Cuatro alcaldes para la transición
El 20 de noviembre de 1975 comenzaba en todos los órdenes de la vida política de este país una nueva etapa. Su culminación no llegaría hasta tres años después, en que el pueblo español aprobó mayoritariamente la Constitución que sus representantes en las Cortes habían redactado, y que abrió las posibilidades de elegir también a sus representantes municipales.
Ocupaba la alcaldía de Madrid en el momento de morir Franco el industrial, conocido por su fervor franquista, Miguel Angel García Lomas. Había accedido al cargo en el año 1974, en sustitución de Carlos, Arias Navarro, quien, a su vez, había sido nombrado ministro de la Gobernación en el recién estrenado Gabinete Carrero Blanco.Pero no habría de permanecer mucho en el cargo. Las crónicas hablan de las lágrimas que derramó García Lomas el 26 de abril de 1976, en el mismo salón de plenos del Ayuntamiento, el día en que hubo de entregar la vara de alcalde a Juan de Arespacochaga, fuertemente vinculado a Manuel Fraga, quien acababa de acceder al Ministerio de la Gobernación, una vez que Carlos Arias había sido confirmado en la presidencia del Gobierno, ya en la monarquía
Arespacochaga fue hombre polémico desde el principio de su mandato. Su carácter autoritario y algunas de las medidas que escalonaron sus veintidós meses en la alcaldía le hicieron granjearse una impopularidad claramente demostrada.
Al principio de su permanencia en la Casa de la Villa, sus visitas a los barrios (era el primer alcalde que hacía tal cosa desde hacía mucho tiempo) le permitieron darse cuenta de que Madrid no era sólo el centro de la ciudad. Los arrabales abandonados por sus antecesores en manos de la especulación y las chabolas, que crecían al olor de un desarrollismo desmesurado, hicieron concebir en la mente de Juan de Arespacochaga la idea de que una fuerte inversión daría infraestructura necesaria (aunque no suficiente) para sacar del barro aquel submundo que también era Madrid.
Fue el célebre Plan de Urgencia de Barriadas, conocido por el plan de los 5.000 millones, tal fue la cantidad que al final se consideró necesaria para acometer las obras programadas.
Temas como el cierre del Viaducto, acompañado de intentos para derribarlo; la construcción del centro comercial de La Vaguada del barrio del Pilar, el cepo, la reforma de la ordenanza cuarta, la de los hotelitos o la terminación de las ya larguísimas obras de la plaza de Colón jalonaron su alcaldía.
Su mandato terminó poco después de asegurar a la Prensa que él no dimitiría ni se presentaría a unas hipotéticas elecciones municipales, presentando la dimisión a principios de febrero de 1976. Se habló, se dijo, y más de un político desmintió que lo que intentaba hacer el partido en el Gobierno, UCD, era poner a un hombre de su confianza, José Luis Alvarez, al frente de la alcaldía madrileña para preparar las más o menos inmediatas elecciones municipales.
Eso es lo que hizo exactamente el cerebro gris de UCD, que había preparado la campaña electoral de su partido en las elecciones generales de junio de 1977. Los trescientos días de José Luis Alvarez (que terminaron con un expresivo «hasta la vuelta», el día que se despidió de los funcionarios tras su dimisión para presentarse a las municipales) tuvieron un denominador común: las inauguraciones y los actos simbólicos que pretendían presentar la imagen de un alcalde eficaz,
Luis María Huete, que sustituyó a José Luis Alvarez en el momento de su dimisión, no hizo otra cosa que organizar el traspaso de poderes municipales a los que resultaran elegidos en las municipales del 3 de abril de 1979, en sus tres meses largos como alcalde.
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