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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Los intelectuales creyentes y el divorcio

El proyecto de ley de divorcio ha generado tomas de postura diversas y hasta encontradas en diferentes ámbitos de nuestra sociedad. En especial ha provocado múltiples reacciones la reciente declaración de la Comisión Permanente del Episcopado Español sobre dicho proyecto.Creemos que una reflexión creyente sobre el tema del divorcio debe partir de la distinción metodológica entre la posición ante una ley civil del divorcio, aun en el caso de una valoración ética negativa -o muy restrictiva- con respecto a la disolución matrimonial, y 2, la discusión teológico- moral.

Posición ante una ley civil

Hoy es una conclusión adquirida la distinción necesaria entre ley de divorcio y actitud moral frente al mismo. De la reprobación moral no se sigue la exclusión de una ley que admita el divorcio. El bien común y la libertad de conciencia y de religión exigen esta distinción en una sociedad moderna, pluralista y no confesional. El reconocimiento de la autonomía de la esfera civil niega la tesis de que las leyes deben configurarse obligadamente según los presupuestos morales de la Iglesia católica o de otra confesión.

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Al contrario, en una sociedad plural, en la que conviven distintas ideologías y diversas estimaciones éticas, el bien común y la libertad de conciencia exigen que no sean sometidos unos ciudadanos a las ideas o criterios éticos de otros mediante la coerción legal o de cualquier otro tipo. La ley civil sólo debe aspirar a convertirse en un código de convivencia en medio de la diversidad social.

Aunque algunos parecen negarlo, es evidente que una ley del divorcio no somete a los antidivorcistas a quienes creen recto permitir la disolución cuando se produce un fracaso matrimonial. Los no divorcistas, aun promulgada la ley, podrán siempre abstenerse. Por el contrario, la ausencia de la ley somete a los que están a favor del divorcio a los criterios de los no divorcistas.

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Hay que recordar que la forma evangélica de propagar las propias convicciones no es la defendida por la filosofía del Estado confesional: su implantación mediante el brazo civil. El método apropiado consiste en la persuasión y en la capacidad de promocionar la oferta cristiana y sus valores morales, respetando la conciencia y la decisión libre de los que no la comparten.

En su reciente documento, la Permanente del Episcopado acude al derecho natural para confirmar sus posiciones, principalmente en el punto en el que el proyecto del Gobierno se refiere a la existencia del mutuo acuerdo de los cónyuges como factor favorecedor de una causa de divorcio. Pensamos que en la sociedad contemporánea, de pluralismo filosófico, la apelación al derecho natural resulta equívoca. No existe acuerdo social ni científico sobre cuáles sean los contenidos más particulares de este derecho. Y es también evidente que existen corrientes de pensamiento que cuestionan su validez por anacrónico, basado en los presupuestos de la filosofía escolástica. Una filosofía moral no siempre se sustenta en esta concepción de la ley natural y su derecho. Más aún, dentro de las Iglesias cristianas no habría acuerdo en aceptar los supuestos teóricos que constituyen la raíz doctrinal de¡ documento de los obispos. Y aun muchos de los que se consideran insertos en la corriente iusnaturalista tampoco se mostrarán conformes con la aplicación que el documento realiza cuando condena por razones morales el mutuo acuerdo del proyecto.

Si la invocación al derecho natrural pretende ser algo más que la concepción moral de la Iglesia católica -teología disfrazada-, este derecho debe estar dispuesto a entrar en el debate científico sobre su estatuto. En esta discusión científica es obvio que no pueden ser resolutivos ni los credos confesionales ni el recurso a la autoridad eclesiástica. Si en el debate -como de hecho sucede- no se logra un acuerdo en la esfera moral, dificilmente se puede exigir al legislador que en una sociedad no confesional legisle según la particular perspectiva eclesial.

La discusión teológico-moral

Nos parece que en la reflexión católica sobre el divorcio las posiciones solventes dentro de la Iglesia son mucho más matizadas y complejas que lo que pretenden hacer creer las actitudes antidivorcistas a ultranza.

En el Nuevo Testamento, algunos de los textos que se aducen en contra del divorcio aceptan de partida una excepción: la que lo'permite en caso de adulterio. Aun constatando la controversia sobre cuál sea la interpretación más adecuada, de hecho la Iglesia católica en su primer milenio de vida aceptó esa excepción disolutoria del vínculo matrimonial. Y esta sigue siendo la actuación de otras Iglesias cristianas.

