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¿Hacia una semiótica episcopal?

El excelente artículo de mi amigo y paisano Carlos Castilla del Pino, aparecido en EL PAIS el día 1 de este mes, y la carta colectiva del episcopado vasco sobre la situación política van a obligar a los expertos de la semiótica a desarrollar un apartado de la dicha disciplina bajo el título de «semiótica episcopal».Carlos Castilla, al enjuiciar la que él llama «teoría ibericoepiscopal del divorcio», acusa al lenguaje episcopal de: 1. contradicción en los términos; 2, mistificación, y 3, autoatribución de autoridad moral.

Creo que el blanco de su artículo está precisamente en la trampa :sofística que muchos teólogos -y con ellos muchos obispos- adoptan al dar por supuesto: 1, que existe objetivamente un derecho humano, y 2, que la Iglesia tiene una misión de guardian a de este derecho.

De esta convicción puede deducirse lo que Castilla del Pino llama «terrorismo teológico ¿Por qué? «Porque», dice el psiquiatra cordobés, «si bien nadie niega la existencia de valores morales, mediante los cuales las conductas se rigen, codificadamente o no, muy, pocos se sienten con la audacia de afirmar que los valores -morales, estéticos o de la índole que sean- son objetivos. Por algo son valores, no hechos. El que sean compartidos por una cmunidad más o menos extensa no les resta subjetividad, sólo añade cnsensualidad».

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Ahora bien, continúa Castilla, cualquier anatema político, moral, social- emitido tras la inaceptación de un dogma, y con el que evidentemente se pretende el castigo del discrepante, es terrorismo. Castilla se consuela pensando que en la actualidad nuestros obispos carecen de la posibilidad de completar el anatema con el fuego real de un auto de fe.

Yo estoy de acuerdo con Carlos Castilla en dos cosas: 1, que es imposible objetivar los valores, como se objetivan empíricamente los hechos: un sistema de valores es aceptado desde una fe, desde una creencia, desde una opción, 2, que. por tanto, unos determinados valores sólo se pueden ofrecer, jamás imponer. Los cristianos lo tenemos esto bastante claro, aunque nuestros pecados históricos en este punto alcanzan cotas muy elevadas. Sin embargo, recientemente en el Concilio Vaticano II quedó claro el asunto de la libertad religiosa (no meramente de religión).

Ahora bien, no estoy de acuerdo con mí amigo y paisano en rechazar la afirmación genérica de los obispos, que reza así: «Un poder político indiferente a los valores morales... carece de razones para oponerse ala injusticia y a la anarquía perturvadoras del bien común de la comnidad poítica o para hacer respetar los derechos humanos de la concviviencia social». Es verdad que el documento episcopal se excede en considerer el dicvorcio por mtuo acuerdo como un desvcalor objetivo en el supuesto orden natural: esto ni puede admitirse por los cauces de las mejores muestras de nuestra cultura ni siquiera por los cauces de la bimilenaria tradición y praxis cristianas.

Sin embargo, si, por hipótesis, el divorcio por acuerdo mutuo fuera un desvalor en el sentido citado, creo, contra Castilla, que «nuestros gobernantes carecen de autoridad para perseguir a los asesinos de ETA, a los presuntos asesinos del etarra Arregui a los presuntos traidores de la tejerada, y así sucesivamente». Dicho de otra manera: discrepando de Castilla, me adhiero a la mayor del silogismo episcopal, a saber: un poder político indiferente a los valores morales carece de poder para oponerse a la injusticia, etcétera. Lo que comparto con Castilla es el rechazo de la menor del silogismo, o sea: que el divorcio por mutuo acuerdo pueda, en nuestra cultura (incluso cristiana), ser considerado como un desvalor absoluto y objetivo.

Y aquí nos vamos ya acercando a la madre del cordero. Los hombres necesitamos sistemas de valores, en virtud de los cuales podamos aceptar o rechazar nuestras propias acciones y las de los demás. Pero estos siternas de valores no pertenecen al ámbito de lo enipírico, de lo verificable: son opciones tomadas por los -Individuos e, por los colectivos desde unas determinadas creencias. Hasta ahora estas creencias se han ido apoyando en algo o alguien trascendente: los humanos se han sentido interpelados por una fuerza superior y extrínseca que de alguna manera les imponía una escala de valores. La supervivencia de valores sin apoyarse en el trascendente o incluso negándolo se explica, hasta ahora, en virtud de la pura inercia. Pero todavía la humanidad no ha vivido un suficiente período de tiempo sin cordón umbilical con algún tipo de trascendencia.

Pero, a pesar de todo, hoy por hoy, tenemos un mínimo sistema de valores consensuado: en nuestra cultura, en nuestra Constitución v en nuestras creencias relialosas. Desde este sistema de valores consensuado podríamos hacer también una lectura de la carta de los obispos vascos.

Situada fuera deI contexto temporal y espacial, vo la considero perfecta. Así es'como tienen que hablar les que se llaman pastores de una comunidad cristiana. Para un cristiano no hay dos violencias: la buena la mala: ni dos guerras: la buena y la mala. Todas las violencias todas las guerras son malas.

Con esto quiero decir que los católicos españoles de otras nacionalidades, menos favorecidas por la fortuna, hace ya mucho tiempo qu e estábamos esperando que los responsables de la Iglesia vasca dejaran de silenciar su condena al terrorismo tipo ETA, mientras que subrayaban (y con muchísima razón) el otro terrorismo: el del orden establecido. Sabemos muy bien que desgraciadamente para la Iglesia española el fanatismo nacional católico de las guerras carlistas es un indiscutible ancestro de los movimientos de ETA, aun admitiendo los vericuetos y sinuosidades foráneas que han sido necesarios para llegar a estos extremos. Y quizá por estos antecedentes familiares la Iglesia vasca haya sido tan remisa en condenar a su tiempo lo que hoy es una fuerza desatada. Los de fuera -los simples maketos- creemos que si en Euskadi la Iglesia hubiera tomado una actitud enérgica tiempos atrás, hubiera sido escuchada por los mismos inilitantes, de ETA, cuyo origen e incluso prácticas cristianos nunca se han ocultado ni se han rebajado.

Comprendo que ciertos responsables de nuestra alta política se hayan, indignado ante la carta de los obispos vascos. Por eso, los que no somos vascos, los que henios recibiolo en miembros de nuestras nacionalidades las balas mortíferas de ETA y los que, además de todo esto, hemos sufrido en nuestra carne los zarpazos de la dictadura, tenemos quizá las manos menos sucias para tirar, no ya una piedra (¡Dios nos libre de la violencia!). sino una sincera y franca advertencia «aunque la IgIesia vasca carezca quizá de la creclibilidad histórica para denunciar el peligro de una militarización del conflicto en eso ámbito consensuado de valores que llamamos la democracia, se acaba de encender una luz roja que algunos se han atrevido a definir acertadamente: la "guerra del norte"».

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