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¿Defender la Constitución?

La ley que se presenta apresuradamente al Congreso en defensa de la Constitución es, a mi juicio, improcedente y, lo que resulta más grave, vulnera abiertamente lo que quiere proteger, es decir, el ordenamiento constitucional. Mi rechazo al empleo de la violencia como instrumento de lucha civil y política es rotundo y sin paliativos. Lo considero una reminiscencia de los peores sedimentos genéticos del antropoide primitivo, nunca acallados del todo después de tantos; siglos de evolución espiritual del ser humano hacia niveles de perfección moral. Pero cualquier hombre de leyes sabe que el arsenal de recursos legales que tiene hoy día a su disposición el Ejecutivo para combatir con eficacia total los actos de terror o de fuerza dirigidos contra la ley suprema de la convivencia política de los españoles es más que sobrado. Otra cosa es que no se haya utilizado con firmeza por quien pudo hacerlo. Pretender que la solución para estos problemas esté contenida en una nueva ley orgánica que defienda la Constitucion es una simplificación risible, si no fuera, además, una cortina de humo tras la que se oculta un propósito evidente: atacar el principio de la libertad de expresión.El proyecto de ley tiene una almendra sustancial envuelta en el ropaje jurídica. Autoriza, en efecto, el cierre de los periódicos o medios de difusión y la ocupación material de Ias instalaciones, máquinas y enseres que hayan servido como «instrumentos del delito». ¿De qué delito? De provocar a la acción subversiva. De hacer la apología de los actos violentos. De difundir las noticias relativas a este género de acciones. ¿Cabe situar en términos de mayor nebulosa jurídica la tipificación de esos supuestos delitos? ¿Quién provoca a la comisión de un delito anticonstitucional? Quien critica abiertamente un sistema que considera injusto, torpe, corrompido e inoperante que no ofrece soluciones a un problema que considera prioritario. ¿Qué es la apología, en política? Don Antonio Maura decía que la apología es hija de la convicción y que esta última fuertemente sentida convierte en propagadores fanáticos a los convencidos. Todos somos apologéticos o apologistas de algo: de una religión; de un credo ideológico; de una forma de vida; de una actitud filosófica; de un sentimiento; de una vocación; de un rechazo. ¿Qué es propagar una noticia, sino ejercer el periodismo en su más limpia acepción? Las dictaduras de cualquier signo se lanzan en primer lugar al secuestro de los medios de difusión de noticias porque ese es el signo revelador de una sociedad abierta: la información al público de lo que pasa: de la verdad de lo que sucede; no de la manipulación previa confeccionada por los microcerebros de los gabinetes de la adulación.

¿Qué se quiere? ¿Iniciar la caza de brujas contra la Prensa y contra los que escriben en ella? El arco de las libertades civiles que forman el pórtico de nuestra Constitución tiene una dovela que es la clave sostenedora de todo el edificio y que se llama la libertad de expresión. Se nos dice que la intención secreta de la ley se dirige contra dos órganos de Prensa concretos de importante tirada, situados uno a la derecha y otro a la izquierda del espectro ideológico. Ninguno de los dos coincide ni de lejos con mi pensamiento político. Y en las páginas de alguno de ellos se me ataca con sañuda reiteración. Pues bien; yo defenderé siempre el derecho a que se mantenga abierta esa libertad de crítica, y me opondré, como me opongo ahora, a poner mordazas a nadie en el uso legítimo de ese derecho. Si alguna vez me considerase gravemente injuriado, tendría el cauce abierto para acudir a los tribunales ordinarios de justicia en defensa de mi integridad moral mancillada.