Pero, sobre todo, no podemos ignorar hoy que se extiende cada vez más la opinión entre los especialistas de que los textos bíblicos sobre el divorcio no deben leerse como prescripciones que tienen que tomar cuerpo en el orden legal. Son aliento profético que señalan el ideal. Por eso, parece hallarse lejos de su intención marcar pautas legales sobre lo que podria ser socialmente legítimo a los matrimonios irreversiblemente fracasados.

En cuanto a la doctrina más clásica de los pensadores cristianos sobre la disolubilidad del matrimonio hay que señalar una distinción fundamental: el matrimonio natural es intrínsecamente indisoluble, pero, por causa grave, extrínsecamente disoluble por la autoridad. Es la negativa a considerar el matrimonio como un contrato privado, disoluble por la sola voluntad de los cónyuges. Pero el matrimonio no sacramento, en la teoría y en la praxis de la Iglesia, es disoluble, con posibilidad de contraer nuevo matrimonio en la misma Iglesia. Esta ha,sido la práctica eclesiástica a partir del siglo XII, en virtud del llamado privilegio paulino. Su extensión fáctica se ha convertido en la facultad que presume la Iglesia, cuando existen determinadas razones, de disolver (no anular) matrimonios no sacramento, e incluso éste, cuando uno de los cónyuges no es bautizado.

Con esta praxis y teoría juzgamos que las tomas de posición intransigentes, surgidas en medios católicos contra el divorcio como mal absoluto, son lógica y doctrinalmente inconsecuentes; y, en él mejor de los casos, proceden de la ignorancia.

En la argumentación del documento episcopal mencionado se descalifica el factor del mutuo acuerdo de¡ proyecto de ley por considerarlo como una disolución intrínseca. Pues bien, decidir si esto es así nos parece mas propio de los expertos en derecho que de los teólogos u obispos. Existen sólidas razones jurídicas, a nuestro juicio, para concluir que la propuesta legal equivale a lo que en terminología escolástica corresponde a una disolución extrínseca.

Además, no está probado que sea siempre más cristiano promover las causas de divorcio mediante la inculpación a la otra parte. Encierra una invocación tácita al ejercicio prolongado de la mutua agresividad que justifica prevenciones ante esta condición. Parece claro que en principio los procedimientos con acuerdo son más pacificadores que aquellos que propician la exigencia de la discordia continuada.

La posición de la Iglesia puede resultar hoy menos comprensible en la sociedad, supuesta la generosidad con que en la última época han prosperado lascausas de nulidad matrimonial. Nulidades que se conceden por razones que ningún código de derecho moderno tiene portales. Por ejemplo, la falta, en el origen, del compromiso a la fidelidad conyugal, la no aceptación de la indisolubilidad como fundamental al matrimonio, la exclusión de los hijos. Aunque en la doctrina de la Iglesia se trata de anulaciones y no de divorcios, para gran parte de la conciencia social y jurídica, en razón del ánimo de muchos de los solicitantes y de los motivos por los que aquéllas se declaran, aparecen como divorcios reales. Una doctrina que favorece las nulidades y se muestra intransigente ante el divorcio difícilmente es comprendida por la opinión general. Y esto no sólo por causa de la ignorancia. Son los propios especialistas en derecho canónico los que, a la vista de nuevas teorías y prácticas de la Iglesia en favor de las nulidades, empiezan a ver díluido en los casos límite la frontera objetiva entre nulidad y disolución.

Esta realidad de las disoluciones eclesiásticas y de las nulidades obliga a una reflexión responsable de la Iglesia en el tema del divorcio, a fin de evitar la conclusión de que la Iglesia procede con doble medida, distinta cuando es ella la autoridad judicial que cuando lo es el Estado. Hay que aspirar a que la Iglesia aplique en el enjuiciamiento de las iniciativas del Estado la flexibilidad y mayor humanidad que han ido adquiriendo su propia doctrina y praxis.

Firman la tribuna libre, junto a José Luis L. Aranguren, J. María Barbero, J. María Díez Alegría, Casiano Floristán, Julio Lois, Juan José Tamayo, Andrés Tornos, Fernando Urbina y José Antonio Gimbernat.

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