La tragedia de La Guyana puede repetirse
Para Ken Conner de veinticinco años, estudiante de arte en otros tiempos y hoy desprogramador de devotos de las 3.000 sectas censa das en Estados Unidos, los casos de Jordi Belil y Daniel Molina no eran una tragedia, sino una misión posible. Su absoluta fe en la eficacia de los sistemas de reinserción en la sociedad original se basaba en un argumento irrebatible: él mismo, un moon durante cinco meses, había sido rescatado por el mismo procedimiento que ahora aplicaría en España a los dos jóvenes Hare Krishna. En base, el sistema era muy simple: si los devotos estaban programados para contestar un conjunto de preguntas críticas que se les hiciesen desde el exterior bastaría encontrar aquellas para las que no tuviesen respuesta y de mostrasen que la doctrina es contradictoria. Todos los devotos sufrían repentinamente la sorpresa del desencanto, y entonces sus mentes daban lo que en el argot de los desprogramadores se llama el chasquido, el clic que agrietaba el muro ritual y conducía rápidamente a los hare, a los moon o a los niños de Dios a la normalidad, es decir, a la duda.Ken confía ilimitadamente en sus métodos de rescate, pero piensa que es fundamental llegar a tiempo. «Si la estancia en las sectas se prolonga suficientemente, el cerebro sufre daños irreparables. Y además no dejo de pensar en que la tragedia de Guyana se repetirá; basta que se den las condiciones de aislamiento emocional del grupo, la manipulación extensiva de la culpabilidad y el miedo y, sobre todo, la autoridad absoluta de un líder falible». Su compañero de equipo Paul Ford, de 33 años, se curtió durante cinco años y tres meses en Hare Krishna y, ha dedicado muchas horas a interpretar los ritos, el silencio, el sentido de la monotonía, las oraciones, los efectos de la dieta. «En la secta no se pueden tener pensamientos propios ni está permitido el análisis: sólo hay respuestas-cliché que encajan exactamente en los intereses del grupo. Como complemento, se enseña a los devotos que la desprogramación es tortura y distanciamiento de Dios, lo que los hace más inaccesibles y tenaces. La naturaleza de los menús, cuya base son las patatas, el arroz y las verduras, responde a razones puramente económicas y psicológicas: es alto en hidratos de carbono y bajo en proteínas. El exceso de trabajo, el riguroso cálculo de actividades segundo a segundo, la escasez de horas de sueño y la imposibilidad real de pensar se suman a las propiedades de los menús y reducen psíquicamente a los devotos. El problema final de la desprogramación es la necesidad de aislarlos fisicamente de la secta. A mí me abordaron varios hombres a la salida de una consulta médica y me metieron por la fuerza en un coche: allí estaba mi madre entre toda aquella gente. Me puse a cantar el mantra para atenuar las supuestas torturas a las que iban a someterme. Sin embargo, me llevaron a un motel- donde varios ex miembros de la secta intentaron hacerme razonar sobre mi compromiso con la teoría de Hare Krishna. En ese momento, y sólo en ése, empecé a decirme que si la doctrina era perfecta podría estudiarla objetivamente. Me hicieron preguntas que no estaba programado para responder y, de un modo repentino, llegué a lo que llamamos punto de aterrizaje. Mi mundo de aquellos cinco años anteriores se deshizo inmediatamente. Basta una semana para lograr cambios visibles en los devotos, pero ése no es el final: sólo es el principio del descubrimiento de la individualidad. Hay que pensar que han estado sometidos a un control mental implacable ».
