La oferta de Giscard
DESPUÉS DE dejar vivir algunas cuantas dudas para, crear ambiente, el presidente de la República Francesa, Valéry Giscard d'Estaing, se presenta a la reelección. Ha querido Giscard que se produjera el sobresalto de lo que podría ocurrir en Francia si él faltase; tal vez no se ha producido en la medida que esperaba y se lanza ya a lo que se llama la precampaña, alimentando la imagen de un futuro caótico -de los de frente popular, de los de mayo de 1968 reverdecido de los de «exceso de querella de los franceses»-, incluso de un presente inestable por el desgraciado aumento de la influencia de los partidos «poco representativos», que mantienen «una lucha permanente contra las instituciones». Es el aire del tiempo, la línea de la democracia dura, en la que no falta la vieja frase de la anti-Francia, como antes hubo la de las actividades antiamericanas de McCarthy, y como aquí no se renuncia a la presa de bulldog de la anti-España.Giscard, pues, inicia su cruzada. Trata de robar temas a la gran derecha de Chirac -que le puede quitar muchos votos en la primera vuelta- y a la izquierda, acusándola vagamente de reflejos anti-Francia: ya sabemos que ahora a esa postura se la llama centro. Con todo ello, Giscard trata de convertir en virtud y en ventaja lo que es el gran problema de su reelección: la duración larga. Lleva siete años de presidente -con arreglo a la Constitución presidencialista que De Gaulle se preparó para él mismo- y trata de conseguir otros siete años más. Antes del general, la Presidencia se elegía por cuatro años; ahora incluso se duda -a instancias de Giscard- si la Constitución permite que una misma persona se presente indefinidamente, con lo cual Giscard podría resultar un presidente vitalicio. La filosofía de la república y de la democracia intentaba, precisamente, lo contrario: practicar continuamente la renovación y dar lugar a que los poderes no se apoltronasen, en el sentido literal de la palabra; es decir, que no se apoderasen de la poltrona para no abandonarla nunca más, con lo que la res publica quedaría convertida en una cosa privada: en una autocracia. Incluso los países de monarquía tratan de arreglar las cosas de forma que la figura vitalicia y hereditaria del rey tenga los poderes limitados, emblemáticos, mientras que los jefes de Gobierno cambian al viento de las nuevas opciones políticas, de los cambios de opinión y de la entrada de la dinámica de vida en la dirección del negocio común; mientras se da permanencia a unos funcionarios técnicos, de carrera, que administran el Estado con neutralidad.
La desconfianza principal que inspira Giscard está tanto en los diamantes que le regaló un reyezuelo caníbal como en este miedo a la autocracia que se ha ido dibujando en el septenio transcurrido, y que, por lo que va diciendo en la precampaña, va a tener características aun mayores en el próximo o los próximos, si los consigue. La alternativa es poco alentadora. Los otros tres candidatos principales -aparte de los casi cincuenta sin posibilidades, pero que contribuirán a la confusión inicial- ofrecen un atractivo escaso. Chirac es una derecha más ruda aún, más autocrática que la de Giscard; Mitterrand está debilitado dentro de su propio partido socialista, después de descartar a Rocard, esa esperanza del socialismo francés; Marchais representa un partido comunista retrógrado que sigue demasiado de cerca la línea soviética, y la unidad de la izquierda, que trató de brillar en las elecciones anteriores con un programa común, está quemada. Es sobre esa herida política sobre la que actúa Giscard ampliándola y escarbando en ella, haciéndola sangrar. Va a trabajar insistentemente en esos temas hasta las elecciones. Las encuestas de opinión pública no le son favorables hoy; pero pueden variar antes de las elecciones y llevarle al triunfo, aunque sea precario, en el segundo turno.
Si así sucede, será una inflexión más en los términos democráticos esenciales: una continuación de los episodios que han llevado al poder a Thatcher y Reagan, y quizá un preludio a dificultades electorales de Schmidt y la socialdemocracia alemana. Desde hace tiempo se va configurando una Europa conservadora, un Occidente conservador, que trata de resistir con el apoyo de la burguesía la reaparición de la lucha de clases que va sustituyendo a la era de la opulencia, como consecuencia de la derivación de las dificultades económicas de la crisis mundial. Tiene esa situación la ventaja -y merece el respeto- de que está saliendo enteramente de las urnas. Es decir, que, si la reducción de ciertos principios democráticos y la inclinación a la derecha de los Gobiernos puede ser inquietante para los próximos años, es la inquietud que sale de la opinión pública mayoritaria. Lo que no ha quebrado todavía es una forma de civilización que ha costado siglos obtener.
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