Los máximos aspirantes al Eliseo minimizan el coste formidable de su propaganda electoral
La campaña electoral francesa se sabe que «vale oro», pero nada más. Los candidatos o sus colaboradores ofrecen cifras aproximadas sobre el coste del «teatro electoral», pero nadie cree en su veracidad, sin que ello preocupe mucho por otra parte. La patronal gala (el CNPF) jura que es «apolítica» o «neutral», y que sería «indigno» pensar que financia a sus candidatos preferidos, pero nadie duda que su contribución es sustancial. Sólo los comunistas parece ser que se las arreglan con el apoyo de sus propias empresas.
En 1974, la campaña de los dos candidatos que se disputaron el palacio del Elíseo, Valéry Giscard d'Estaing y François Mitterrand, se dijo que costó alrededor de seiscientos millones de pesetas cada una. El coste de la peliaguda batalla que conduce esta vez, el presidente y candidato Giscard se evalúa en más de 2.000 millones de pesetas. El tesorero del candidato Jacques Chirac confiesa setecientos millones de pesetas: Los otros dos «grandes» candidatos, Marchais y Mitterrand, hablan de cifras que se consideran irrisorias respecto al gasto real. De hecho, cada cual sabe que ser o pretender ser presidente de la República supone cifras prohibitivas que en estos tiempos de crisis se convierten en tabúes cara a la opinión. Lo peor, nos declara un experto, es que «esos capitales enormes no se invierten para informar o conquistar a los treinta y tantos millones de electores. En ese caso, el coste por elector no sería desorbitado, ni mucho menos. Pero lo que ocurre es que los muros de toda Francia empapelados, los aviones para trasladar a los candidatos, las páginas enteras de publicidad en los periódicos, los mítines, los espectáculos de variedades, los vinos de honor, etcétera, representan una movilización gigantesca y un coste consecuente sólo y exclusivamente para intentar modificar el con aliento de unos 600.000 electores flotantes, que son los que van a decidir la elección. Todos los demás saben por quién van a votar desde hace meses».
Y ¿quién paga? Existe, en primer lugar, el dinero oficial y el limpio. El Estado, al candidato que consigue un mínimo del 5% de los sufragios, le compensa sus gastos al final de la campaña con cuatro millones de pesetas. Cada parlamentario, por otro lado, de las 350.000 pesetas de su sueldo mensual, le entrega a su partido correspondiente una cantidad variable para gastos de las campañas electorales.
Todo lo anterior, añadido a diversos ingresos limpios también, no representa gran cosa. Las sumas sustanciales del coste de una campaña proceden de los «tesoros de guerra» de cada partido. La patronal francesa, en tanto que tal, asegura que no le da dinero a nadie, y eso es cierto. Ahora bien, en esos medios no se niega que existen muchos medios indirectos para «aconsejar» a las empresas. Giscard y Chirac serían los más favorecidos por los patronos. En el caso del candidato y presidente, una «oficina gubernamental» recogería fondos de las empresas fraudulentas en materia fiscal: si una entidad le debe cincuenta millones de francos al Estado, la citada oficina le- propone: «Pague treinta y ofrezca diez para la campaña».
Chirac, favorito de los países árabes, de Irak en particular, habría facilitado negocios en esos países a empresas francesas a cambio de «propinas» electorales.
Una parte de la patronal también ayudaría a los socialistas «por si Mitterrand es presidente». El partido comunista no necesita la colaboración de la patronal: el sector comercial del PCF suma alrededor de 310 sociedades y cooperativas.
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