Kate Kennedy, de veintitrés años, la única mujer del equipo de desprogramadores llamado a España para rescatar a Jordi Belil y Daniel Molina, leyó Punto de aterrizaje: aeropuerto del Prat, Barcelona, y se dijo, una vez más, que Europa estaba amenazada por el llamado boom de las sectas. «Europa va diez años detrás de Estados Unidos en la invasión, así que todavía tendrá que pasar lo peor». En sus evocaciones, lo peor se asocia invariablemente a su vida en la secta Moon; hay, dice, una especie de vacío en su memoria, «o en mi existencia, porque en realidad yo propiamente no vivía en aquellos dos años y diez meses. Pero los recuerdo muy bien. Tenía dieciocho años, había terminado el bachillerato norteamericano y pasaba un año de descanso, costumbre muy extendida entre los estudiantes de Estados Unidos. En aquel momento me sentía predispuesta a conocer gente, a comunicarme. Un día, varias personas jóvenes me invitaron a tomar un café durante un viaje. Me llevaron a un autobús, me dijeron que Dios me estaba buscando. A los cinco minutos, y sin saber por qué, estaba llorando y decidida a quedarme con ellos. Te hablan en voz muy baja, y ese tono es una manera de seducción que emplean; la violación de la mente, como dicen los especialistas. Algo más de tres semanas después había cedido a una pretensión general entre los miembros de la secta: les había contado mi vida y había aprendido a negarla. Más adelante me trasladaron a un campamento que acogía a unos doscientos devotos. Mi cometido consistía en vender flores, velas y dulces junto a los semáforos, en los comercios o en los supermercados, según horas, porque el interés mercantil está perfectamente calculado y se aplica la relación más cabal entre horas y lugares para las ventas. Las exigencias de trabajo y productividad estaban al límite; yo no disponía de energías para trabajar un minuto más y, como cualquier otro devoto, estaba sometida a un estado de culpabilidad y miedo medievales. El trato entre los devotos también era estrechamente vigilado: si demostrabas una predilección especial por alguien, te separaban de él; si te distanciabas visiblemente de los compañeros, neutralizaban en seguida la tendencia. El cántico del mantra también tiene sentido dentro de los planes de lavado de cerebro: su primer efecto es que bloquea la mente y la hace más sensible y dócil a las órdenes. Todo calculado milímetro a milímetro. A veces he pensado que sólo el jefe de aquel campamento estaba en el secreto del plan de control mental a que se sometía a los acampados. Todos los demás éramos simples víctimas».
El "caso Verónica"
Los casos de Jordi y de Daniel no tendrían por qué ser más dificiles que el de Verónica, y cuando Ken, Paul y Kate subieron al avión que los trasladaría a España el caso Verónica ya estaba resuelto.
Y no había sido sencillo. Enrique Molina, su padre, disponía de una lista de desprogramadores norteamericanos entregada por la asociación internacional de familiares de devotos. Eligió a Ken, Paul y Kate por una razón geográfica: residían cerca de la costa atlántica de Estados Unidos y, además, se daba la circunstancia de que los Hare Krishna tenían su centro principal en el Estado de West Virginia. Por lo visto, la única salida era llevar a Verónica a Norteamérica con el pretexto de una visita litúrgica, y, si ella la aceptaba y en la secta se la consentían, no sería necesario que el equipo hiciese grandes desplazamientos.
La secta aceptó el viaje de Verónica Molina a cambio de que visitase los templos de la zona. «El 19 de febrero llegamos. Yo había cumplido tres años como devota y, en apariencia, nada iba a modificar la situación. Sin embargo, en vez de llevarme al templo, mi padre me llevó a una casa particular. Bajamos al sótano. Había varias personas desconocidas, entre ellas Ken, Paul y Kate». Tal como indicaba la secta para semejantes situaciones de conflicto, Verónica trató de extraer su rosario yapa. Grabada en su mente la inercia de las dieciséis vueltas diarias a las 108 cuentas ceremoniales, se dispuso a marcar los tiempos de la oración sin ninguna prisa. En vez de escuchar lo que quisieran decirle aquellos infieles, escucharía su propia voz de dentro a dentro. «Pero me quitaron el rosario. Me sentí indefensa, perturbada e incapaz de pensar. Pasé por sucesivas etapas: intenté escapar infructuosamente, me eché a llorar, y más tarde me dije que tal vez sería mejor seguirles la corriente. Ellos me inducían a que pensara. Decidí que, si la filosofía Hare Krishna era tan fuerte, aquella era una ocasión para utilizarla. Tampoco me servía de nada porque me hacían preguntas que no estaba programada para responder. Poco a poco recuperé la capacidad de análisis. El pensamiento volvía a fluir como antaño; me iba desprendiendo del estado de atrofia en el que había llegado allí. Después de día y medio ya me había liberado de la hipnosis encubierta que me habían hecho en la secta. Me mostraron el libro del psiquiatra Robert Jay Lifton Reforma del pensamiento y psicología del totalitarismo, inspirado en el estudio de las técnicas que se aplicaban en Corea del Norte para lavar el cerebro a los prisioneros. Las coincidencias entre lo que leí y lo que conocía eran tales que no se podía dudar, sobre todo, porque había sido escrito y editado antes de la aparición de las sectas en Occidente».
