se nos exige, no por propia voluntad, sino también por quien anda a ciegas, una responsabilidad absolutamente desproporcionada en relación con la cuota de poder y corresponsabilización que se nos niega. Y eso sólo puede tener una explicación por parte de quien así actúa: que está convencido de que, pase lo que pase, no saldrá perdiendo. Actitud que no responde a lo que es una característica esencial de la democracia, el que los errores se pagan perdiendo el poder político. Por eso sólo cabe una explicación a lo que está pasando, que es la de la ceguera. El inmenso peligro que vivimos es que quien no quiere mirar hacia adelante es el que lleva en sus manos el timón, y se niega con obstinación a reorientar el rumbo.
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