Convertir a las máquinas, instalaciones y enseres de un periódico en «instrumentos del delito», produce tal hilaridad que me retrotrae a los tiempos en que un severo ministro de la Gobernación de los años sesenta de claro «instrumento de delito» al chistu de mi tierra vasca. El pobre pífano de nuestras romerías y alboradas, con su delgado y estri ente sonido tgridulce y saltarín, fue definido como silbote ilegal, provocador apologista de latentes sueños secesionistas que podían convertir los pasacalles y la biribilketa en insurrecciones populares. Todavía se conservan en algunas poblaciones del litoral vizcaíno las comunicaciones oficiales de algúin celoso gobernador de aquella época que impuso fuertes multas a los usuarios de la flauta pirenaica en clandestinas expansiones musicales nocturnas. El considerar a las cosas como capaces de maldad voluntaria intrínseca es un viejo hábito del integrismo mental de nuestro pasado. Gutenberg y la imprenta fueron durante muchos años calificados por los fanáticos de la intransigencia como nefandos artilugios de la «funesta manía de pensar», que tanto horrorizaba a los sabios de la Universidad de Cervera. En cierto colegio universitario del fin de siglo pasado, que niantenía un rigor antiliberal en sus cuadros docentes, existía un famoso cuadro, pintado por un lego aficionado, en que el demonio llevaba en la mano un microscopio, evidente instrumento de pecado científico. Y ¿por qué no el telescopio, que explora las galaxias del espacio, cuyo frío silencio asustaba y removía las dudas de la fe de Pascal? Todos los objetos pueden ser instrumentos de delito. El teléfono, que sirve para escuchar a los políticos rivales y concertar citas amorosas. El mechero, que se utiliza para encender porros. El automóvil, que facilita la huida de los atracadores. Bien mirado, el acto más coherente de los 288 golpistas armados que asaltaron el Congreso de los Diputados resultó la destrucción de los aparatos tomavistas de la televisión a punta de culata. Era una visible manifestación de rencor profundo a los medios de comunicación social; un acto premonitorio, muy en línea con el espíritu de la ley que se pretende aprobar con urgencia estos días.

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¿Habrá, quizá, un oculto dispositivo que lanza estas iniciativas jadeantes al Parlamento, recién secuestrado, para aprovechar el trauma psicológico que reduce las defensas y propicia los sometimientos? ¿A quién se trata de acallar con estas urgencias casi filosóficas? ¿Qué se pretende con las campañas de intoxicación seudopatrióticas que se hacen al margen de toda reflexión objetiva y de cualquier análisis desapasionado? Las sorprendentes coincidencias entre ciertos políticos de antagónica ideología que sirven de soporte a las grandes maniobras en curso me recuerdan a esos educandos de campamento reclutados en la adolescencia y que tocan la corneta en círculo durante un par de horas diarias, adiestrados por el músico mayor. ¿Estaremos ya en la fase de la democracia tutelada o transitamos aún por la estrecha senda de la democracia vigilada?

No sé cuántos adjetivos he recogido en los últimos días entre los que han servido para calificar a la democracia española, por lo menos veinte. El último, el utilizado por la BBC, que la llama «democracia real». Pienso que la democracia, como la libertad, como el imperio de la ley, como la justicia, como la supremacía de la comunidad civil, no necesita calificativos para su apropiada identificación. Una democracia con estrambote es de suyo sospechosa, porque trata, en general, de justificar su intrínseca falsedad. Oigo decir que se gobierna bajo la inspiración de oráculos ajenos al Ejecutivo, que sugieren limites y exigen rectificaciones. ¿Será cierto? ¿Será posible? ¿Habremos llegado a lo que Santiago Carrillo llamaba en su libro ¿Y después de Franco, qué?, un Estado democrático custodiado por un gendarme?

La mejor defensa de una Constitución es su vigencia, es decir, su asentamiento en la sociedad a la que trata de servir. Y su mayor peligro son los gobiernos malos que puedan brotar de su funcionamiento. Culpar a la Constitución de los graves errores que un Gobierno comete es un recurso simplista, pero equivocado. Es evidente que una Constitución mal concebida puede y debe ser sometida a revisión por las vías legales. Los grandes países democráticos han recurrido a ello según las fórmulas y costumbres legales de cada uno. El famoso juez Jackson, de Estados Unidos, célebre por sus sentencias y sus opiniones, decía que una Constitución no puede ser un rígido pacto político para el suicidio de un pueblo. Pero en el caso español creo que la Constitución, aunque contenga defectos como toda obra humana, es perfectamente aceptable, y con ella se puede gobernar bien la España plural de nuestro tiempo.

Salvar a España. Defender la Constitución. Proteger la democracia. Cuántas exhortaciones de esa laya escuchamos estos días. ¡Dios nos libre de más salvadores, defensores y protectores! Que de los enemigos de la Constitución ya nos encargaremos los demás ciudadanos.

José María de Areilza es diputado de Coalición Democrática.

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