Jordi Belil y Daniel Molina: alguien hizo "clic"
José María Belil, padre de Jordi, el jefe de grupo Sankirtan, se dijo que la Providencia le estaba haciendo un guiño: había conseguido que su hijo le acompañase el día D y, cuando estaban a punto de llegar al hotel en que se habían emboscado los desprogramadores venidos de América, el coche había sufrido un pinchazo. Por lo visto, el azar había decidido utilizar su aguja en el momento más inoportuno. «Noté nervioso a mi padre mientras arreglábamos la avería, pero no llegué a sospechar nada». Durante dos años y tres meses, Jordi había dirigido la venta de revistas y casetes, sobre todo casetes. Ofrecía Vrindavana o la 002, cuya portada reproduce la figura de un niño daliniano con un agujero cuadrado en el vientre, o Natures Secret o Rasa, o Un gusto superior, que recoge la voz compartida del guru Bagavan, encargado de la zona sur de Europa, o la cinta-compendio Mukti. Para no alarmar a los clientes dejaba su túnica color azafrán en el templo, se ajustaba una peluca al cráneo recién afeitado y se disponía a sonreír a los transeúntes y a ofrecerles una buena imagen y pequeños objetos capaces de llenar un minuto, tal vez un siglo, en la vida de todos los ciudadanos forzados a movimientos reflejos. Por ejemplo, a buscar moneda pequeña en el bolsillo con cualquier pretexto.
Al entrar en el hotel, pasó por su cabeza, como en un relámpago, la granja Hare Krishna de Brihuega, con sus diez vacas, seis corderos, su maquinaria de ahora y sus ochenta millones, dicen, de coste. «Entré en la habitación. Me rodearon varios hombres, entre ellos, Ken, Paul y Kate. Eran desprogramadores y yo era un buen jefe de Sankirtan: me senté en la posición del loto y empecé a cantar el mantra. Allí estaba también Verónica. ¿Verónica? Ella también me hacía preguntas, y yo respondía con clichés. Poco a poco empecé a salir de los efectos de la hipnosis, volví a pensar. Resistí lo que pude; sin embago, los argumentos eran incontestables: me faltaban respuestas. Por fin, algo dio un chasquido en mi mente. Comencé a recuperar la individualidad. Era exactamente el día 15 de marzo. Habían pasado dos años y dos meses desde mi llegada a la secta. Conviene tener muy clara la cifra».
Daniel era un experto en artes marciales. Ya en la habitación a la que lo había llevado su padre acertó a distinguir hombres, barrotes de un ventanal. «Demasiados hombres para ofrecer resistencia. Me hacían preguntas. Yo estuve todo el día respondiendo. Al segundo comenzaron a faltarme respuestas. Me hablaron de las técnicas de reforma del pensamiento, o lavado de cerebro, y sobre los resortes para el control de la mente empleados por las sectas. A los Hare Krishna les habían encontrado armas en Estados Unidos. Los métodos utilizados con los devotos respondían a procesos muy sutiles y estudiados. También me mostraron el libro de Lifton, escrito antes de la aparición de las sectas. Tres años después volvía a hacer planes para terminar la carrera de medicina, para viajar».
El pasado miércoles, Ken Conner, Paul Ford y Kate Kennedy han vuelto a West Virginia con un libro bajo el brazo. El mismo libro que están leyendo, en algún lugar de la costa, Daniel, Verónica y Jordi. Dice Verónica: «Ahora nos llamarán demonios, porque así está programado en la secta, como llaman asnos o camellos a los que están fuera. Y dice Jordi que comienza a construir pensamientos abstractos. «Estoy contento de reconocerme como un ser humano con defectos, con virtudes, con posibilidades de volver a cometer errores, con ocasiones de dudar». Detrás de los mantras, el yapa, los gurús y el arroz tienen al menos el sol y el inapreciable beneficio de la duda.
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